27

La señora Busch se quedó fuera y me dejó entrar solo. La habitación estaba fresca y en penumbra. Las persianas y las pesadas cortinas impedían entrar el sol. Una lámpara con pantalla era la única fuente de luz. La chica estaba sentada al pie de la cama sin hacer, con la cara oculta a la luz de la lámpara.

Comprendí la razón de esto cuando olvidó su pose y levantó la cara para mirarme. El nembutal o las lágrimas habían hinchado sus párpados. Su pelo brillante estaba desaliñado. Llevaba el traje de lana roja como si fuera de arpillera. Durante la noche parecía haber perdido la seguridad de que su belleza velaría por ella. Su voz era pequeña y aguda.

—Hola.

—Hola, Rina.

—Sabe quién soy —dijo con voz opaca.

—Ahora sí. Debí haber adivinado que era una pantomima entre hermanas. ¿Dónde está su hermana, Rina?

—Hester está en apuros. Tuvo que salir del país.

—¿Está segura de eso?

—No estoy segura de nada desde que descubrí que Lance está muerto.

—¿Cómo lo supo? No me creyó cuando se lo dije anoche.

—Tengo que creerle ahora. Vi un diario de Los Ángeles en el hotel y había un titular sobre el… sobre su asesinato —sus párpados se levantaron pesadamente. Sus ojos de color azul oscuro habían cambiado sutilmente en trece horas: veían más y les gustaba menos.

—¿Fue mi hermana…, fue Hester quién lo mató?

—Puede haber sido, pero lo dudo. ¿Hacia dónde dijeron que se había ido? ¿México, Canadá o Hawai?

—No lo dijeron. Carl Stern dijo que sería mejor que no lo supiera.

—¿Qué debe suponerse que está haciendo aquí? ¿Dándole una coartada?

—Creo que sí. Esa era la intención —otra vez levantó la vista—. Por favor no se separe de mi lado. Quiero contarle todo lo que sé pero por favor no me interrogue. He pasado una noche terrible.

Se llevó los dedos a la frente y quedaron húmedos. Había una caja de pañuelos de papel en la mesita de noche. Le di uno, que usó para enjugarse la frente y sonarse. Sorprendentemente dijo, con un hilo de voz delgada como de flauta:

—¿Es usted un hombre bueno?

—Me gusta pensar que sí —pero su candor me detuvo—. No —dije—, no lo soy. Siempre estoy tratando de serlo, cuando me acuerdo, pero cada año resulta más difícil. Es como tratar de levantarse en la barra con una sola mano. Uno puede entrenarse toda la vida y no conseguirlo nunca.

Trató de sonreír. Las suaves comisuras de sus labios no querían subir.

—Habla como un hombre decente. ¿Por qué vino a casa de mi hermana anoche? ¿Qué hizo para entrar?

—Entré por la fuerza.

—¿Por qué? ¿Tiene algo en contra de ella?

—Nada personal. Su marido me pidió que la encontrara. He estado tratando de hacerlo.

—Ella le dijo que estaba muerto, ¿eh?

—¿No es cierto?

—Nunca dice la verdad cuando puede decir una mentira.

—Lo sé —agregó con un tono despojado de sentimentalismos—: Pero Hester es mi hermana y la quiero. Siempre he hecho lo que he podido por ella y siempre lo haré.

—Y por eso está aquí.

—Por eso estoy aquí. Lance y Carl Stern me dijeron que podía evitar a Hester mucha pena y tal vez una condena en la cárcel. Todo lo que tenía que hacer era venir aquí en avión bajo el nombre de ella, registrarme en un hotel y desaparecer. Debía tomar un taxi hasta el límite del desierto, pasando el aeropuerto y Carl Stern me recogería. Pero no le encontré. Me volví aquí. Perdí el coraje.

—¿Por eso trató de llamarme?

—Sí. Me puse a pensar, cuando vi la noticia sobre Lance en el diario. Usted me dijo la verdad sobre eso, quizá me haya dicho la verdad sobre todo lo demás. Y recordé algo que usted había dicho anoche… La primera cosa que me dijo cuando me vio en el cuarto de Hester. Me dijo —su voz era cuidadosa, como la de una criatura que repite una lección de memoria—. Creía que era Hester y dijo que creía que yo estaba muerta, que ella estaba muerta.

—Dije eso, sí.

—¿Es cierto?

Titubeé. Se puso de pie, un poco insegura. Su mano apretó fuertemente mi brazo.

—¿Está muerta Hester? No tema decírmelo si lo está. Puedo soportarlo.

—Lo siento. No conozco la respuesta.

—¿Qué cree?

—Me parece que sí. Creo que la mataron en la casa de Beverly Hills ayer por la tarde. Y la coartada que están tratando de preparar no es para Hester, es para el que la mató.

—Lo siento. No lo comprendo.

—Supongamos que la mataron ayer. Usted asumió su identidad, vino aquí, se registró, desapareció. Nadie haría preguntas en Los Ángeles.

—Yo las haría.

—Siempre que regresara con vida.

Tardó un segundo en asimilar la idea y otro más en aplicarla a su situación actual. Pestañeó y la impresión la sacudió. Sus ojos parecían huevos de pascua celestes rajados.

—¿Qué le parece que debo hacer?

—Hágase humo. Desaparezca, hasta que pueda arreglar esto. Pero primero quiero escucharla. No me ha explicado por qué se dejó utilizar. Ni qué sabe de las actividades de su hermana. ¿Le dijo lo que estaba haciendo?

—No tuvo intención de hacerlo, pero lo adiviné. Estoy dispuesta a hablar, señor Archer. En cierto modo, soy tan culpable como Hester. Me siento responsable del asunto.

Se detuvo y paseó la mirada por las paredes de yeso amarillo. Parecía desanimada por la fealdad de la habitación. Su mirada se detuvo en la puerta detrás de mí y se endureció. La puerta se abrió de golpe cuando me volvía. La luz del sol me golpeó los ojos y centelleó sobre tres pistolas. Frost tenía una. Lashman y Marfeld lo flanqueaban. Detrás de ellos, la señora Busch se arrastraba por la grava.

En la calle, el taxi amarillo y deslucido de Charles Meyer se alejaba hacia el centro. No miró hacia atrás.

Vi todo esto mientras me llevaba la mano a la axila izquierda. No completé el movimiento.

El día, la noche y otra vez el día me habían embotado y no estaba reaccionando bien, pero sabía que una pistola en mi mano era lo que ellos necesitaban. Me quedé parado con la mano derecha helada sobre mi pecho. Frost se sonrió como una calavera contra el doloroso cielo azul. Tenía puesta una camisa de seda multicolor, un sombrero Panamá con la banda haciendo juego y un pantalón de franela blanco de los que usan los jugadores de tenis profesionales. El arma que tenía en la mano era una ametralladora alemana. Me puso la boca del arma contra el plexo solar y tomó mi pistola.

—Manos sobre la cabeza. Es una sorpresa realmente bonita.

Me puse las manos en la cabeza.

—A mí también me agrada.

—Ahora dese la vuelta.

La señora Busch se había puesto de pie. Gritó:

—¡Asquerosos bastardos! —y se arrojó sobre las espaldas del pistolero más próximo. Era Marfeld. Giró y le pegó en la cara con el cañón del arma. Cayó dándose la vuelta y quedó tendida boca abajo con el pelo desparramado como fuego.

Dije:

—Voy a matarlo, Marfeld.

Se volvió hacia mí con los ojos gozosos, si es que Marfeld podía gozar.

—¿Tú y quién más, nene? No vas a tirar la pelota. Sólo vas a recibirla, ¿sabes?

Me golpeó un lado de la cabeza con el arma. El cielo osciló como un globo azul sujeto a un hilo.

Frost le habló ásperamente a Marfeld:

—¡Para! Y por Dios, deja a la mujer —me habló más suavemente—. Deje las manos en la cabeza y dese la vuelta.

Le obedecí, sintiendo el cosquilleo de la sangre que me surcaba el pelo y me bajaba por un lado de la cara. Rina permanecía sentada sobre la cama, contra la pared. Estaba sentada encima de sus piernas y temblaba.

—Me desilusionas, muñeca —dijo Frost—. Usted también, Lew.

—Me desilusiono a mí mismo.

—Sí, después del trabajo que me tomé, dándole buenos consejos y nuestros años de amistosa relación…

—Me emociona profundamente. No me he emocionado tanto desde que oí aullar una hiena.

Frost empujó la boca del arma fuertemente contra mi riñón derecho. Marfeld dio la vuelta a mi alrededor, balanceando repetidamente los hombros.

—Así no se le habla al señor Frost.

Blandió el canto de su mano hacia mi garganta. Metí el mentón para protegerme la laringe y recibí el golpe en la boca. Hice un ruido que sonó como «gah» y traté de alcanzarlo. Lashman asió mi brazo derecho y colgó su peso de él. El hombro derecho de Marfeld bajó. En el extremo de su brazo derecho, curvado como un gancho, su puño me dio en el vientre. Me dobló. Me enderecé, devolviendo amargo café.

—Basta de eso —dijo Frost—. Apúntale, Lash.

Frost pasó a mi lado, hacia la cama. Andaba flojamente, con los hombros caídos. Su voz era seca y cansada:

—¿Estás lista para marchar, nena?

—¿Dónde está mi hermana?

—Sabes que tuvo que irse del país. Quieres hacer lo que sea mejor para ella, ¿no es así? —se inclinó hacia ella en una parodia de zalamería y encanto.

Ella le silbó sonriendo con los dientes:

—Con usted no quisiera ni cruzar la calle. ¡Apesta! Quiero a mi hermana.

—Vendrás aunque te tengan que llevar en brazos. Así que andando.

—No. Déjeme salir de aquí. Mató a mi hermana.

Se bajó velozmente de la cama y corrió hacia la puerta. Marfeld la asió por la cintura y forcejeó con ella, riendo, con el vientre contra la cadera. Ella le arañó la mejilla con las uñas. Él le tomó la mano y le dobló los dedos hacia atrás, golpeándole salvajemente la cabeza con la mano de plano. Ella se apoyó sumisamente contra la horrible pared.

A mis espaldas la pistola había perdido contacto, dejando un vacío frío. Giré rápidamente. Lashman había estado observando cómo golpeaban a la chica, con los ojos cálidos y soñadores del voyeur. Le obligué a bajar el arma antes de que pudiese dispararla. Se la quité y la arrojé al ángulo frontal de su cráneo. Se vino abajo en el vano de la puerta.

Marfeld estaba sobre mi espalda. Era pesado y fuerte y tenía un sentido innato de la ventaja. Su brazo se enroscó alrededor de mi cuello y se ciñó. Lo mandé contra el marco de la puerta. Casi me arrancó la cabeza, pero cayó encima de Lashman, con la cara vuelta hacia arriba. Con la culata de la pistola le di entre los ojos.

Me volví hacia Frost, en el preciso instante en que hacía fuego, y me eché a un lado. Sus balas zumbaron contra la pared, lejos de mi cabeza. Le disparé al brazo derecho. Su pistola resonó contra el suelo. Le puse mi mano libre encima, me puse de pie y retrocedí para contemplar la habitación.

El acondicionador de aire palpitaba y zumbaba como un pájaro herido, en la pared, detrás de mi cabeza. La chica, con la cara blanca, estaba apoyada inmóvil contra la pared opuesta. Frost estaba sentado en el suelo entre nosotros dos, sosteniendo su brazo derecho con su mano izquierda. La sangre corría entre sus dedos. Paseaba la mirada entre ellos y yo. El miedo a la muerte, que nunca había dejado sus ojos, se había apoderado del resto de su cara. En el vano de la puerta yacía Marfeld, con la cabeza en el pecho de Lashman. Sus ojos surcados de venas giraban hacia arriba y hacia dentro, hacia la hendidura azul de su frente. Salvo por su respiración y el ruido del acondicionador, el cuarto estaba muy tranquilo.

La señora Busch apareció en la puerta, tambaleándose levemente. Uno de sus ojos estaba hinchado y negro y su boca sonriente sangraba. Sostenía una 45 automática en ambas manos. Frost fijó la vista en el ojo que se movía y trató de arrastrarse bajo la cama. Era demasiado baja para él. Se quedó tendido junto a ella gimiendo.

—Por favor, soy un hombre enfermo. No dispare.

La pelirroja rió.

—Mírenlo arrastrarse. Escúchenlo cómo lloriquea.

—No lo mate —dije—. Por raro que parezca, tengo un uso para él.