18

Graff se acercó a nosotros pavoneándose por el borde de la piscina, arrastrando su gorjeante harem y sus eunucos. No tenía ganas de hablar con él y me volví de espaldas hasta que pasó. Sammy estaba bostezando con hostilidad.

—De veras necesito un trago —dijo—. Mis ojos están enfocando. ¿Qué tal si vamos juntos al bar?

—Más tarde, quizá.

—Te veré. No repitas a nadie lo que te conté.

Le prometí que no lo haría y Sammy se alejó hacia las luces y la música. En ese momento no había nadie en la piscina, a excepción de su vigilante negro, que se movía bajo el trampolín. Vino corriendo en mi dirección, con los brazos cargados de toallas usadas, y las llevó a un cuarto iluminado al final de la hilera de cabañas.

Me acerqué y golpeé la puerta abierta. El vigilante se volvió desde un saco de lona donde había dejado caer las toallas. Vestía ropas de atleta de color gris con las palabras Channel Club sobre el pecho.

—¿En qué puedo servirle?

—En nada, gracias. ¿Cómo están los peces tropicales?

Me dirigió una fugaz sonrisa de reconocimiento.

—No hay problemas de peces tropicales esta noche. Solamente problemas de gente. Siempre hay problemas de gente. ¿Por qué quieren nadar en una noche como esta? Supongo que es por la bebida. ¡La forma en que la hace bajar es una revelación!

—Hablando de hacerla bajar, tu jefe parece un especialista.

—¿El señor Bassett? Sí, bebe como una esponja últimamente, desde que murió su madre. Como una verdadera esponja. Estaba muy apegado a su madre —la cara negra estaba lisa y floja pero los ojos eran sardónicos—. Me dijo que era la única mujer a quien había querido.

—Bravo por él. ¿Sabes dónde está el señor Bassett ahora?

—Circulando —revolvió al aire con un dedo—. Circulando por todas las fiestas. ¿Quiere que se lo busque?

—Ahora no, gracias. ¿Conoces a Tony Torres?

—Lo conozco bien. Trabajamos juntos muchos años.

—¿Y a su hija?

—Un poco —dijo en guardia—. También trabajó aquí.

—¿Tony andará todavía por ahí? No está en el portón.

—No. Se retira de noche, haya o no fiesta. Su suplente no apareció esta noche. Tal vez el señor Bassett se olvidó de llamarlo.

—¿Dónde vive Tony? ¿Lo sabes?

—¡Cómo para no saberlo! Vive prácticamente bajo sus pies. Tiene una habitación al lado del cuarto de la caldera, se mudó allí el año pasado. Tenía mucho frío de noche, me dijo.

—¿Muéstramelo, quieres?

No se movió, excepto para mirar su reloj de pulsera.

—Es la una y media. No querrá despertarlo en mitad de la noche.

—Sí —dije—, quiero.

Se encogió de hombros y me llevó a lo largo de un pasillo cargado del olor jabonoso de las duchas, por un tramo de escalones de hormigón, hacia un ambiente de invernáculo, a través de un secadero en el que los trajes de baño colgaban en perchas de madera como serpientes desolladas, entre dos grandes calderas que calentaban la piscina y los edificios. Detrás de éstas habían levantado un cuarto dentro de otro cuarto, de madera terciada de dos por cuatro.

—Tony vive aquí porque quiere —dijo el vigilante, un tanto defensivamente—. No quiere vivir más en su casa de la playa, la tiene alquilada. No desearía que lo despertara. Tony es un hombre viejo, necesita descansar.

Pero Tony estaba despierto. Sus pies descalzos se deslizaron por el suelo. Se encendió una luz, iluminando las grietas de las paredes de madera terciada y enmarcando la puerta. Tony la abrió y nos miró parpadeando, un anciano de vientre abultado, con larga ropa interior y un relicario colgado al cuello.

—Lamento sacarlo de la cama. Me gustaría hablar con usted.

—¿Sobre qué? ¿Qué pasa? —se rascó la cabeza despeinada, canosa.

—Nada malo —sólo dos asesinatos en su familia, sobre uno de los cuales yo no debería saber nada—. ¿Puedo pasar?

—Por supuesto que sí. Dicho sea de paso, estaba pensando que me gustaría hablar con usted.

Empujó la puerta para abrirla del todo y se echó a un lado con un gesto casi cortesano.

—¿Entras, Joe?

—Tengo que volver arriba —dijo el vigilante.

Le di las gracias y entré. La habitación era calurosa y pequeña, iluminada por una bombilla desnuda al final de un cable de prolongación. Nunca había visto una celda de monje, pero este cuarto probablemente podía haber hecho las veces de una. Una cómoda con barniz de roble, un catre de hierro, una silla de cocina, un armario de cartón sin puerta, que contenía un traje de sarga azul, una chaqueta de cuero y un uniforme limpio. El catre estaba cubierto con desteñidas sábanas de franela celeste y una vieja maleta con cerraduras de bronce, sobresalía de debajo. Dos retratos compartían la pared a la cabecera de la cama. Una era una fotografía de estudio coloreada a mano, de una bonita muchacha de ojos oscuros, con un vestido blanco que parecía el de graduación de la escuela secundaria. El otro era una Virgen en cuatro colores, que sostenía un corazón ardiente en la mano extendida.

Tony me señaló la silla de cocina y se sentó sobre la cama. Rascándose otra vez la cabeza, miraba el suelo con ojos tan impasibles como la antracita. Los grandes nudillos de su mano derecha estaban apretados e hinchados.

—Sí, he estado pensando —repitió— todo el día y la mitad de la noche. Usted es detective, dice el señor Bassett.

—Privado.

—Sí, privado. Así los quiero. Esos polis del condado, ¿quién puede tener confianza en ellos? Andan corriendo en sus bonitos autos arrestando a la gente por no tener luces atrás o por tirar una lata de cerveza en la cuneta de la carretera. Cuando pasa algo malo de verdad, nunca están allí.

—Generalmente están, Tony.

—Tal vez. He visto algunas cosas curiosas en mis tiempos. Como lo que pasó el año pasado, en mi propia familia.

Su cabeza giró lentamente hacia la izquierda, bajo una presión intangible pero irresistible, hasta que quedó mirando a la joven del vestido blanco.

—Supongo que habrá oído hablar de Gabrielle, mi hija.

—Sí, he oído hablar.

—La encontré en la playa con varios disparos en el cuerpo. El 21 de marzo del año pasado. Estuvo fuera toda la noche, se suponía que en casa de una amiga. La encontré por la mañana, dieciocho años, mi única hija.

—Lo siento.

Su mirada negra me examinaba la cara, midiendo la profundidad de mi compasión. Su ancha boca estaba distorsionada por el dolor de decir la verdad:

—No me estoy quejando. Fue culpa mía, lo veía venir. ¿Cómo podía criarla solo? ¿Una chica sin madre? ¿Una chica guapa? —otra vez su mirada giró noventa grados y volvió a mí—. ¿Cómo podía decirle lo que tenía que hacer?

—¿Qué le pasó a su mujer, Tony?

—¿Mi mujer? —la pregunta lo sorprendió. Tuvo que pensar un momento.

—Se fue de mi lado. Hace muchos años de eso. Se fue con un hombre, lo último que supe es que estaba en Seattle, siempre loca por los hombres. Mi Gabrielle salió a ella, creo. Fui a la Sociedad Católica de Beneficencia, a preguntar qué debía hacer, mi hija escapaba a mi control como una yegua alzada… No le dije eso al Padre, esas palabras. El Padre me dijo que la metiera en un colegio de monjas, pero era demasiado dinero. Demasiado dinero para salvar la vida de mi hija. Muy bien, me guardé el dinero. Tengo el dinero en el Banco y no tengo en quién gastarlo.

Se volvió y le dijo a la Virgen:

—Soy un sucio viejo idiota.

—No se puede vivir la vida de ellos, Tony.

—No. Lo que pude haber hecho, podía haberla mantenido encerrada con una buena gente que la cuidaran. Podía haber mantenido a Manuel lejos de mi casa.

—¿Tuvo algo que ver con su muerte?

—Manuel estaba en la cárcel cuando ocurrió. Pero fue quien la echó a rodar. No me di cuenta durante mucho tiempo: le enseñó a mentirme, a decir que había estado en un partido de basquet en el colegio, o nadando, o que había pasado la noche con una amiga. Siempre andaba dando vueltas en motocicletas por Oxnard, aprendiendo a ser una puerca… —su boca se cerró firmemente sobre la palabra no pronunciada.

Después de una pausa, prosiguió con más calma:

—Esa chica que vi con Manuel en Venice Speedway, la del convertible, Hester Campbell. Con ella se suponía que Gabrielle iba a pasar la noche, la noche que la mataron. Luego viene usted aquí esta mañana, preguntando por Manuel. Me hizo pensar, sobre quién la habrá matado. Manuel y la rubia, ¿por qué andan juntos, me lo puede decir?

—Más tarde tal vez pueda. Dígame, Tony, ¿todo lo que ha hecho es pensar?

—¿Eh?

—¿Salió del club hoy o esta noche? ¿Ha visto a su sobrino Manuel?

—No. No a las dos preguntas.

—¿Cuántas pistolas tiene?

—Sólo una.

—¿Qué calibre?

—Un revólver Colt cuarenta y cinco —su mente tenía una sola pista y estaba demasiado preocupada para captar la relación—. Aquí.

Buscó detrás de la almohada aplastada y me entregó su revólver. Su recámara estaba llena y no mostraba signos de haber sido disparada recientemente. De todos modos, las cápsulas que había hallado junto al cadáver de su sobrino eran de calibre mediano, probablemente treinta y dos. Sopesé el Colt.

—Bonita arma.

—Sí. Pertenece al club. Tengo permiso para llevarla —se la devolví. Apuntó al suelo mirando a lo largo del cañón. Habló en una voz muy vieja, seca, asexuada, terrible—: Si alguna vez llego a saber quién la mató, recibirá esto. No voy a esperar que los tramposos policías me hagan el trabajo —se inclinó hacia delante y me golpeó el brazo con el cañón muy suavemente—: Usted es detective; encuéntreme al que me mató a mi hija, le daré todo lo que tengo. El dinero en el Banco, más de mil dólares, ahorro dinero estos días. Una propiedad alquilada en la playa, la hipoteca está pagada.

—Consérvela así. Y guarde su pistola, Tony.

—Estuve en la artillería durante la primera guerra mundial. Sé manejar armas.

—Demuéstrelo. Demasiada gente sacaría provecho de ello si me hiciera matar en un accidente con armas de fuego.

Deslizó el revólver debajo de la almohada y se puso de pie.

—Es demasiado tarde, ¿eh? Casi dos años, un tiempo muy largo. No está interesado en búsquedas inútiles, tiene otras cosas que hacer.

—Estoy muy interesado. En realidad por eso quería hablarle.

—¿Es lo que llaman una coincidencia, eh? —estaba muy orgulloso del término.

—No creo mucho en las coincidencias. Si uno busca el origen generalmente tienen un significado. Estoy casi seguro de que ésta lo tiene.

—¿Quiere decir —dijo lentamente— Gabrielle, Manuel y la rubia de Manuel?

—Y usted y otras cosas. Todas encajan.

—¿Otras cosas?

—No las vamos a analizar ahora. ¿Qué le dijo la Policía en marzo?

—No había pruebas, dijeron. Anduvieron revolviendo por aquí unos días y cerraron el caso. Dijeron que había sido algún ladrón, pero no sé. ¿Qué ladrón va a matar a una chica por setenta dólares y cinco centavos?

—¿Fue violada?

Algo como polvo apareció en la superficie de sus ojos de antracita. Los músculos abultaban en su cara como nueces de varios tamaños en una bolsa de cuero, alterando su forma. Divisé la pasión de gallo de pelea que lo había sostenido durante seis rounds contra Armstrong en la vejez de sus piernas.

—No hubo violación —dijo dificultosamente—. El doctor en la autopsia dijo que un hombre había estado con ella en algún momento de la noche. No quiero hablar de eso. Tome.

Se agachó y sacó la maleta de debajo de la cama, la abrió violentamente, revolvió bajo una pila de camisas revueltas. Se levantó respirando fuertemente, con una revista manoseada en las manos.

—Tome —dijo con brusquedad—. Lea esto.

Era una revista de crímenes de la vida real, de portada sensacionalista y la abrió por en medio, en un artículo titulado «El asesinato de la virgen violada». Era una relación del asesinato de Gabrielle Torres, ilustrada con fotografías de ella y de su padre, una de las cuales era una reproducción borrosa de la que estaba en la pared. Tony aparecía hablando con un policía vestido de civil, identificado en el pie como el comisario Theodore Marfeld. Marfeld había envejecido desde marzo del año anterior.

La narración comenzaba:

«Era una embalsamada noche primaveral en la playa de Malibú, el alegre campo de juegos de la capital del cine. Pero el cálido viento tropical que batía las olas hacia la costa resultaba de alguna manera amenazador a Tony Torres, exboxeador de peso ligero y actual guardián del exclusivo Channel Club. No se alteraba fácilmente después de tantos años entre las cuerdas, pero esta noche Tony estaba desesperadamente preocupado por su alegre hija adolescente, Gabrielle.

»¿Qué la retrasaría? Se preguntaba Tony una y otra vez. Le había prometido regresar a medianoche. Eran las tres de la mañana… Ahora las cuatro, y no llegaba. El despertador barato de Tony marcaba los minutos sin remordimientos. Las olas que tronaban en la playa bajo su modesta casa de la costa sonaban en sus oídos como el eco de la voz del propio destino…».

Perdí la paciencia con las frases estereotipadas y el exceso de palabras, índice seguro de que el cronista no había tenido mucho que decir. Así era. El resto de la narración, a la que eché un vistazo rápido, sugería mucho bajo un velo de prosa pseudopoética, en base a unos pocos hechos.

Gabrielle tenía mala reputación. Había habido hombres anónimos en su vida. Su cuerpo al ser encontrado contenía semen y dos balas. La primera había causado una herida superficial en su muslo. Había sangrado considerablemente. La contradicción era que habían transcurrido varios minutos entre el disparo de la primera y el de la segunda balas.

La segunda bala había penetrado en la espalda, buscando su salida a través de las costillas y deteniéndola el corazón.

Ambas balas eran del veintidós y habían sido disparadas por el mismo revólver de cañón largo, imposible de localizar. Eso era lo que habían dicho los expertos en balística. Theodore Marfeld había dicho (sus palabras concluían el artículo): «Nuestras hijas deben ser protegidas. Voy a esclarecer este hediondo crimen aunque me lleve el resto de mi vida. Por el momento, no tengo pistas definidas».

Alcé la mirada hacia Tony:

—Buen tipo, Marfeld.

—Sí —había oído la ironía—. Lo conoce, ¿eh?

—Lo conozco.

Me puse de pie. Tony me quitó la revista de las manos, la arrojó en la maleta y de un puntapié la metió bajo la cama. Alcanzó el interruptor que controlaba la luz y de un manotazo hundió el acongojado cuarto en la oscuridad.