20

De algún lugar detrás de mí surgió la aguda voz de una mujer. Una voz masculina contestó y la ahogó. Me volví y miré alrededor de la piscina brillante y desierta. Ambos se hallaban de pie muy cerca uno del otro, al margen oscilante de la luz, tan cerca que podían haber sido un solo cuerpo oscuro sin facciones. Estaban en el extremo más alejado de la galería, tal vez a trece metros de mí, pero sus voces me llegaban muy claramente a través del agua.

—¡No! —repetía ella—. Estás loco, yo no lo hice.

Crucé la galería y fui hacia ellos, manteniéndome en la sombra.

—Yo no soy el que está loco —decía el hombre—. Sabemos quién está loca, mi amor.

—Déjame. No me toques.

Conocía la voz de la mujer. Pertenecía a Isobel Graff. No pude identificar la del hombre. Decía:

—Perra. Perra infame. ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué te hizo?

—No lo hice. ¡Déjame, basura! —y le dio otros nombres que reflejaban la ascendencia de él y el vocabulario de ella.

Él le contestó en una voz baja y borrosa que no reconocí. Tenía el acento del Lower East Side, como de una boca llena de bolitas. Ahora yo estaba lo bastante cerca como para reconocerlo. Carl Stern.

Dejó escapar un sonido felino, un quejido lloroso y le abofeteó la cara fuertemente, dos veces. Ella trató de alcanzarle la cara con los dedos como ganchos. Él la asió por las muñecas. El abrigo de visón resbaló de sus hombros y quedó tirado en el suelo de hormigón como un gran animal azul sin cabeza. Empecé a correr de puntillas.

Stern la arrojó lejos de sí. Golpeó sordamente contra la puerta de una cabaña y se apoyó contra la puerta. Estaba inclinado sobre ella, bajo y ancho, con su impermeable oscuro. La luz verdosa de la piscina ponía en su cabeza una cruel pátina bronceada.

—¿Por qué le mataste?

Ella abrió la boca, la cerró y la abrió, pero ningún sonido salió de ella. Su cara vuelta hacia arriba se parecía a una luna con sus cráteres. Se inclinó sobre ella con furia silenciosa, tan absorto en ella que no sabía que yo estaba allí, hasta que le pegué.

Le di con un hombro, le inmovilicé los brazos, le palpé los flancos en busca de armas. Estaba limpio en ese sentido. Corcoveaba y bufaba como un caballo, tratando de desprenderse de mí. Era casi tan fuerte como un caballo. Sus músculos crujían bajo mis manos. Me pateó las piernas, me pisoteó los dedos de los pies y trató de morderme el brazo.

Lo solté y, cuando se volvió, le golpeé un lado de la mandíbula con el puño derecho. No me gustan los hombres que muerden. Giró sobre sí mismo y cayó dándome la espalda. Su mano se metió bajo la pierna del pantalón. Se incorporó y giró en un solo movimiento. Sus ojos eran como cabezas de clavos negros, de los que pendía su cara macilenta. Una línea blanca le rodeaba la boca y dibujaba los bordes de las ventanillas negras de su nariz, que me miraban como otro par de ojos. Asomando del puño que mantenía en el centro de su cuerpo estaba la hoja de diez centímetros de la navaja que llevaba en la pierna.

—Guárdela, Stern.

—Le tallaré las tripas —su voz era aguda y raspante como el sonido del metal en una máquina.

No esperé a que se moviera. Le lancé un derechazo insidioso que explotó en su cara y lo hizo balancearse. Su quijada giró para recibir el gancho izquierdo que completaba la combinación y que acabó con Stern. Se balanceó unos segundos sobre sus pies, luego cayó sobre sí mismo. La navaja resonó y relampagueó sobre el hormigón. La recogí y la cerré.

Por la galería se acercaban pasos corriendo. Era Clarence Bassett, que respiraba rápidamente bajo su camisa almidonada.

—¿Qué diablos…?

—Pelea de gatos. Nada serio.

Ayudó a la señora Graff a ponerse de pie. Ella se apoyó contra la pared y se enderezó las medias torcidas. Él recogió su abrigo, lo cepilló cuidadosamente con la mano, como si el visón y la mujer fuesen igualmente importantes.

Carl Stern se incorporó con dificultad. Sus ojos opacos me dirigieron una mirada de odio.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Archer.

—Usted es el ojo, ¿eh?

—Soy el ojo que cree que no se debe pegar a las mujeres.

—Caballeresco, ¿eh? Se va a odiar a sí mismo por esto, Archer.

—No lo creo.

—Lo creo yo. Tengo muchos amigos. Tengo relaciones. Para usted, Los Ángeles se terminó, ¿sabe? Se terminó todo.

—Dígamelo por escrito, ¿quiere? Hace rato que quiero salir de este aire contaminado.

—Hablando de relaciones —le dijo Bassett tranquilamente a Stern—, usted no es socio de este club.

—Soy invitado de un socio. Y a usted también lo van a crucificar.

—Oh, sí. ¡Qué gracioso! ¿De qué socio es invitado?

—De Simon Graff. Quiero verlo. ¿Dónde está?

—No molestaremos al señor Graff ahora. Y si puedo sugerir algo, se está haciendo un poco tarde, más para unos que para otros. ¿No le parece que sería mejor que se fuera?

—No recibo órdenes de sirvientes.

—¿De veras que no? —la sonrisa de Bassett era una máscara dientuda que dejaba tristes sus ojos. Se volvió hacia mí.

Dije:

—¿Quiere que le peguen otra vez, Stern? Será un placer.

Stern me miró con fiereza durante un largo rato, con luces rojas bailándole en los ojos chatos. Las luces se apagaron. Y dijo:

—Muy bien. Me iré. Devuélvame mi navaja.

—Si me promete degollarse con ella.

Trató de enfurecerse otra vez, pero le faltaba energía. Parecía enfermo. Le arrojé la navaja cerrada. La tomó y se la metió en el bolsillo de la chaqueta, giró y se alejó hacia la entrada. Tropezó varias veces. Bassett marchaba tras él, a corta distancia, como un vigilante avizor.

La señora Graff estaba chapuceando con una llave en la puerta de la cabaña. Sus dedos temblaban, fuera de todo control. Le abrí la puerta y encendí la luz. Era indirecta e iluminaba desde cuatro costados un techo panzudo de red de pescar color marrón. La habitación estaba decorada en estilo Pacífico primitivo, con cortinas de varillas de bambú, alfombras de paja en el suelo, sillones y divanes de caña de la India. Hasta el bar del rincón era de caña. Junto a él, al fondo del cuarto, dos puertas persianas comunicaban con los cuartos de vestir. De las paredes pendían telas de tapa y reproducciones de Douanier Rousseau, con marcos de bambú.

La única nota discordante era un poster de Matisse litografiado en brillantes colores, propaganda de Niza. La señora Graff se detuvo delante de él y dijo sin dirigirse a nadie en particular:

—Tenemos una villa cerca de Niza. Fue el regalo de bodas de mi padre. Era todo para Simon en ese tiempo. Todo para mí, todos para uno —rió sin ninguna razón aparente—. Ahora ni siquiera quiere llevarme a Europa con él. Dice que siempre le causo problemas cuando nos vamos juntos. No es cierto, ni se me oye. Se va en sus vuelos transpolares y me deja pudrirme aquí de calor y de frío.

Se tomó la cabeza fuertemente con ambas manos, durante un largo rato. El pelo se le pegaba entre los dedos como plumas negras y desordenadas. El silencioso dolor que estaba luchando por dominar era más fuerte que un grito.

—¿Se siente bien, señora Graff?

Le toqué la espalda de visón azul. Me esquivó dando un paso hacia un lado. Se quitó el abrigo violentamente y lo arrojó sobre el diván. Su espalda y sus hombros eran deslumbrantes y su busto rebasaba la delantera de su vestido sin adornos, como crema batida. Sostenía su cuerpo con una especie de orgullo torpe mezclado con vergüenza, como una joven repentinamente consciente de su carne.

—¿Le gusta mi vestido? No es nuevo. Hace años y años que no voy a una fiesta. Simon nunca me lleva.

—Simon malo —dije—. ¿Se siente bien, señora Graff?

Me respondió con una brillante sonrisa de actriz que no concordaba con la rigidez de la parte superior de su cara, la desesperación de sus ojos:

—Estoy magníficamente bien. Magníficamente.

Para demostrarlo ejecutó un breve paso de baile, haciendo chasquear los dedos con los brazos rígidos. En sus antebrazos blancos estaban apareciendo moratones del tamaño y color de las uvas de Concord. Su baile era mecánico. Al dar un traspiés se le salió un zapato dorado. En vez de volver a ponérselo se quitó el otro de un tirón. Se sentó en uno de los taburetes del bar, moviendo los pies enfundados en las medias, apretando y frotando uno contra otro. Parecían dos animales ciegos de color piel, haciéndose furtivamente el amor bajo el círculo de su falda.

—Incidental —dijo— y accidentalmente, no le he dado las gracias. Gracias.

—¿Por qué?

—Por salvarme de un destino peor que la vida. Ese desgraciado traficante de drogas me podía haber matado. Es terriblemente fuerte, ¿no? —y agregó con resentimiento—. Se supone que no son fuertes.

—¿Quiénes? ¿Los traficantes de drogas?

—Los invertidos. Se supone que los invertidos son débiles. Así como que los fuertes son cobardes y que los griegos tienen restaurantes. Sin embargo, ese no es un buen ejemplo. Mi padre era griego, o por lo menos chipriota y, por Dios, tenía un restaurante en Newark, New Jersey. De las pequeñas bellotas crecen los grandes robles. Milagros de la ciencia moderna. De una cuchara grasienta en Newark a la abundancia y la decadencia en una fácil generación. Es el nuevo ritmo acelerado, automatizado.

Miró alrededor la habitación que le era ajena.

—Hubiera hecho bien en quedarme en Chipre, por Dios. ¿De qué me valió? Acabé en una sala de terapia haciendo cerámica y tejiendo alfombras como en una maldita industria casera. Sólo que les pago. Siempre soy la que pago.

Su contacto parecía haber mejorado, lo cual me alentó a decir:

—¿Siempre habla tan bien?

—¿Estoy hablando demasiado? —me ofreció otra vez la sonrisa brillante y desorganizada, como si su boca apenas pudiera contener sus dientes.

—¿Tiene algún sentido lo que digo, por el amor de Dios?

—De vez en cuando lo tiene, por el amor de Dios.

Su sonrisa se tomó ligeramente menos intensa y más real.

—Lo siento. A veces me da por hablar y las palabras me salen mal y no significan lo que quiero decir. Como en James Joyce, sólo que a mí me ocurre simplemente. ¿Sabe que su hija era esquizo? —no esperó una respuesta—. Así que a veces soy genial y a veces boba, según me dicen —extendió un brazo salpicado de hematomas—. Siéntese y tome una copa y cuénteme quién es usted.

—Archer —repitió pensativamente, pero no le interesaba. Su memoria se encendía y humeaba dentro de ella como un fuego expuesto a un viento variable—. Tampoco soy nadie en particular. Solía creer que lo era. Mi padre fue Peter Heliopoulos, por lo menos así se llamaba a sí mismo, su verdadero nombre era mucho más largo y complicado. Y yo era mucho más complicada también. Era la princesa de la corona; mi madre me llamaba Princesa. Así que ahora… —su voz sonaba áspera y discordante—, así que ahora un traficante de drogas cualquiera, en Hollywood, puede tratarme como una basura y salirse con la suya. En tiempos de mi padre lo hubiera degollado vivo. Y mi marido, ¿qué hace? Hace negocios con él. Son carne y uña. Uñas encarnadas mentales.

—¿Se refiere a Carl Stern?

—¿A quién, si no?

—¿Qué clase de negocios hacen?

—Los que se hacen en Las Vegas: entre el juego y el infierno. Nunca voy allí; nunca voy a ninguna parte.

—¿Cómo sabe que es traficante?

—Yo misma le compré drogas cuando me quedé sin médicos. Las de envoltura amarilla y dimerol y esas pequeñas con la raya roja. Sin embargo, ahora salí de las drogas. Volví a la bebida otra vez. Es una de las cosas que le debo al doctor Frey —sus ojos se centraron en mi cara y dijo con impaciencia—. No se ha preparado una copa. Vaya y prepare una para usted y otra para mí.

—¿Le parece una buena idea, Isobel?

—No me hable como si fuera una niña. No estoy borracha. Puedo tolerar el alcohol —la sonrisa brillante atravesó su cara—. El único problema que tengo es que estoy algo chiflada. Pero no en este momento. Me sentí mal un instante, pero usted es muy sedante y tranquilizador, ¿no? Amablemente amable —se estaba burlando de sí misma.

—Nunca más —dije.

—Nunca más. Pero usted no se burlará de mí, ¿verdad? Me pongo tan loca a veces… Loca de furia, quiero decir…, cuando la gente menoscaba mi dignidad. Tal vez esté llegando a mi fin, no lo sé, pero aún no he despegado. En mi vuelo transpolar —agregó irónicamente— hacia el salvaje y negro más allá.

—Bravo por usted.

Asintió, congratulándose:

—Ese era uno de los geniales, ¿no es cierto? Sin embargo, no es verdad. Cuando sucede no es como volar, ni una llegada, ni una partida. La sensación de las cosas cambia, eso es todo, y no puedo distinguir entre yo y las otras cosas. Como cuando murió mi padre y lo vi en el ataúd y tuve mi primer colapso. Creía que yo estaba en el ataúd. Me sentía muerta, mi carne estaba fría. El líquido para embalsamar corría por mis venas y podía olerme. Estaba al mismo tiempo muerta en la caja y sentada en el banco de la Iglesia ortodoxa, llorando mi propia muerte. Y cuando lo enterraron, la tierra… podía oler la tierra que caía sobre el ataúd y luego me asfixiaba y no era la tierra.

Me tomó la mano y la retuvo, temblando.

—No me deje hablar tanto. Me hace daño. Casi me fui.

—¿A dónde se fue?

—A mi cuarto de vestir —dejó su mano y señaló una de las puertas de celosía—. Por un momento estuve allí, mirándonos a través de la puerta y escuchándome. Por favor, sírvame una copa. Me hace bien, de veras. Whisky con hielo.

Estuve moviéndome detrás del bar, sacando cubitos de la pequeña nevera beige y abriendo una botella de Johnnie Walker. Preparé un par de copas no muy fuertes. Me sentía más cómodo detrás del bar. La mujer me alteraba básicamente, de la misma manera en que puede alterarlo a uno ver a un niño morirse de hambre, un pájaro herido o un gato destemplado dando vueltas en círculos amarillos. Parecía estar al borde de un episodio psicótico. Además, parecía saberlo. Sentía miedo de decir algo que la empujase más allá del borde.

Alzó la copa. El temblor regular de su mano hacía que el líquido salpicara entre los cubitos de hielo. Como para demostrar su autocontrol, lo tomaba a sorbitos. Bebí el mío, apoyé el codo sobre la mesa de formica en la actitud del tabernero dispuesto a escuchar.

—¿Cuál era el problema, Isobel?

—¿Problema? ¿Se refiere a Carl Stern?

—Sí. Se puso bastante grosero.

—Me hizo daño —dijo sin lástima. El sabor del whisky había cambiado su estado de ánimo, así como el toque del ácido puede cambiar el color del papel de tornasol—. Dato médico interesante. Se me hacen hematomas muy fácilmente —mostró sus brazos—. Estoy segura de que todo mi cuerpo está cubierto de moretones.

—¿Por qué querrá Stern hacerle esto?

—La gente como él es sádica, por lo menos muchos lo son.

—¿Conoce a muchos?

—He conocido a unos cuantos. Por lo visto los atraigo ¡y no sé por qué! O quizá sepa por qué. Las mujeres como yo no esperamos demasiado. Yo no espero nada.

—¿Lance Leonard es uno de ellos?

—¿Cómo puedo saberlo? Supongo que sí. Apenas conocí al… apenas conocía a ese rufián.

—Era vigilante de la piscina aquí.

—No me meto con vigilantes —dijo ásperamente—. ¿Qué es esto? Creí que íbamos a ser amigos, creí que nos íbamos a divertir. Nunca me divierto.

—Nunca más.

No le pareció gracioso.

—Me encierran y me castigan, no es justo —dijo—. Hice una cosa terrible en mi vida y ahora me echan la culpa de todo lo que pasa. Stern es un embustero asqueroso. No toqué a su querido amiguito, ni siquiera sabía que estaba muerto. ¿Por qué habría de matarlo? Tengo bastante sobre mi conciencia.

—¿Por ejemplo?

Me atisbó la cara. La de ella estaba tiesa como una tabla.

—Por ejemplo, usted está tratando de sonsacarme algo, ¿no es así? Tratando de sonsacarme cosas.

—Sí, es cierto. ¿Qué cosa terrible hizo?

Algo especial le sucedió a su cara: uno de sus ojos se hizo pequeño y astuto, el otro duro y abierto. Del lado astuto, se levantó su labio superior y sus dientes blancos brillaron debajo de él. Dijo:

—Soy una niña mala, mala, mala. Los miré cuando lo hacían. Me paré detrás de la puerta y los observé. Milagros de la ciencia moderna. Yo estaba en el cuarto, detrás de la puerta.

—¿Qué hizo usted?

—Maté a mi madre.

—¿Cómo?

—Deseándolo —dijo astutamente—. Deseé que mi madre muriese. ¿Eso contesta a sus preguntas, señor interrogador? ¿Es psiquíatra? ¿Lo contrató Simon?

—La respuesta es no y no.

—También maté a mi padre. Le destrocé el corazón. ¿Quiere que le cuente mis otros crímenes? Es casi un decálogo. Envidia y malicia y orgullo y deseo y furia. Me sentaba en casa a planear su muerte, ahorcado, quemado, fusilado, ahogado, envenenado. Solía sentarme en casa a imaginármelo con ellas, las chicas con sus cuerpos, balanceando sus blancas piernas. Y me sentaba en casa y trataba de hacerme amigos. Nunca resultaba. Estaban exhaustos por el calor o el frío o si no los asustaba. Uno de ellos me dijo que yo era quien los espantaba, el pequeño piojo invertido. Se tomaban mis bebidas y no volvían —bebió un sorbo de su copa—. Vamos —dijo—, bébase su trago.

—Termine el suyo, Isobel. La llevaré a su casa. ¿Dónde vive?

—Bastante cerca de aquí, sobre la playa. Pero no voy a casa. No me hará ir a mi casa, ¿verdad? Hace tanto tiempo que no voy a una fiesta. ¿Por qué no vamos a bailar? Soy muy fea para mirarme, pero bailo muy bien.

—Es muy hermosa, pero bailo pésimamente.

—Soy fea —dijo—. No debe burlarse de mí. Sé lo fea que soy. Nací fea de arriba abajo y nadie me ha querido nunca.

Detrás de ella, la puerta se abrió de par en par. Simon Graff apareció en el vano. Su cara era pétrea.

—¡Isobel! ¿Qué clase de Walpurgisnacht es ésta? ¿Qué estás haciendo aquí?

La reacción de ella fue lenta, casi medida. Se volvió y se bajó del taburete. Su cuerpo estaba tenso e insolente. La copa le temblaba en la mano.

—¿Qué estoy haciendo? Estoy contando mis secretos. Estoy contándole mis sucios secretitos a mi querido amigo.

—Estúpida. Ven a casa conmigo.

Se acercó. Ella le arrojó el vaso a la cabeza. Erró y manchó la pared junto a la puerta. Parte del líquido le salpicó la cara.

—Mujer loca —dijo—. Ven ahora a casa conmigo. Llamaré al doctor Frey.

—No tengo por qué ir contigo. Tú no eres mi padre —se volvió hacia mí, mirándome todavía con maniática astucia—. ¿Tengo que ir con él?

—No lo sé. ¿Es su guardián legal?

Graff respondió:

—Sí, lo soy. No se entrometa en esto —le dijo a ella—. Sólo habrá dolor para ti, para todos nosotros, si tratas de escapar de mí. Estarías realmente perdida —había una nueva inflexión en su voz, una inmensidad y oscuridad y vacío.

—Estoy perdida ahora. ¿Cuánto puede perderse una mujer?

—Ya lo sabrás, Isobel. A menos que vengas conmigo y hagas lo que te diga.

—Svengali —dije—. Es un recurso muy viejo.

—No se entrometa, se lo advierto —sentí su mirada como un carámbano en mi pelo—. Esta mujer es mi esposa.

—Feliz de ella.

—¿Quién es usted?

Se lo dije.

—¿Qué está haciendo en este club, en la fiesta?

—Mirando los animales.

—Espero una respuesta específica.

—Trate de usar otro tono y tal vez la tenga —di la vuelta al extremo del bar y me paré junto a Isobel Graff—. Está mal acostumbrado por todos esos hombres que sólo saben decir que sí. Yo soy un hombre que dice no.

Me miró con verdadero horror. Quizá nadie lo había contradicho en muchos años. Luego recordó que debía enfadarse y acusó a su mujer.

—¿Vino aquí contigo?

—No —parecía intimidada—. Creí que era uno de tus invitados.

—¿Qué está haciendo en esta cabaña?

—Lo convidé a un trago. Me ayudo. Un hombre me pegó —su voz era monótona y estaba mezclada con un lamento quejumbroso.

—¿Quién te pegó?

—Su amigo Carl Stern —dije—. La abofeteó y la tiró al suelo. Bassett y yo lo echamos.

—¿Lo echaron? —la alarma de Graff se trocó en ira, que dirigió otra vez hacia su mujer—. ¡Permitiste eso, Isobel!

Bajó la cabeza y asumió una pose absurda y fea apoyada sobre un solo pie, como una colegiala.

—¿No me oyó, Graff? ¿O es que no se opone a que cualquier bruto atropelle a su mujer?

—Cuidaré de mi mujer a mi modo. Está mentalmente perturbada, a veces necesita que la traten con firmeza. Está de más. Váyase.

—Primero terminaré con mi copa, gracias —agregué en tono de conversación—. ¿Qué hizo con George Wall?

—¿George Wall? No conozco ningún George Wall.

—Sus matones, sí. Frost, Marfeld y Lashman.

Los nombres despertaron su curiosidad.

—¿Quién es George Wall?

—El marido de Hester.

—No conozco ninguna Hester.

Su mujer le echó un vistazo rápido y sombrío, pero no dijo nada. Fijé en él mi mirada más acerada y traté de derribarlo. No resultó.

Sus ojos parecían agujeros en una pared; se podía ver a través de ellos, un gran sitio gris y vacío.

—Es un mentiroso, Graff.

Su cara se puso violácea y blanca. Fue hasta la puerta y llamó a Bassett con voz fuerte y temblorosa. Cuando éste apareció, Graff dijo:

—Quiero que echen a este hombre. No permito que alguien que se ha colado…

—El señor Archer no se ha colado —dijo Bassett, con tranquilidad.

—¿Es amigo suyo?

—Lo considero como un amigo, sí. Un amigo reciente, digamos. El señor Archer es detective, detective privado. Lo contraté por motivos particulares.

—¿Qué motivos?

—Un chiflado me amenazó anoche. Contraté al señor Archer para que investigara el caso.

—Entonces indíquele que debe dejar en paz a mis amigos. Carl Stern es socio mío. Quiero que se le trate con respeto.

Los ojos de Bassett brillaban húmedamente, pero le hizo frente a Graff.

—Soy gerente de este club. Mientras lo siga siendo impondré las normas para el comportamiento de los socios. No interesa de quién sean amigos.

Isobel Graff rió metálicamente. Se había sentado sobre su abrigo y estaba tirando de la piel.

Graff apretó los puños a los lados de su cuerpo y comenzó a temblar.

—Salgan de aquí los dos.

—Vamos, Archer. Le vamos a dar al señor Graff una oportunidad de recobrar sus buenos modales.

Bassett estaba blanco y asustado, pero se sobrepuso. No lo hubiera creído capaz.