Tendría que haberlo manejado mejor. Me encaminé hacia el final de la piscina, el último de la fiesta, sintiendo ese decaimiento del corazón en la madrugada, cuando la sangre corre lenta y fríamente. La niebla había empezado a alejarme mar adentro. Se volvía espuma para volcarse como una lenta catarata hacia el oeste oscuro. Manchas de mármol negro se traslucían aquí y allá.
Seguramente lo había visto y sabía lo que era antes de tomar conciencia de ello. Era un pedazo de madera negra, con un nudo de raíz en un extremo, que flotaba en el agua poco profunda cercana a la orilla. Se acercaba despacio e irregularmente, impulsado por una serie de olas rompientes. Las ramas eran demasiado flexibles para el tronco. Una ola lo encajó en la arena mojada y morena. Era un hombre de abrigo oscuro con cinturón tendido boca arriba.
El portón de la cerca estaba cerrado con candado. Levanté un cartel que decía NO CORRER, cuya base era de pesado hormigón y lo golpeé contra el candado. El portón se abrió de golpe. Bajé los escalones de cemento y di la vuelta a Carl Stern. Su frente estaba profundamente hundida donde había golpeado o había sido golpeada con un objeto duro. La herida de su garganta se abría como una boca sin dientes que gritara en silencio.
Me dirigí hacia el automóvil, recordando de mis días de buceador que había una corriente hacia el sur a lo largo de esta costa, de un kilómetro y medio por hora. A poco menos de cinco kilómetros hacia el norte del Channel Club, un mirador pavimentado para contemplar el paisaje sobresalía de la carretera hasta el borde cercano de unos riscos que se proyectaba sobre el mar. El Sedan alquilado de Stern estaba estacionado con su pesado frente cromado junto a la cerca de cable. Había salpicaduras de sangre en el parabrisas, el tablero y el asiento delantero. Y manchas de sangre en la hoja del cuchillo que yacía sobre la alfombra. Parecía el propio cuchillo de Stern.
No me metí en nada. No quería tener nada que ver con la muerte de Stern. Me fui a casa con el piloto automático y me acosté.
Soñé con un hombre que vivía solo en un paisaje de piedras derruidas. Pasaba gran parte de su tiempo tratando sin mucho éxito de reconstruir en su mente los monumentos y los edificios de los cuales las piedras diseminadas eran el último vestigio. Vagamente recordaba alguna tradición oral sobre que allí se había levantado una vez una ciudad. Y una tradición más vaga aún; o quizá un sueño dentro del sueño: que la gente que había construido la ciudad o sus descendientes, volverían alguna vez para reconstruirla. Quería estar allí cuando se llevara a cabo esa tarea.