22

El aire se estaba volviendo fresco. Del bar aún brotaban risas y otros sonidos de fiesta, pero la música en el patio había cesado. Un auto trepó hacia la carretera y luego otro. La fiesta estaba terminando.

Había luz en la habitación del vigilante de la piscina, al final de la hilera de cabañas. Me asomé. El joven negro estaba sentado, leyendo un libro. Lo cerró al verme y se puso de pie. El título del libro era Elementos de Sociología.

—Lee tarde.

—Mejor tarde que nunca.

—¿Qué hace con Bassett cuando se pasa al otro lado?

—¿Se pasó otra vez?

—En el suelo de su oficina. ¿Tiene una cama por ahí?

—Sí. En el cuarto del fondo —puso cara de resignación—. Supongo que será mejor que lo meta en ella, ¿no?

—¿Necesita ayuda?

—No, gracias. Puedo arreglarme solo, tengo bastante práctica —me sonrió menos automáticamente que antes—. ¿Es amigo de Bassett?

—No exactamente.

—¿Le han dado algún trabajo?

—Podría decirse que sí.

—¿Trabaja aquí, en el club?

—En parte.

Era demasiado educado para preguntarme cuáles eran mis obligaciones.

—Hagamos una cosa, mientras meto en cama al señor Bassett, se queda por aquí y le haré una taza de café.

—Me vendría bien una taza de café. A propósito, me llamo Lew Archer.

—Joseph Tobias —su apretón era de los que pueden doblar una herradura—. Un nombre algo raro, ¿verdad? Puede esperarme aquí si quiere.

Se alejó corriendo. El depósito estaba atiborrado de sombrillas cerradas, sillas de tijera apiladas, flotadores de plástico desinflados y pelotas de playa. Armé una de las sillas de tijera y me senté. El cansancio me venció como pentotal. Casi inmediatamente me quedé dormido.

Cuando me desperté, Tobias estaba de pie a mi lado. Había descubierto un tablero de luces en la pared. Movió una serie de interruptores y la noche que centelleaba más allá de la puerta abierta se tomó gris antracita. Se volvió y vio que estaba despierto.

—No quise despertarlo. Parecía cansado.

—¿No se cansa nunca?

—No. Por alguna razón nunca me canso. La única vez en mi vida fue en Corea. Allí sí estaba muerto de cansancio, empujando un jeep en ese barro blando que tienen allí. ¿Quiere el café ahora?

—Lléveme a él…

Me guió hasta una habitación iluminada, de paredes blancas, donde ponía Snack Bar sobre la puerta. Detrás del mostrador, el agua de una cafetera de cristal hervía a borbotones. Un reloj eléctrico en la pared le daba mordiscos espasmódicos al tiempo. Eran las cuatro menos cuarto.

Me senté en uno de los taburetes tapizados del mostrador. Tobias saltó sobre éste y aterrizó frente a mí con expresión inmutable.

—Chuchulain, El Sabueso del Ulster —dijo sorprendentemente—. Cuando Chuchulain estaba cansado y agotado de luchar en las batallas se iba a la orilla del río a hacer ejercicio. Esa era su manera de descansar. Puse la sartén al fuego por si queríamos huevos. Personalmente me vendrían bien dos o tres.

—A mí también.

—¿Tres?

—Tres.

—¿Qué le parece un poco de jugo de tomate, para empezar? Clarifica el paladar.

—Excelente.

Abrió una lata grande y sirvió dos vasos de jugo de tomate. Levanté mi vaso y lo miré. A la luz fluorescente el jugo era espeso y rojo oscuro.

—¿Le pasa algo al jugo?

—Me parece que está bien —dije sin mucho convencimiento. El muchacho estaba azarado por ese fallo de su hospitalidad.

—¿Qué es? ¿Hay algo en el jugo? —se apoyó sobre el mostrador, con el entrecejo fruncido de preocupación—. Acabo de abrir la lata, así que si tiene algo lo trae de la envasadora. Algunas de estas grandes compañías creen que pueden llegar hasta el crimen, especialmente ahora que estamos gobernados por comerciantes. Abriré otra lata.

—No se moleste.

Tragué el líquido rojo. Sabía a jugo de tomate.

—¿Está bien?

—Está muy bueno.

—Por un momento tuve miedo de que algo no anduviera bien.

—No había nada que no anduviera bien. Era yo el que no andaba bien.

Sacó seis huevos de la nevera y los rompió sobre la sartén. Chisporrotearon alegremente, poniéndose blancos en los bordes. Tobias dijo por encima del hombro:

—Eso no cambia lo que dije sobre las grandes compañías. La producción en masa y el gran mercado dan algunos beneficios sociales, pero por su mismo tamaño tienden a ir en contra del elemento humano. Hemos llegado a un punto en el cual tendríamos que tener en cuenta el costo humano. ¿Cómo le gustan los huevos?

—Muy hechos.

—Así van a estar —los dio la vuelta con una espátula y puso pan en las cuatro ranuras del tostador.

—¿Quiere ponerle usted la manteca o quiere que lo haga yo? Tengo un pincel para la manteca. Personalmente, lo prefiero.

—Póngamela usted.

—Cómo no. Y ahora, ¿cómo le gusta el café?

—A esta hora de la mañana, negro. Es un servicio de primera.

—Tratamos de cumplir lo mejor posible. Trabajaba aquí en el bar, antes de ser vigilante de la piscina. Con esto no gano más, pero me deja más tiempo para estudiar.

—¿Es estudiante, entonces?

—Así es —repartió los huevos y sirvió el café—. Estoy seguro de que está sorprendido por la facilidad que tengo para expresarme.

—Me ha quitado las palabras de la boca.

Irradiaba satisfacción y dio un mordisco a la tostada. Después de masticarlo y tragarlo, dijo:

—Generalmente no dejo fluir el idioma por estos lugares. A la gente, cuanto más rica es, más le desagrada oír a un negro expresarse en términos correctos. Creo que les parece inútil ser ricos si no se pueden sentir superiores a alguien. Estudié inglés a nivel secundario, pero si hablara así, perdería mi empleo. La gente es muy sensible.

—¿Va a la U.C.L.A.?[1]

—Al Junior College. Estoy trabajando para pagarme los estudios en U.C.L.A. Diablos —dijo—, sólo tengo veinticinco años. Tengo mucho tiempo por delante. Estaría mucho más adelantado si hubiera empezado antes. El enganche en el ejército me hizo despertar de mi complacencia de ser irracional —hizo rodar amorosamente la grasa por su lengua—. Me desperté una noche en una colina helada, regresando de Yalu. Y de pronto se me ocurrió. ¡Zas! Y no sabía de qué se trataba.

—¿La guerra?

—Todo. La guerra y la paz. Los valores en la vida —se metió un bocado de huevo en la boca y lo masticó mientras me miraba con franqueza—. Comprendí que no sabía quién era yo. Usaba una especie de máscara, sabe, sobre la cara y sobre la mente, una especie de máscara negra y las cosas llegaron al punto en que no sabía quién era. Decidí que, si podía, tenía que descubrirlo y ser un hombre. ¿Suena como una cosa disparatada que una persona como yo decidiera hacer eso?

—Me parece razonable.

—Entonces a mí también me pareció así. Y todavía hoy. ¿Otro café?

—Para mí no, gracias. Tómese otro.

—No, también soy hombre de una sola taza. Comparto su afición a lo moderado —sonrió al oír el sonido de las palabras.

—¿Qué piensa hacer más adelante?

—Enseñar. Enseñar y adiestrar.

—Es una buena vida.

—Seguro que sí. La estoy viendo de antemano —se detuvo, tomándose el tiempo para gozar de antemano—. Me encanta decirle cosas importantes a la gente. Especialmente a los chicos. Me encanta transmitir valores, ideas. ¿Qué hace, señor Archer?

—Soy detective privado.

Tobias parecía un poco desilusionado de mí.

—¿No es una vida algo aburrida? Quiero decir que no lo pone en contacto con muchas ideas. No es —agregó rápidamente por temor a haber herido mis sentimientos— porque sitúe las ideas sobre los otros valores. Las emociones. La acción. La acción honrada.

—Es una vida dura —dije—. Se ve a la gente desde el peor punto de vista. A propósito, ¿cómo está Bassett?

—Ajeno al mundo. Lo acosté. Duerme sin problemas y no me importa meterlo en la cama. Me trata bastante bien.

—¿Cuánto hace que trabaja aquí?

—Más de tres años. Comencé en el bar y cambié a vigilante de la piscina el penúltimo verano.

—Entonces aquí conoció a Gabrielle.

Contestó sin demostrar interés:

—La conocí, ya se lo dije.

—¿Cuándo la mataron?

Su rostro se cerró completamente. El brillo de sus ojos se retiró como algo veloz y tímido que huyera hacia su agujero.

—No sé dónde quiere llegar.

—Nada tiene que ver con usted. No se escurra, Joseph, sólo porque le hice un par de preguntas.

—No me estoy escurriendo —pero su voz era opaca y monótona—. He contestado las preguntas.

—¿Qué quiere decir?

—Sabe lo que quiero decir, si es detective. Cuando Gabrielle… Cuando la señorita Torres fue asesinada, fui el primero en ser detenido. Me llevaron a la oficina del sheriff y me interrogaron por turno, durante un día y la mitad de una noche.

Agachó la cabeza bajo el peso del recuerdo. Me dolía verlo perder su magnífico élan.

—¿Por qué lo eligieron?

—Por ningún motivo —levantó la mano y la hizo girar delante de sus ojos. En la luz fluorescente se la veía de un negro bruñido.

—¿No interrogaron a nadie más?

—Claro que sí, cuando les demostré que había estado en casa toda la noche. Se llevaron algunos borrachos y pervertidos que viven en los alrededores de Malibú y en Canyon y algunos vagabundos que pasaban por aquí. ¿Y le hicieron preguntas a la señorita Campbell?

—¿A Hester Campbell?

—Sí. Se creía que Gabrielle había pasado la noche con ella.

—¿Cómo lo sabe?

—Tony lo dijo.

—¿Dónde pasó realmente la noche?

—¿Cómo puedo saberlo?

—Pensé que podía tener alguna idea.

—Pensó mal entonces —su mirada, que me había estado evitando, regresó lentamente a mi cara—. ¿Está reabriendo el caso del asesinato? ¿Para eso lo contrató el señor Bassett?

—No exactamente. Comencé investigando otra cosa, pero me lleva inevitablemente a Gabrielle. ¿La conocía bien, Joseph?

Respondió cuidadosamente:

—Trabajábamos juntos. Los fines de semana tomaba los pedidos de sandwichs y bebidas alrededor de la piscina y en las cabañas. Era demasiado joven para servir las bebidas ella misma, así que lo hacía yo. La señorita Torres era una joven muy agradable para trabajar con ella. Me dolió ver lo que le ocurrió.

—¿Vio lo que le ocurrió?

—No quise decir eso. No vi lo que le pasó cuando ocurrió. Pero estaba aquí mismo, en este cuarto, cuando Tony regresó de la playa. Alguien le disparó, supongo que lo sabe, le disparó y la dejó tendida justamente debajo del club. Tony vivía en la orilla, a corta distancia de aquí. Esperaba que Gabrielle regresara hacia medianoche. Como no llegó, llamó por teléfono a casa de Campbell. Le dijeron que no la habían visto, así que salió a buscarla. La encontró por la mañana, con los balazos y las olas salpicando a su alrededor. Tenía que ayudar a la señora Lamb ese día y Tony vino aquí primero para decírselo.

Tobías se relamió los labios secos. Sus ojos miraban el pasado a través de mí.

—Se paró ahí mismo, delante del mostrador. Durante un largo rato no pudo decir ninguna palabra. No podía abrir la boca para decirle a la señora Lamb que Gabrielle estaba muerta. Sin embargo, ella se dio cuenta de que él necesitaba un consuelo. Dio la vuelta al mostrador y lo estrechó entre sus brazos, sosteniéndolo como a un niño. Entonces se lo dijo. La señora Lamb me mandó llamar a la Policía.

—¿La llamó usted mismo?

—Iba a hacerlo. Pero el señor Bassett estaba en su oficina. Él los llamó. Fui hasta el extremo de la piscina para atisbar por la cerca. Yacía allí en la arena, mirando el cielo. Tony la había arrastrado fuera del agua. Podía ver arena en sus ojos, quería ir allí abajo para quitarle la arena de los ojos, pero tenía miedo de hacerlo.

—¿Por qué?

—No estaba vestida. Parecía tan blanca. Tenía miedo de que vinieran, me sorprendieran allí y se les ocurriera pensar alguna locura de mí. Pero se les ocurrió igual. Me detuvieron esa misma mañana. En cierto modo lo estaba esperando.

—¿Lo estaba esperando?

—La gente tiene que echar la culpa a alguien. Hace trescientos años que nos están echando la culpa a nosotros. Supongo que me lo busqué. No tenía que haberme hecho… amistad con ella. Y encima de todo, para empeorar las cosas, tenía uno de sus aros en el bolsillo.

—¿Qué aro era ése?

—Un arito redondo, de nácar, que ella tenía. Tenía la forma de un salvavidas, con un agujero en medio y las letras U.S.S. Malibú grabadas. Lo peor del caso era que todavía… El otro aro todavía estaba en su oreja.

—¿Por qué tenía el aro?

—Lo había recogido —dijo— e iba a devolvérselo. Lo encontré cerca de la piscina —agregó un momento después.

—¿Esa misma mañana?

—Sí. Antes de enterarme de que estaba muerta. Ese Marfeld y los otros polis hicieron aspavientos por ello. Supongo que pensaron que les venía todo servido, hasta que pude demostrar mi coartada —hizo un sonido que era mitad bufido y mitad gemido—. ¡Como si hubiera tocado un pelo a Gabrielle para hacerle daño!

—¿Estaba enamorado de ella, Joseph?

—No dije eso.

—Sin embargo es cierto, ¿no?

Apoyó un codo en el mostrador y el mentón en la mano como para estabilizar sus pensamientos.

—Podía haber sido —admitió—, si hubiera tenido una oportunidad. Pero no había retribución. Sólo era medio latinoamericana y nunca me vio realmente como un ser humano.

—Ese podría ser un motivo de asesinato.

Observé su cara. Se alargó, pero no mostró ningún otro signo de emoción. Los planos de sus mejillas, sus labios gruesos, tenían el aspecto de una máscara tallada, apoyada en la palma de su mano.

—¿No la mató usted mismo, Joseph?

Hizo una mueca, pero no de sorpresa, sino como si hubiera tocado la cicatriz de una vieja herida.

—No dañaría un pelo de su cabeza, usted lo sabe.

—Muy bien. Déjelo pasar.

—No lo dejaré pasar. Retire lo dicho o váyase de aquí.

—Muy bien. Retiro lo dicho.

—Para empezar, no debería haberlo dicho. Era mi amiga. Creía que usted era mi amigo.

—Lo siento, Joseph. Tengo que hacer estas preguntas.

—¿Por qué tiene que hacerlas? ¿Quién lo manda? Debería tener cuidado cuando dice quién hizo qué por aquí. ¿Sabe lo que haría Tony Torres si pensara que maté a su chica?

—Matarlo.

—Eso es. Me amenazó con matarme cuando la Policía me soltó. A duras penas pude convencerlo de que no lo hiciera. Se le meten esas ideas fijas en la cabeza y se le quedan ahí como un abrojo. Todavía hay mucha violencia en él.

—Como en todos nosotros.

—Ya lo sé, señor Archer. Lo sé de mí mismo. Tony tiene más que la mayoría. Mató a un hombre con los puños una vez, cuando era joven.

—¿En el ring?

—No fue en el ring, pero no fue un accidente. Fue a causa de una mujer y lo hizo a propósito. Una noche me invitó a su cuarto, se emborrachó con moscatel y me lo contó todo.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace un par de meses. Supongo que en realidad lo estaba carcomiendo. La mujer era la madre de Gabrielle, sabe. Mató al hombre que andaba con ella y ella lo dejó. El otro tenía un cuchillo, así que el juez en Fresno lo declaró legítima defensa, pero Tony se echaba la culpa a sí mismo. Lo relacionó con Gabrielle; decía que lo que le había pasado a ella era un castigo de Dios para él. Tony es muy supersticioso.

—¿Conoce a su sobrino Lance?

—Lo conozco —la cara de Joseph describió su actitud. Era negativa—. Hace años, cuando comencé en el bar, él tenía el puesto que ahora tengo yo. Sé que ahora es un punto alto, aunque me cuesta creerlo. Era tan haragán que no hubiera podido conservar su puesto de vigilante si su tío no le hubiera hecho de suplente. Tony le hacía el trabajo sucio mientras Lance practicaba saltos de competición.

—¿Ahora qué piensa Tony de él?

Joseph se rascó el pelo apretado.

—Finalmente se ha dado cuenta de cómo es. Diría que casi lo odia.

—¿Lo bastante como para matarlo?

—¿Por qué habla tanto de matar, señor Archer? ¿Han matado a alguien?

—Se lo diré, si puede guardar un secreto.

—Puedo guardarlo.

—Cuídese de hacerlo. Su amigo Lance fue asesinado anoche.

No levantó la vista del mostrador.

—No era amigo mío. No significaba nada en mi vida.

—En la de Tony, sí.

Movió la cabeza lentamente, de un lado al otro.

—No debería haberle dicho lo de Tony. Hizo algo una vez, cuando era joven y chiflado. No volvería a hacer una cosa así. No mataría ni una pulga, salvo que lo estuviese picando.

—No se puede quedar bien con Dios y con el Diablo, Joseph. Antes me dijo que él odiaba a Lance.

—Dije que casi.

—¿Por qué lo odiaba?

—Tenía sus buenas razones.

—Cuénteme.

—No si lo va a usar contra Tony. Ese Lance no merecería limpiarle los zapatos a Tony.

—Usted mismo cree que Tony pudo haberlo hecho.

—No le estoy diciendo lo que pienso. No estoy pensando nada.

—Dijo que él tenía un buen motivo. ¿Cuál era?

—Gabrielle —le dijo al suelo—. Lance fue el primero con quien ella anduvo en la época en que aún era una colegiala. Me lo dijo ella. Él le enseñó a beber, de todas las maneras posibles. Si Tony mató a ese tipo le hizo un favor a la humanidad.

—Quizá, pero no a sí mismo. ¿Dice que Gabrielle le contó eso?

Asintió con la cabeza y su sombra negra y desesperanzada se movió con él.

—¿La conocía íntimamente?

—No, si está queriendo decir lo que me parece. Me trataba como si yo no tuviera sentimientos humanos. Solía torturarme contándome estas cosas… Las cosas que él le enseñaba a hacer —su voz estaba ahogada—. Supongo que no sabía que me estaba torturando. Simplemente ignoraba que yo tenía sentimientos.

—Tiene demasiados sentimientos.

—Sí. Así es. A veces estallan dentro de mí. Como la vez que me dijo lo que él quería que hiciera: quería que se fuera a Los Ángeles con él a vivir en un hotel y él le conseguiría citas con hombres. Esa vez se me saltaron los tapones y fui a ver a Tony. Fue cuando rompió con Lance, lo hizo despedir de aquí y lo echó a puntapiés de la casa.

—¿Gabrielle se fue con él?

—No, no se fue. Creía que estando libre de él, cambiaría. Pero resultó ser demasiado tarde. Ya estaba perdida.

—¿Qué le sucedió después?

—Escuche, señor Archer —dijo con voz estrangulada—. Podría meterme en líos. Espiar a los socios no es parte de mi trabajo.

—¿Qué es un empleo?

—No es el empleo en sí. Podría conseguirme otro. Quiero decir líos sucios.

—Lo siento. No quise asustarlo. Pensé que quería colaborar.