21

Nos dirigimos a su oficina a lo largo de la galería. Andaba con paso, de marcha, la espalda rígida y los hombros levantados. Sus movimientos parecían controlados por un sistema de presiones externas que lo ajustaban como un corsé.

Sacó vasos de su bar portátil y sirvió una medida generosa de whisky para mí y una más generosa para sí mismo. La botella no era la misma que había visto por la mañana y estaba casi vacía. Sin embargo, el largo día de tragos, como el paso de los años, le había sentado bien a Bassett en cierto modo. Había perdido su ostentoso amor propio y no estaba tratando de aparentar menos edad de la que tenía. El cráneo afilado era como una mascarilla mortuoria bajo la piel delgada de su cara.

—Este sí que fue un espectáculo —dije—. Creía que le tenía un poco de miedo a Graff.

—Le tengo miedo cuando estoy totalmente sobrio. Pertenece a la junta directiva, se podría decir que controla mi trabajo. Pero lo que un hombre puede soportar tiene sus límites. Es bastante maravilloso no sentir miedo, para variar.

—Espero que no se haya metido en un lío.

—No se preocupe por mí. Soy lo bastante grande como para cuidarme solo —me indicó una silla y se sentó tras su escritorio con su medio vaso de whisky puro en la mano. Al beber me contempló por encima del borde.

—¿Qué le trae por aquí? ¿Ha sucedido algo?

—Ha sucedido bastante. Vi a Hester esta noche.

Me miró como si hubiera dicho que había visto un fantasma.

—¿La vio? ¿Dónde?

—En su casa de Beverly Hills. Tuvimos una pequeña conversación que no nos llevó a ninguna parte…

—¿Esta noche?

—Alrededor de medianoche, sí.

—¡Entonces está viva!

—Salvo que le hayan conectado un circuito sonoro. ¿Creía que estaba muerta?

Tardó un rato en responder. Sus ojos estaban húmedos y vidriosos. Detrás de ellos algo oscuro le sucedía. Supuse que se sentía inmensamente aliviado.

—Tenía un miedo mortal de que estuviera muerta. Todo el día he estado temiendo que George Wall la matase.

—Eso es ridículo. Wall mismo ha desaparecido. Puede tener problemas. La gente de Graff puede haberlo matado —a Bassett no le interesaba Wall. Dio la vuelta alrededor del escritorio y puso una mano tensa sobre mi hombro—. ¿No me está mintiendo? ¿Está seguro de que Hester está bien?

—Estaba bien, físicamente, hace un par de horas. No sé qué pensar de ella. Tiene el aspecto y la manera de hablar de una buena chica, pero está complicada con la banda más despreciable del sudoeste. Por ejemplo, Carl Stern. ¿Qué piensa de ella, Bassett?

—No sé qué pensar. Nunca lo supe.

Se apoyó en el escritorio, apretó una mano contra su frente y acarició su larga cara de caballo. Sus párpados se levantaron lentamente. Podía ver el dolor sordo que asomaba por ellos.

—Le tiene cariño, ¿no?

—Mucho cariño. Me pregunto si puede comprender lo que siento por esa chica. Es lo que podría llamarse un cariño de tío. No hay nada…, nada carnal en ello. Conozco a Hester desde que era una criatura, y a su hermana también. Su padre era uno de nuestros socios y uno de mis más queridos amigos.

—¿Hace mucho tiempo que usted está aquí?

—Veinticinco años de gerente. Fui socio fundador del club. Originariamente éramos veinticinco. Cada uno de nosotros aportó cuarenta mil dólares.

—¿Usted puso cuarenta mil?

—Así es. Mamá y yo estábamos en bastante buena posición en esa época hasta que la crisis del veintinueve nos arruinó. Cuando pasó eso mis amigos del club me ofrecieron el puesto de gerente. Este es el primer y único empleo que he tenido.

—¿Qué le sucedió a Campbell?

—La bebida lo mató. Lo mismo que me está pasando a mí con un poco de retraso —sonriendo irónicamente, alzó su copa y la vació—. Su esposa era una mujer tonta, sin ningún sentido práctico. Vivía en Topanga Canyon después de la muerte de Raymond. Hice lo que pude por las niñas huérfanas.

—No me dijo nada de esto ayer por la mañana.

—No. Me enseñaron a no alardear con mis actividades filantrópicas.

Su lenguaje era muy formal y ligeramente confuso. El whisky le estaba haciendo efecto. Paseaba la mirada entre la botella y yo, con los ojos girando pesadamente. Moví la cabeza. Se sirvió otra cuádruple medida para sí y comenzó a sorberla. Si bebiera lo suficiente no tendría más dolor detrás de sus párpados. O el dolor tomaría extrañas formas. Ese era el inconveniente del alcohol como sedante. Lo hace flotar a uno lejos de la realidad durante un rato, pero lo trae de vuelta por una carretera que serpentea entre los rescoldos del infierno.

Le arrojé una pregunta, un arpón al azar, antes de que se hundiera en el río del olvido:

—¿Hester fue falsa con usted?

Pareció sorprendido, pero manejó con cuidado sus palabras saturadas de alcohol.

—¿De qué diablos me está hablando?

—Me insinuaron que Hester cuando se fue le había robado algo.

—¿Robarme algo? Es ridículo.

—¿No le robó nada de la caja fuerte?

—Cielos, no, Hester no haría una cosa así. No es porque tenga algo que valga la pena robar. No manejamos efectivo en el club, ¿entiende? Todo lo que sea dinero se hace por medio de comprobantes…

—Eso no me interesa. Sólo quiero que me dé su palabra de que Hester no le robó nada de la caja fuerte en septiembre.

—Por supuesto que no lo hizo. No puedo comprender de dónde sacó esa idea. La gente tiene lenguas tan venenosas —se inclinó hacia mí, tambaleándose algo—: ¿Quién fue?

—No importa.

—Digo que sí importa. Debería controlar sus fuentes de información, amigo mío. Esto es un atentado a la personalidad. ¿Qué clase de persona le parece que es Hester?

—Eso es lo que estoy tratando de averiguar. Usted la conocía mejor que nadie y dice que era incapaz de robar.

—A mí no me robó nada.

—¿Y a algún otro?

—No sé de qué es capaz.

—¿Es capaz de hacer un chantaje?

—Hace las preguntas más extrañas, más y más extrañas.

—El chantaje no le resultaba tan ilógico hoy más temprano. Será mejor que sea franco conmigo. ¿Están haciendo chantaje a Simon Graff?

Movió solemnemente la cabeza.

—¿Para qué querrían hacer chantaje al señor Graff?

Eché una mirada a la fotografía de los tres campeones de salto.

—Gabrielle Torres. He oído que había una conexión entre ella y Graff.

—¿Qué clase de conexión?

—No se haga el tonto, Clarence. Porque no lo es. Conocía a la muchacha; trabajaba para usted. Si había algo entre ella y Graff, probablemente lo sabría.

—Si había algo —dijo impasiblemente—, nunca llegué a saberlo —meditó un rato, balanceándose sobre los pies—. Dios mío, hombre, ¿no estará insinuando que él la mató?

—Podría haberlo hecho. Pero estaba pensando en la señora Graff.

Bassett me dirigió una mirada estupefacta y sombría.

—¡Qué ocurrencia atroz!

—Eso es lo que diría si los estuviera encubriendo.

—Pero eshto esh shimplemente… —hizo una mueca y comenzó de nuevo—. Esto es simplemente absurdo y ridículo…

—¿Por qué? Isobel está lo bastante loca como para matar. Tenía un motivo.

—No está loca. Estaba…, tuvo problemas emocionales muy graves en un tiempo.

—¿Estuvo recluida?

—Creo que recluida, no. Ha estado en una clínica privada de cuando en cuando. En la del doctor Frey, en Santa Mónica.

—¿Cuándo fue la última vez?

—El año pasado.

—¿Qué época del año pasado?

—Todo. Ashí que ya ve… —movió la mano delante de su cara, como si una mosca hubiera invadido zumbando su boca—. Ya sé, es imposible. Isobel estaba encerrada en la época que la chica fue asesinada. Absolutamente imposhible.

—¿Está absolutamente seguro de esto?

—Por shupuesto que shí. La visitaba a menudo.

—¿Isobel es otra de sus viejas amistades?

Sheguramente. Muy querida vieja amiga.

—¿Lo bastante vieja y querida como para mentir por ella?

—No sea tonto. Isobel no podría dañar a ninguna criatura viviente.

Sus ojos se estaban nublando, así como su voz, pero el vaso no temblaba en su mano. Se lo llevó a la boca y lo vació, luego se sentó algo abruptamente en el borde de su escritorio. Se mecía suavemente de un lado al otro, asiendo el vaso en ambas manos como si fuera su único sostén seguro.

—Una muy querida y vieja amiga —repetía sentimentalmente—. Pobre Isobel, la suya es una historia trágica. Su madre murió joven, su padre le dio de todo, menos cariño. Necesitaba amistad, alguien con quien hablar. Traté de sher eshe alguien.

—¿Ah, sí?

Me dirigió una mirada astuta y triste. El impacto del alcohol lo había puesto sobrio en parte temporalmente, pero había llegado al punto en que volvía a decaer. Su rostro tenía el color de la carne hervida y su pelo fino le colgaba lacio sobre las sienes. Desprendió una mano de su ancla de cristal y se empujó hacia atrás el pelo.

—Sé que le parecerá raro. Recuerde que de esto hace veinte años. No fui siempre viejo. En todo caso, a Isobel le gustaban los hombres mayores. Adoraba a su padre, pero no podía darle la comprensión que necesitaba. Había desertado del colegio por tercera o cuarta vez. Era terriblemente retraída. Solía pasar los días aquí sola, en la playa. Poco a poco descubrió que podía hablar conmigo. Hablamos durante un verano hasta entrado el otoño. No quiso volver al colegio. No quería alejarse de mí. Estaba enamorada de mí.

—Está bromeando.

Lo estaba provocando deliberadamente y reaccionó con emotividad alcohólica. Un color violento penetró sus capilares, salpicando de rojo sus mejillas grises:

—Es cierto. Me amaba. Por mi parte, también tenía problemas emocionales y era el único que podía comprenderla. ¡Y me respetaba! Soy licenciado en Harvard, ¿sabía eso? Y pasé tres años en Francia durante la primera guerra mundial. Era camillero.

Entonces andará por los sesenta, pensé. Y veinte años atrás tendría cuarenta contra los veinte probables de Isobel.

—Qué sentía por ella, ¿afecto de tío?

—La quería. Ella y mi madre han sido las dos únicas mujeres a quienes he querido en mi vida. Y me hubiese casado con ella si su padre no se hubiera opuesto. Peter Heliopoulos me desaprobaba.

—Así que se casó con Simon Graff.

—Con Simon Graff, sí —tiritaba con la pasión del hombre débil y tímido que rara vez deja traslucir sus sentimientos—. Con un trepador, atropellador, corruptor y estafador. Conocí a Simon Graff cuando era un desconocido inmigrante, un don nadie en este pueblo. Un ayudante de director de películas del oeste, con un solo traje decente de su propiedad. Lo apreciaba y él aparentaba apreciarme. Le presté dinero. Lo inscribí como socio visitante en el club, le presenté gente. Se lo presenté a Heliopoulos, ¡cielo! Menos de dos años después era productor en Helio y estaba casado con Isobel. Todo lo que tiene, todo lo que ha hecho es el resultado de ese matrimonio. ¡Y no tiene la decencia suficiente para tratarla con delicadeza!

Se puso de pie e hizo un gesto amplio y fuerte que lo envió de lado hasta la pared. Dejando caer el vaso, extendió los dedos de ambas manos contra la pared para afirmarse. La pared se le vino encima lo mismo. Su frente chocó contra el revoque. Se dobló a la altura de las caderas y se sentó de un golpe sordo en el suelo alfombrado.

Me miró, riendo tontamente en voz baja. Uno de sus ojos azules estaba derecho y el otro girado hacia fuera. Le daban un aspecto de suave, ridícula chifladura.

—El mar está picado —dijo.

—Vamos a cerrar las escotillas —lo tomé de los brazos y lo hice andar hasta su silla. Cayó en ella con las manos y la mandíbula colgando. Su mirada bifurcada se unificó en la botella. Trató de alcanzarla. Cinco o seis onzas de whisky chapotearon en el fondo. Temía que otro trago podría hacerle perder el conocimiento o aun matarlo. Le quité la botella de las manos, la tapé y la guardé. La llave del bar portátil estaba en la cerradura. La hice girar y me la metí en el bolsillo.

—¿Con qué orden secuestra esa bebida?

Moviendo elaboradamente los labios en torno a las palabras, Bassett semejaba un camello rumiando.

—Esto es ilegal… ¡Falso embargo! Exijo un mandato de habeas corpus.

Se inclinó hacia delante para tratar de alcanzar mi vaso. Se lo arranqué.

—Ha bebido bastante, Clarence.

—Esa decisión la tomo yo. Hombre de decisiones. Hombre de distinción. Una botella por día, por Dios. Bebiendo bajo la mesa.

—No lo dudo. Volviendo a Simon Graff, ¿no lo aprecia mucho, no?

—Le odio —dijo—. Sheré franco. Me robó la única mujer que yo quishe. 'Shepto mi madre. Me robó mi maître también. Mejor maître del sur, Stefan. Le ofrecieron doble de shueldo, lo entusiasmaron con Las Vegas.

—¿Quién?

—Graff y Stern. Lo querían para su casi llamado club.

—Hablando de Graff y Stern, ¿por qué Graff encubriría a un delincuente?

—La pregunta de los sesenta y cuatro dólares. No conozco la respuesta. No se la diría si la supiera. No me aprecia.

—Ánimo, Clarence. Lo aprecio mucho.

—Mentiroso. Cruel e inhumano —dos lágrimas se desprendieron por sus mejillas surcadas, como pequeños gusanitos plateados—. No quiere darme un trago. Tratando de hacerme hablar, privándome de mi bebida. No 'sta bien, no 'sh humano.

—Lo siento. Basta de bebida por hoy. No quiere suicidarse.

—¿Por qué no? Solo en el mundo. Nadie me quiere —de pronto lloró copiosamente, hasta que su cara estuvo mojada. Un líquido transparente le chorreaba de la nariz y la boca. Los grandes sollozos lo sacudían como olas rompiendo en su cuerpo.

No era una escena agradable. Empecé a irme.

—No me deje… —dijo entre sollozos—. No me deje solo…

Dio la vuelta al escritorio, dobló las rodillas como si hubiera tropezado contra un alambre invisible y cayó cuan largo era sobre la alfombra, ciego, sordo y mudo.

Le hice girar la cabeza hacia un lado para que no se asfixiara y salí.