26

El Dry Martini era un hotel en los límites del distrito de juego más antiguo de la ciudad. Dos señoras estaban jugando a la canasta con dinero en un vestíbulo con aspecto de nudoso cajón de pino. El empleado del escritorio era un hombre gordo con chaqueta de rayón. Su cara roja tenía fija la expresión permanentemente jovial que la gente espera en los hombres gordos.

—¿En qué puedo servirle?

—Tengo una cita con la señorita Campbell.

—Mucho me temo que la señorita Campbell no haya llegado aún.

—¿A qué hora salió?

Entrelazó las manos sobre su vientre y giró los pulgares.

—Vamos a ver, empecé mi turno a medianoche, ella entró alrededor de una hora después, se quedó el tiempo suficiente como para cambiarse el vestido y salió de nuevo. No puede haber sido mucho después de la una.

—Se fija siempre tanto.

—En un bomba como ella, sí me fijo —la punta de su lengua se asomó entre sus dientes, que tenían mucho de plástico.

—¿Había alguien con ella al ir o venir?

—No. Vino y se fue sola. Es amigo de ella, ¿eh?

—Sí.

—¿Conoce a su marido? ¿Un tipo grandote de pelo rojizo?

—Lo conozco.

—¿De qué va? Entró aquí a mitad de la noche, hecho un basilisco. Tenía ronchas en la cara, sangre en el pelo y hablaba una cháchara de loco. Se le había metido en la cabeza que su mujer tenía problemas y que yo tenía algo que ver con ella. Porfiaba que yo sabía dónde estaba. Me costó un trabajo de mil demonios quitármelo de encima.

Miré mi reloj.

—Después de todo podría tener problemas. Hace once horas que salió.

—No le dé importancia. Algunas se quedan en la ciudad veinticuatro horas o treinta y seis cada vez. Tal vez haya tenido una buena racha y la esté siguiendo. O tal vez tuviera una cita. Alguien debe haber dado una paliza al marido. Porque es el marido, ¿no?

—Sí, lo es y varias personas le han pegado. Tiene la costumbre de abrirse camino con el mentón. En este momento está en el hospital y estoy tratando de encontrarla para llevársela.

—¿Detective privado?

Asentí.

—¿Tiene alguna idea de dónde puede haber ido?

—Quizá pueda averiguarlo, si es importante —me miró de arriba abajo midiendo el valor de mi ropa y el contenido de mi cartera—. Me costará algo.

—¿Cuánto?

—¿Veinte? —era una pregunta.

—¡Epa! No lo estoy comprando.

—Muy bien, diez —dijo rápidamente—. Es mejor que dejarse tapar un ojo con una zanahoria.

Tomó el billete y se fue contoneándose al cuarto del fondo, desde donde lo oí hablar por teléfono con alguien llamado Rudy. Volvió con expresión de estar satisfecho de sí mismo.

—Pedí un taxi para ella anoche y acabo de hablar con el que lo mandó. Va a enviar al conductor que atendió la llamada.

—¿Cuánto me va a costar?

—Eso está entre usted y él.

Esperé detrás del cristal de la puerta principal, observando el tránsito del mediodía. Procedía de todos los estados de la Unión, pero la mayoría de las matrículas eran de California del Sur. Este pueblo de carnaval era en realidad el suburbio más alejado de Los Ángeles.

Un taxi amarillo y estropeado se desprendió de la corriente que iba hacia el oeste y se acercó al bordillo. El conductor se bajó y empezó a cruzar la acera. No era viejo, pero tenía la cara marchita y la pose de un sabueso alimentado demasiado tiempo con sobras. Salí.

—¿Es el señor que está interesado en la rubia?

—Soy yo.

—No deberíamos dar información sobre nuestros pasajeros. Salvo que sea oficial…

—¿Un billete de diez es lo bastante oficial?

Se puso en posición de firme y parodió un saludo.

—¿Qué quería saber?

—¿A qué hora la recogió?

—Una y quince. Lo anoté en mi cuaderno.

—¿Y dónde la dejó?

Me dirigió una sonrisa desde sus dientes amarillos y se echó hacia atrás la gorra de visera, que quedó colgando casi verticalmente de la punta posterior de su cráneo.

—No me meta prisa. Primero veamos el color de su dinero.

Le pagué.

—La dejé en la calle —dijo—. No me gustó hacerlo a esa hora de la noche, pero supongo que sabría lo que estaba haciendo.

—¿Dónde fue eso?

—Un poco más allá del Strip. Si quiere le puedo enseñar el sitio. Es un viaje de dos dólares.

Abrió la puerta trasera del taxi y subí. Según su tarjeta de identificación, se llamaba Charles Meyer. Me contó sus cuitas mientras pasábamos por delante de las fachadas de estilo Disney moderno, donde los nombres de Hollywood y de Times Square eran señuelos para los millonarios anónimos. Charles Meyer tenía muchos problemas. La bebida había sido su perdición. Las mujeres le habían estropeado la vida. El juego lo había arruinado. Me contó esto es un insistente lamento monótono.

—Hace tres meses que estoy trabajando en este maldito poblado tratando de ganar bastante para comprarme un poco de ropa y un cacharro, y largarme de aquí. La semana pasada creí que lo había conseguido: doscientos treinta dólares y las deudas saldadas. Así que fui a la farmacia a comprar la insulina y me dieron la vuelta en monedas de plata, dos dólares y una de cuatro centavos y por gusto las metí en las máquinas, porque iba a ser la última vez —cloqueó—. Ahí se fueron los doscientos treinta. Me llevó poco más de tres horas perderlos. Trabajo rápido.

—Podía comprarse un billete de autobús.

—No, señor. Me quedo aquí hasta que consiga un auto, uno de postguerra como el que perdí y ropa decente. No voy a volver a Dago con la cola entre las piernas como un vago.

Pasamos varios edificios en construcción, con carteles que los identificaban como hoteles-clubs adicionales con nombres exóticos. Uno de ellos era el Casbah de Simon Graff. Sus cercas se levantaban al borde del desierto como armazones para que la gente construyera sus sueños sobre ellos.

El Strip degeneró en una larga línea de moteles que parecían aferrados a los flecos del glamour. Charles Meyer retomó la calle y se detuvo delante de uno de ellos, el Fiesta Motor Court. Apoyó su cara de sabueso en el respaldo del asiento.

—Aquí la dejé.

—¿Alguien la esperaba?

—No que yo viera. Estaba sola en la calle cuando me fui.

—¿Pero había tránsito?

—Claro. Siempre hay algo de tránsito.

—¿Parecía estar buscando a alguien?

—¿Cómo puedo saberlo? Lo que hacía no parecía lógico, estaba medio confundida.

—¿Cómo confundida?

—Ya sabe. Alterada. Histérica. No me gustó dejarla así sola, pero me dijo que me largara. Y me largué.

—¿Qué ropa llevaba?

—Vestido rojo, abrigo de tela oscura, sin sombrero. Una cosa más: tenía tacones realmente altos. En ese momento pensé que no llegaría muy lejos con ellos.

—¿Hacia qué lado se fue?

—Hacia ningún lado, se quedó ahí parada junto al bordillo mientras la pude ver. ¿Quiere regresar al Martini ahora?

—Espere unos minutos.

—Muy bien, pero dejo el taxímetro en marcha.

El propietario del Fiesta Motor Court estaba sentado ante una mesa con sombrilla en el pequeño patio junto a su oficina. Estaba fumando una pipa y abanicándose con una hoja de palmera deshilachada. Parecía un macedonio feliz o un armenio desilusionado. Al fondo, varias jóvenes de ojos oscuros, que podían haber sido sus hijas, entraban y salían de las casitas empujando carritos de ropa blanca.

No, no había visto a la joven de vestido rojo. No había visto nada después de las once y treinta; había colocado su cartel de completo a las once y veinticinco y se había ido directamente a la cama. Mientras me alejaba comenzó a ladrarle órdenes a una de las jóvenes de ojos oscuros, como para enseñarme con el ejemplo cómo debía hacer para mantener a mis mujeres alejadas de los líos.

El Colonial Inn, al lado, tenía una pequeña oficina ordenada, presidida por un hombrecillo prolijo de bigote recortado y acento nor-noreste con sobretonos asmáticos. No, no se había fijado en la joven en cuestión, pues tenía cosas más importantes que responder preguntas sobre las esposas de los demás.

Yendo hacia el centro, con el silo de neón apagado del Flamingo, probé en el Bar-X Tourist Ranch, en el Wellcome Traveller y en el Oasis. Recibí respuestas diferentes, todas negativas. Charles Meyer me seguía en su taxi, con muchas sonrisas y cabeceos.

El Rancho Eldorado era una doble hilera de gallineros color pastel, festoneados de tubos de neón. No había nadie en la oficina. Llamé hasta que obtuve respuesta, porque estaba cerca de la calle y en una esquina. Una mujer abrió la puerta y me deslizó una mirada por su nariz larga y marcada por antiguos cráteres de acné. Sus ojos eran negros y pequeños y su pelo estaba sujeto en anillos. Era tan fea que sentí lástima por ella. Era prácticamente un insulto darle la descripción de una rubia hermosa de vestido rojo.

—Sí —dijo—. La vi —sus ojos negros chispearon con malicia—. Anoche estuvo parada en la esquina durante diez o doce minutos. No me hago juez de la otra gente, pero me fastidió verla allí pavoneándose y haciendo todo lo posible para que la levantaran. Me doy cuenta cuando una chica está tratando de que la levanten. ¡Pero no le dio resultado! —su voz nasal sonaba triunfante—. Los hombres de ahora no se dejan atrapar tan fácilmente como antes y nadie se detuvo.

—¿Qué le hizo?

—Nada. No me gustó la manera como se pavoneaba bajo la luz, en mi esquina. Esta clase de cosas es perjudicial para mi negocio. Este es un motel familiar. Así que por fin salí a la puerta y le dije que se fuera. Lo hice con muy finos modales. Simplemente le dije con toda calma que se fuera a ofrecer su mercancía a otra parte —su boca se cerró, alargándose hasta una línea horizontal con ángulos rectos en los extremos—. ¿Es amiga suya, supongo?

—No. Soy detective.

Su rostro se iluminó.

—Ya veo. Bueno, la vi entrar al Dewdrop Inn, que queda dos casas más allá. Ya es hora de que alguien limpie ese antro de perdición. ¿La busca por algún crimen?

—Pulcritud en tercer grado.

Se quedó masticando esto como un camello y me cerró la puerta en la cara. El Dewdrop Inn era una estropeada pared de revoque con persianas vencidas y puertas que necesitaban pintura. La puerta de la oficina la abrió una mujer que se sujetaba un sucio albornoz alrededor de la cintura. Tenía el pelo rojo y crespo. Su piel había sido quemada por una lámpara solar, salvo donde el descuidado pecho resplandecía de blancura en la V de su bata. Aceptó y devolvió mi mirada descendente, permitiendo que la V y la puerta se abrieran algo más.

—Estoy buscando una mujer.

—¡Qué feliz coincidencia! Estoy buscando un hombre. Sólo que es un poco temprano para mí. Todavía estoy un poco alegre de anoche.

Bostezó, cerrando su puño y estirando el otro brazo verticalmente sobre su cabeza. Su aliento era una mezcla de gin y fermentada femineidad. Sus pies descalzos eran de un blanco sucio.

—Entre, no me lo voy a comer.

Subí a la oficina. Se apoyó contra el marco de la puerta de manera que la rocé desde el hombro hasta la rodilla. No estaba realmente interesada; sólo quería mantenerse en forma.

La habitación estaba sucia y desordenada. Había un par de copas manchadas de lápiz de labios sobre el escritorio y revistas de secretos femeninos diseminadas por el piso.

—¿Gran juerga la de anoche? —dije.

—¡Oh, seguro que sí! Gran farra. Tomar copetines hasta las cuatro, y despertarse a las seis y no poderse volver a dormir. La alegría del divorcio. La cosa es como la cuentan.

Me preparé para otra historia de la vida. Algo en mi cara, tal vez cierta mirada crédula, debía invitarlas. Pero me perdonó:

—Muy bien, amigo, no le demos largas al asunto. Está buscando a la nena del vestido rojo.

—Es muy despierta.

—Sí. Bueno, no está aquí. No sé dónde está. ¿Es una pistolero, o qué?

—Esa es una pregunta divertida.

—Seguro que sí, explosiva. Tiene una pistola en la sobaquera, y no es Davy Crockett.

—Está destrozando mis ilusiones.

Me dirigió una mirada dura y turbia. Sus ojos parecían muestras de mineral, malaquita o sulfato de cobre, cubiertos del polvo que almacenaron en alguna repisa olvidada.

—Vamos, ¿qué es lo que está pasando? La chica dijo que los pistoleros iban tras de ella. No es uno de ellos, ¿verdad?

—Soy detective privado. Su marido me contrató para que la encontrara —de pronto me di cuenta de que había vuelto a mi punto de partida, veintiocho horas más tarde y en otro Estado. Me parecían veintiocho días.

La mujer estaba diciendo:

—Se la encuentra y, ¿él qué piensa hacer con ella?, ¿darle una paliza?

—Cuidarla. Lo necesita.

—Podría ser. ¿Lo de los pistoleros eran cuentos chinos? Quiero decir, ¿estaba mintiendo?

—No lo creo. ¿Mencionó algún nombre?

Asintió con la cabeza.

—Uno. Carl Stern.

—¿Lo conoce?

—Sí. El diario El Sol desenterró su historia y la desparramó en la primera plana en el otoño pasado, cuando él pidió la licencia de juego. ¿No será el marido?

—Su marido es un buen muchacho de Toronto, George Wall. Unos amigos de Stern lo mandaron al hospital. Quiero llegar a su esposa antes de que ellos la maten.

—¿No me está cargando?

—Lo digo en serio.

—¿Qué le hizo ella a Stern?

—Eso es lo que quiero preguntarle. ¿Dónde está ahora?

Nuevamente me dirigió la mirada mineral.

—A ver su licencia. No es porque tenga mucho valor. El tipo que me consiguió el divorcio era detective particular con licencia y era el sinvergüenza más grande que he conocido.

—Yo no lo soy —dije con la imprescindible sonrisa—, y le enseñaré mi licencia.

Levantó la vista bruscamente.

—¿Su nombre es Archer?

—Sí.

—¿Es una extraña casualidad o qué? Ella trató de llamarlo anoche, persona a persona. Me golpeó la puerta a eso de las dos, bastante pálida y temblando, y me pidió que le dejara usar el teléfono. Le pregunté qué problema tenía. Rompió a llorar y me dijo que los pistoleros la seguían o que lo harían pronto. Quería llamar al aeropuerto, tomar un avión y largarse rápido de aquí. Le pedí la comunicación pero no pude conseguirle un vuelo hasta esta mañana. Entonces trató de llamarlo

—¿Para qué?

—No me lo dijo. Si es amigo de ella, ¿por qué no me lo dijo? ¿Es amigo de Rina Campbell?

—¿Quién?

—Rina Campbell, la chica de quien estamos hablando.

No me repuse demasiado fácilmente.

—Creo que sí. ¿Está todavía aquí?

—Le di un nembutal y la metí en la cama. Todavía no ha dicho ni pío. Probablemente siga durmiendo, pobre tesoro.

—Quiero verla.

—Sí. Lo ha dicho bien claro. Sólo que éste es un país libre y si ella no quiere verlo, no tiene derecho a obligarla.

—No pienso darle órdenes.

—Mejor que no lo haga. Si trata de hacerle la menor cosa, le pego un tiro personalmente.

—La quiere, ¿no?

—¿Y por qué no? Es de veras una buena chica, de las mejores. No me importa lo que haya hecho.

—Usted está haciendo algo bueno.

—¿Sí? Lo dudo. En un tiempo tuve algo de buena, cuando tenía la edad de Rina. Traté de conservar algo para una emergencia. Si uno no puede dar algo de cariño en este mundo, tanto daría ser un topo en un agujero.

—¿Cómo dijo que se llamaba?

—No lo dije. Me llamo Carol, señora Carol Busch —me tendió una mano roja, fea—. Recuerde que si cambió de idea y no lo quiere ver, usted se larga.

Abrió una puerta interior y la cerró firmemente. Me fui fuera, desde donde podía vigilar las salidas. Charles Meyer estaba esperando en su taxi.

—¡Hola! ¿Tuvo suerte?

—Nada de suerte. Abandono. ¿Cuánto le debo?

Se inclinó de lado para mirar el taxímetro.

—Tres setenta y cinco. ¿No quiere que lo lleve al centro? Le cobro la mitad.

—Andaré. Necesito ejercicio.

Su mirada era triste y canina. Sabía que estaba mintiendo y sabía la razón: no tenía confianza en él. La señora Carol Busch me llamó desde la puerta del apartamento adjunto a la oficina.

—Bueno, está levantada, quiere hablar con usted.