25

La encargada de contestar mis llamadas telefónicas me despertó a las siete y media.

—¡Levántese y brille, señor Archer!

—¿Tengo que estar brillante? Me siento más bien opaco. Hace sólo una hora que me acosté.

—Yo aún no me he acostado. Y, después de todo, usted podía haber cancelado sus órdenes.

—Desde ahora quedan canceladas para siempre —estaba en uno de esos estados de ánimo agotados y volubles cuando todo parece de risa o de llanto, según la posición en que uno tenga la cabeza—. Ahora cuelgue ese maldito teléfono y déjeme seguir durmiendo. Este es un castigo cruel y poco común.

—Caramba. ¡Tiene un espléndido ánimo esta mañana! —su instinto de secretaria se hizo cargo—. Espere, no cuelgue. Hay un par de llamadas de Las Vegas. La primera a la una y cuarenta, una joven que parecía ansiosa de hablar con usted, pero no quiso dar su nombre. Dijo que volvería a llamar pero no lo ha hecho. ¿Entendido? La segunda a las tres y quince, el doctor Anthony Reeves, médico interino del Memorial Hospital, dijo que llamaba de parte de un paciente llamado George Wall, a quien recogieron en el aeropuerto con heridas en la cabeza.

—¿En el aeropuerto de Las Vegas?

—Sí. ¿Significa algo para usted?

Significaba una oleada de alivio, pero en seguida me di cuenta de que tendría que arrastrarme hasta el Aeropuerto Internacional y subir a un avión.

—Resérveme un billete, por favor, Vera.

—¿Primer avión a Las Vegas?

—Exacto.

—Una llamada más, ayer por la tarde. Un hombre llamado Mercero de la Patrulla de Carreteras, dijo que el Jaguar estaba registrado bajo el nombre de Lance Leonard. ¿Es el actor que mataron a tiros anoche?

—Viene en los diarios de la mañana, ¿eh?

—Es probable. Lo oí por radio.

—¿Qué más oyó?

—Eso era todo. Era sólo un programa de noticias cortas.

—No —dije—. No era el mismo. ¿Cuál me dijo que era el nombre?

—No lo recuerdo —esa mujer era una joya.

Poco antes de las diez estaba hablando con el doctor Anthony Reeves en su habitación del hospital de Nevada del Sur. Había hecho la guardia nocturna de emergencia y había hecho a George un examen preliminar cuando éste había sido internado por los hombres del sheriff. Lo habían hallado deambulando por el aeropuerto de McCerran en estado de confusión. Tenía un pómulo fracturado, una probable conmoción cerebral y tal vez fractura de cráneo. George necesitaba reposo absoluto una semana como mínimo y probablemente quedaría internado durante un mes. No podía recibir visitas. Era inútil discutir con el joven Reeves. La manteca no se hubiera derretido en su boca.

Fui en busca de una enfermera más sensible y finalmente encontré a una pequeña pelirroja rechoncha, con el gorro del Hospital General de Los Ángeles, que se dejó impresionar por una vieja chapa de Delegado Especial que yo llevaba y me llevó a una habitación semiprivada, que tenía un aviso de Prohibidas las visitas en la puerta. George era el único ocupante y estaba durmiendo. Le prometí no despertarlo.

Las persianas estaban herméticamente cerradas y no había luz encendida en el cuarto. Estaba tan oscuro que apenas podía distinguir la blanca cabeza vendada de George sobre la almohada. Me senté en un sillón entre su cama y la otra vacía y escuché el susurro de su respiración. Era lenta y regular. Transcurrido un rato casi me dormí.

Me sacudió un grito de dolor. Al principio creí que provenía de George, pero era de un hombre al otro lado de la pared. Gritó fuertemente otra vez.

George se movió, gimió y se incorporó, llevándose ambas manos a su cara semi-momificada. Se balanceó amenazando con caerse de la cama. Lo retuve por los hombros.

—Tranquilo, muchacho.

—Déjeme ir. ¿Quién es usted?

—Archer —dije—. El Florence Nightingale de los pobres.

—¿Pero qué pasó? ¿Por qué no puedo ver?

—Se ha bajado las vendas sobre los ojos. Además está oscuro.

—¿Dónde estoy? ¿En la cárcel? ¿Estoy en la cárcel?

—Está en el hospital. ¿No recuerda haberle pedido al doctor Reeves que me llamara a larga distancia?

—Creo que no lo recuerdo. ¿Qué hora es?

—Es sábado por la mañana, casi mediodía.

Esta información lo impresionó. Se quedó acostado y quieto durante un rato y luego dijo en tono intrigado:

—Parece que he perdido un día.

—Tranquilícese. No querrá volver atrás.

—¿Hice algo malo?

—No sé lo que hizo. Hace demasiadas preguntas, George.

—Me está engañando, ¿no es así? —la turbación se espesó en su garganta como una flema—. Supongo que me porté como un burro.

—La mayoría de nosotros lo hace de vez en cuando. Pero siga creyéndolo.

Buscó a tientas el interruptor de la luz en la cabecera del lecho y una vez hallado, lo pulsó. Tocándose las vendas de la cara, me atisbó por unas angostas ranuras entre ellas. Sus labios hinchados estaban secos y resquebrajados debajo de las vendas. Dijo con una especie de respeto en la voz:

—El pequeño campeón en pijama… ¿Fue quién me hizo esto?

—En parte. ¿Cuándo lo vio por última vez, George?

—Debería saberlo, puesto que estaba conmigo. ¿Qué quiso decir con eso de «en parte»?

—Tuvo algo de ayuda.

—¿Ayuda de quién?

—¿No lo recuerda?

—Recuerdo algo —parecía infantilmente inseguro. El impacto físico y moral había rebajado su ego—. Debe haber sido una pesadilla. Es como una mezcla de viejas películas pasando por mi cabeza. Solo que estaba allí. Un hombre con una pistola me perseguía. La escena cambiaba continuamente… No puede haber sido real.

—Era real. Tomó parte en una pelea con los guardianes de la compañía en el estudio de Simon Graff. El nombre de Simon Graff, ¿significa algo para usted?

—Sí. Estaba en la cama en una casa pobretona en Los Ángeles, y alguien que hablaba por teléfono mencionó ese nombre. Me levanté, llamé un taxi y le pedí al conductor que me llevara a ver a Simon Graff.

—Era yo, George. Es mi casa.

—¿Estuve en su casa?

—Ayer —su memoria parecía estar funcionando de modo muy conveniente. No dudaba de su sinceridad, pero estaba irritado.

—También recogió un pobre traje mío de color gris oscuro que me había costado uno-dos-cinco.

—¿Sí? Lo siento.

—Lo va a sentir más cuando reciba la cuenta. Pero olvídelo. ¿Cómo llegó desde el estudio Graff hasta Las Vegas? ¿Y qué ha estado haciendo desde entonces?

La mente, detrás de sus ojos inyectados en sangre, andaba a tientas en un limbo oscuro.

—Creo que vine en avión. ¿Tiene sentido?

—Tanto como lo demás. ¿Avión de pasajeros o particular?

Luego de una larga pausa dijo:

—Debe de haber sido particular. Sólo éramos dos, yo y otro tipo. Creo que era el mismo que me persiguió con la pistola. Me dijo que Hester estaba en peligro y necesitaba mi ayuda. Me desmayé, o algo así. Después iba andando por una calle con muchas luces que me encandilaban. Entré en el hotel donde se suponía que estaba ella, pero se había ido y el empleado no me quiso decir dónde.

—¿Qué hotel?

—No estoy seguro. El cartel tenía forma de una copa de vino. O de una copa de Martini. ¿El Dry Martini? ¿Le parece posible?

—Hay uno en la ciudad. ¿Cuándo estuvo allí?

—En algún momento de la noche. Había perdido la noción del tiempo. Debo haber pasado el resto de la noche buscándola. Vi una gran cantidad de chicas que se parecían a ella, pero siempre resultaban ser otra persona. Todo el tiempo me estaba desmayando y volviendo en mí en otro sitio. Era horrible. Me tomaban por un borracho. Hasta el agente creyó que estaba borracho.

—Olvídelo, George. Ya pasó todo.

—No lo olvidaré. Hester está en peligro, ¿no es así?

—Puede ser. No lo sé. Olvídela también. ¿Por qué no lo hace? Enamórese de la enfermera o algo así. Con un promedio de triunfos y derrotas como el suyo le convendría casarse con una enfermera. Y, a propósito, será mejor que se acueste o la enfermera nos matará a los dos.

En vez de acostarse se sentó más erguido, con los hombros arqueados bajo la bata de hospital. Entre los vendajes, sus ojos rojos estaban fijos en mi cara.

—Algo le ha pasado a Hester. Está tratando de impedirme que lo sepa.

—No sea chiflado, muchacho. Tranquilícese. Ya ha provocado bastantes líos.

—Si no quiere ayudarme, me levanto y me marcho de aquí. Alguien tiene que hacer algo.

—No llegará muy lejos.

Por toda respuesta se quitó las sábanas, pasó las piernas sobre el borde de la alta cama, tocó el suelo con los pies descalzos y se puso de pie tambaleándose. Luego cayó hacia delante, sobre las rodillas, con la cabeza suelta y floja como la de un ciervo muerto. Lo icé de nuevo sobre la cama. Se quedó inerte, respirando rápida y suavemente.

Apreté el timbre de llamada a la enfermera y me crucé con ella al salir.