Fui al piso superior y a lo largo de una galería llegué a la oficina de Bassett. Todavía no estaba él allí. Fui a buscar un trago. Bajo el techo medio plegado del gran patio interior, los bailarines se deslizaban por las baldosas enceradas, al compás de una orquesta diezmada. JEREMY CRANE Y SUS ALEGRES MUCHACHOS, proclamaba un cartel en el tambor.
Las miradas tristes de los músicos resbalaban por sus narices hacia las parejas que se divertían. Estaba tocando diestramente al melancólico Gershwin: «Alguien que me cuide».
Mi amiga campeona de salto, la de las caderas que no se movían, estaba bailando con un individuo del tipo solterón perenne aficionado a la fotografía. Los brillantes de ella refulgían sobre el delgado hombro de él. No le gustó cuando los interrumpí, pero se alejó cortésmente.
Llevaba un vestido con rayas de tigre de profundo escote y falda acampanada, que no le sentaba bien. Su baile era un tanto felino. Se precipitaba de un lado a otro como si estuviera acostumbrada a guiar. Nuestro baile resultó cortésmente intenso, como una lucha entre aficionados, sin desperdiciar aliento en palabras. Cuando acabó dije:
—Me llamo Lew Archer. ¿Puedo hablar con usted?
—¿Por qué no?
Nos sentamos ante una de varias mesas de mármol, separadas de la piscina por un cristal. Dije:
—Permítame ir a buscar un trago.
—Gracias. No bebo. Usted no es socio y no es de los habituales de Sime Graff. Déjeme adivinar —se tocó con los dedos el mentón afilado y sus brillantes refulgieron—. ¿Periodista?
Adivine otra vez.
—¿Policía?
—¿Es muy sutil o soy muy evidente?
Me observó con los ojos entrecerrados y sonrió ligeramente.
—No, no diría que es evidente. Sólo que antes me preguntó algo sobre Hester Campbell y me hizo pensar que podía ser policía.
—No sigo su razonamiento.
—¿No? Entonces, ¿por qué está interesado por ella?
—Me temo que no puedo decírselo. Mis labios están sellados.
—Los míos, no —dijo ella—. Dígame, ¿para qué la busca? ¿Por robo?
—No dije que la estuviera buscando.
—Entonces debería hacerlo. Es una ladrona, ¿sabe? —su sonrisa tenía un dejo cortante—. Me robó. Dejé mi monedero en el vestuario de mi cabaña un día del verano pasado. Era por la mañana temprano, así que no había nadie más que los empleados y no me molesté en echar la llave. Hice unos saltos, me di una ducha y cuando me fui a vestir, el monedero había desaparecido.
—¿Cómo sabe que ella lo tomó?
—No hay ninguna duda de que fue ella. La vi escabullirse por el corredor del cuarto de duchas justo antes de descubrir que había desaparecido. Llevaba algo envuelto en una toalla en la mano y tenía una sonrisa de culpabilidad en la cara. No me pudo engañar ni por un momento. Más tarde me acerqué a ella y le pregunté a quemarropa si lo tenía. Por supuesto que lo negó, pero podía ver la mirada burlona de sus ojos.
—Una mirada burlona es poca prueba.
—Oh, no sólo fue eso. Otros socios también sufrieron pérdidas y siempre coincidían con la presencia de la señorita Campbell. Sé que parece que tengo prejuicios, pero en realidad no es así. Hice todo lo posible por ayudarla, ¿sabe? Durante un tiempo la consideré casi como una protegida. Así que me dolió bastante cuando la sorprendí robándome. Había más de cien dólares en el monedero y mi documentación y las llaves, que tuve que reponer.
—Dice que la sorprendió.
—Lo hice moralmente. Por supuesto no admitió nada. Entre tanto había escondido el monedero en alguna parte.
—¿Denunció el robo? —mi voz era más dura de lo que hubiera querido.
Tamborileó sobre la mesa con sus dedos romos.
—Debo decirle que no esperaba un interrogatorio como éste. Le estoy dando información voluntariamente y sin malicia. No entiende. Apreciaba a Hester. Había tenido mala suerte de pequeña y me daba lástima.
—Así que no la denunció.
—No, no lo hice ante las autoridades. Pero se lo comenté al señor Bassett, lo cual no sirvió para nada. Lo tenía totalmente enceguecido. Simplemente no podía creer que ella hiciera algo malo… Hasta que le sucedió a él mismo.
—¿Qué le sucedió?
—Hester también le robó —dijo con cierta complacencia—. Es decir, no podría jurar que fuera ella, pero estoy moralmente segura de que sí. La señorita Hamblin, su secretaria, es amiga mía y me cuenta cosas que se dicen. Él estaba muy alterado el día en que ella se fue —se inclinó hacia mí sobre la mesa: me dejaba ver sus costillas entre sus pechos—. Y la señorita Hamblin dijo que cambió la combinación de su caja fuerte ese mismo día.
—Todo esto está bastante en el aire. ¿Denunció él un robo?
—Por supuesto que no. Nunca le dijo una palabra a nadie. Estaba demasiado avergonzado de haber sido engañado por ella.
—¿Y usted tampoco le ha dicho nunca una palabra a nadie?
—Hasta ahora.
—¿Por qué lo saca a relucir ahora?
Permaneció silenciosa, salvo por el tamborilear de sus dedos. La parte inferior de su cara tenía una expresión sombría y densa. Había alejado la cara de la fuente de luz y no podía ver sus ojos.
—Usted me lo preguntó.
—No le pregunté nada específico.
—Habla como si fuera amigo de ella, ¿lo es?
—¿Lo es usted?
Se cubrió la boca con la mano, de manera que su cara quedaba oculta, y murmuró detrás de ella:
—Creía que era mi amiga. Podría haberle perdonado hasta lo del monedero. Pero la vi la semana pasada en la tienda de Myrin. Me acerqué, dispuesta a olvidar lo pasado, pero me ignoró. Hizo como que no me conocía —su voz se tomó profunda y dura y la mano que tenía delante de la boca se hizo un puño—. Así que pensé que si de pronto era rica como para comprarse ropa en la tienda de Myrin, lo menos que podía hacer era devolverme mis cien dólares.
—Necesita el dinero, ¿no?
Su puño rechazó la sugerencia, fieramente, como si la hubiera acusado de tener una debilidad moral o una enfermedad física.
—Por supuesto que no necesito el dinero. Es una cuestión de principios —después de pensar un momento, agregó—: No le gusto ni un poco, ¿verdad?
Había esperado la pregunta y no tenía una respuesta preparada. Ella tenía la peculiar combinación de fuerza y malicia que se encuentra tan a menudo en las mujeres ricas y solteras.
—Usted es rica —dije— y yo no, y no puedo olvidar la diferencia. ¿Importa?
—Sí, importa. Usted no comprende —sus ojos emergieron de la sombra y su pecho se apoyó violentamente contra el borde de la mesa—. No es tanto por el dinero. Sólo que creía que Hester me apreciaba. Creía que era una verdadera amiga. Le enseñé a tirarse, le permitía usar la piscina de mi padre. Hasta di una fiesta para ella una vez: una fiesta de cumpleaños.
—¿Cuántos años cumplía?
—Dieciocho. Entonces era la chica más bonita del mundo y la más simpática. No entiendo, ¿dónde se fue su simpatía?
—Eso le ocurre a mucha gente.
—¿Es una indirecta por mí?
—Por mí —dije—. Por todos nosotros. Tal vez sea el polvo atómico o algo así.
Como estaba necesitando un trago más que nunca, le di las gracias, me excusé y me abrí camino hacia el bar. Un mostrador curvo de caoba ocupaba un extremo. Las otras paredes estaban decoradas con murales de fauvistas de Hollywood. La gran habitación contenía varias docenas de parejas surtidas, intercambiando los insultos propios de esa alta hora de la noche y pidiendo bebidas a gritos a los camareros filipinos. Había actrices de aspecto barnizado e insensible, y futuras actrices de aspecto expectante; ejecutivos jóvenes compitiendo diligentemente entre sí con sus perfiles; mientras sus mujeres se observaban sonrientes unas a otras; y otros tipos así.
Me senté a la barra entre desconocidos, le extraje un whisky con agua a uno de los filipinos de chaqueta blanca y escuché a la gente. Era gente de cine, pero gran parte de su conversación era sobre televisión. Hablaban de medios de comunicación, de la lista negra, del gancho, del pago por la segunda exhibición, de quién tenía dinero para películas piloto y de lo que habían dicho sus agentes. Dentro de su ruidosa charla se traslucía una sensación de suspenso. Algunos parecían esforzarse por oír el ruido de una opción al caer. Sus ojos conocían los preestrenos de ese alba gris y temblorosa como una postborrachera, cuando las hipotecas vencen al mismo tiempo y las opciones se derriten como nieve.
El hombre que estaba a mi derecha parecía un viejo actor y hablaba como un director, quizá era un actor convertido en director. Estaba explicando algo a una rubia de voz de rana:
—Significa que te está pasando a ti, ¿ves? Estás enamorada de la chica o del muchacho, como sea el caso. No estás actuando para la chica en la pantalla, sino para ti.
—Simpatía, su simpatía —dijo ella croando plácidamente—. ¿Por qué no llamarlo sexo, simplemente?
—No es sexo. Incluye el sexo.
—Entonces lo apoyo. Apoyo cualquier cosa que incluya al sexo. Esa es mi filosofía personal de la vida.
—¡Y qué buena filosofía! —dijo otro hombre—. Sexo y televisión son el opio de los pueblos.
—Creía que la marihuana era el opio de la gente.
—La marihuana es la marihuana de la gente.
Había una chica a mi izquierda. Alcancé a divisar su perfil, joven y bonito y liso como el cristal. Estaba hablando ansiosamente con un hombre sentado a su lado, un payaso maduro que había visto en veinte películas.
—Dijiste que me ibas a ayudar si caía —dijo ella.
—Me sentía más fuerte entonces.
—Dijiste que te casarías conmigo si sucediera alguna vez.
—Eres lo bastante inteligente como para no tomarme en serio. Estoy atrasado dos años en el pago de los alimentos.
—Eres muy romántico, ¿no?
—Eso es decirlo con suavidad, querida. Sin embargo, tengo algún sentido de la responsabilidad. Hare lo que pueda por ti, te daré un número telefónico. Y puedes decirle que me mande la cuenta.
—No quiero tu sucio número de teléfono. No quiero tu sucio dinero.
—Sé razonable. Considéralo como un tumor o algo así… Si es que realmente existe. ¿Otra copa?
—De cianuro —dijo ella sombríamente.
—¿Con hielo?
Dejé la mitad de mi copa. Necesitaba aire. Ante una de las mesas del patio, bajo la sombra dentada de un bananero, estaban sentados Simon Graff y su mujer. Su pelo gris estaba todavía oscuro y liso por la ducha. Vestía smoking, una camisa rosa y una faja roja. Ella tenía un abrigo de visón azul sobre un vestido negro con dibujos dorados, pasado de moda. La cara de él aparecía bronceada y afilada mientras hablaba. A ella no le podía ver la cara. Estaba mirando a través del cristal hacia la piscina.
Tenía un micrófono de contacto en el auto y fui al estacionamiento a buscarlo. Había menos automóviles que antes y se había agregado uno: el Sedán de Carl Stern. Tenía una licencia de auto alquilado sin chófer. No perdí tiempo revisándolo.
Graff seguía hablando cuando regresé al borde de la piscina. Había quedado abandonada, pero pequeñas ondas bañaban los lados, brillantes a la luz subacuática. Oculto a la vista de Graff por el bananero, acerqué una silla contra la mampara y apreté el micrófono al cristal. El truco había dado resultado antes y lo dio ahora. El hombre estaba diciendo:
—Oh, sí, todo es culpa mía, soy tu bête noire personal y lo lamento profundamente.
—Por favor, Simon.
—Simon, ¿qué? No hay ningún Simon aquí. Yo soy Mefistófeles Bête Noire, el famoso marido infernal. ¡No! —su voz se levantó agudamente sobre la palabra—. Piensa un momento Isobel, si aún tienes cabeza con qué pensar. Piensa en lo que he hecho por ti, en lo que he soportado y sigo soportando. Piensa dónde estarías si no fuera por mi apoyo.
—¿Es esto apoyo?
—No discutiremos. Sé lo que quieres. Conozco tu intención al atacarme —su voz era lisa como manteca salada con lágrimas—. Has sufrido y quieres que sufra. Me niego a sufrir. No puedes hacerme sufrir.
—Dios te maldiga —dijo ella en un murmullo susurrante.
—Que Dios me maldiga, ¿eh? ¿Cuántas copas has tomado?
—Cinco, diez o doce, ¿qué importa?
—Sabes que no puedes beber, que el alcohol es la muerte para ti. ¿Debo llamar al doctor Frey para que te encierren de nuevo?
—¡No! —estaba asustada—. No estoy borracha.
—Por supuesto que no. Eres la sobriedad personificada. Eres la muchacha ideal de la Unión de Templanza de las Mujeres Cristianas, mens sana in corpore sana. Pero déjame que te diga una cosa, señora Sobriedad. No vas a estropearme la fiesta, de ninguna manera. Si no puedes o no quieres hacer de anfitriona, te tendrás que ir, Toko te llevará.
—Dile a ella que sea tu anfitriona, ¿por qué no lo haces?
—¿A quién? ¿De quién estás hablando?
—Hester Campbell —dijo ella—. No me digas que no la estás viendo.
—Por asuntos de negocios. La he visto por negocios. Si has contratado detectives, te arrepentirás…
—Yo no necesito detectives, tengo mis fuentes. ¿Le diste la casa por motivos de negocios? ¿Le compraste toda esa ropa por motivo de negocios?
—¿Qué sabes de la casa? ¿Has estado en esa casa?
—No te importa.
—Sí —la palabra silbó como el vapor que escapa de un sistema de presión sobrecargado—. Me importa. ¿Estuviste en esa casa hoy?
—Tal vez.
—Contéstame, loca.
—No puedes hablarme así —empezó a insultarlo en una voz baja y ronca. Sonaba como si algo se estuviera desgranando dentro de ella, permitiendo el nacimiento de una personalidad más violenta.
De pronto ella se levantó y la vi cruzar el patio en línea recta, moviéndose entre los bailarines como si fuesen fantasmas, criaturas de su mente. Su cadera chocó contra el marco de la puerta al entrar en el bar.
Salió en seguida, por otra puerta. Alcancé a divisar su cara a la luz de la piscina. Estaba blanca y asustada. Tal vez la gente la asustase. Rodeó el extremo menos profundo de la piscina, repiqueteando sus tacones altos y entró en una cabaña del lado más alejado.
Me dirigí lentamente hacia el otro extremo de la piscina. El trampolín se erguía brillante contra un banco de niebla que ocultaba el mar. El extremo cercano al océano estaba rodeado por una gruesa alambrada. Desde un portón cerrado en la cerca, un tramo de escalones de hormigón descendía hasta la playa. Las mareas altas habían carcomido y destruido los últimos peldaños.
Me apoyé en el poste del portón y encendí un cigarrillo. Tuve que proteger con las manos el fósforo contra la ráfaga de aire frío que subía del agua. Esto y el cielo cargado sobre mi cabeza creaban la ilusión de que estaba en la proa de un barco lento que se dirigía hacia la oscuridad nebulosa.