17

No había guardián de turno cuando llegué al Channel Club. El portón estaba abierto, sin embargo, y la fiesta aún continuaba. De un ala del edificio brotaban música y luz. Había varias docenas de autos en el estacionamiento. Dejé el mío entre un Porsche negro y un Cadillac convertible de color lavanda tapizado de cuero rojizo y filetes de oro; y entré pasando bajo el árbol de Navidad rojo invertido. Parecía un símbolo de algo, pero no podía imaginarme de qué.

Llamé a la puerta de la oficina de Bassett, pero no obtuve respuesta. La piscina era una losa de brillo verde, iluminada desde abajo con focos subacuáticos y desde arriba con reflectores. La gente estaba reunida en el extremo más alejado, bajo el trampolín alto de aluminio. Descendí por un tramo de escalones de poca altura y me dirigí a lo largo del borde de azulejos hacia la gente.

La mayoría eran potrancas de Hollywood, flacas y demasiado conscientes de sí mismas, con sus vestidos largos sin hombros. Entre los hombres, reconocí a Simon Graff y a Sammy Swift y al vigilante negro de la piscina con quien había hablado por la mañana. Sus caras estaban vueltas hacia arriba, hacia una joven absolutamente inmóvil, que se hallaba de pie sobre el trampolín de diez metros.

Corrió y se lanzó al aire cruzado de luces. Su cuerpo se arqueó, dio una vuelta y media y se transformó de pájaro en pez al entrar en el agua. Los espectadores aplaudieron. Uno de ellos, un tipo ágil de cuarenta y tantos años, que vestía chaqueta de smoking, tomó una foto con flash de ella cuando subía chorreando agua por la escalerilla.

Sacudió la cabeza desdeñosamente para quitarse el agua del oscuro pelo corto y se fue a un rincón para secarse. La seguí.

—Bonito salto.

—¿Le parece? —levantó la cara hacia mí y pude ver que no era una chica y que hacía años que había dejado de serlo—. No trataría de hacerlo otra vez. Calculé mal el tiempo. Puedo hacerlo en tirabuzón cuando estoy en forma. Pero gracias igualmente.

Se pasó la toalla por una larga pierna tostada y luego por la otra, con una especie de afecto impersonal, como el de alguien cepillando un caballo de carreras.

—¿Salta en concursos?

—Lo hacía hace tiempo. ¿Por qué?

—Me estaba preguntando qué motivos podía tener una mujer para querer hacer eso. Ese trampolín es muy alto.

—Una tiene que hacer algo bien y no soy bonita —su sonrisa era delgada y agonizante—. El doctor Frey, un psiquíatra amigo mío, dice que el trampolín es un símbolo fálico. De todos modos, ya sabe lo que dicen los nadadores: una campeona de salto es una nadadora sin sesos.

—Creía que una campeona de salto era una nadadora con coraje.

—Eso es lo que dicen los campeones de salto. ¿Conoce muchos?

—No, pero me gustaría. ¿Hester Campbell era amiga suya por casualidad?

Su cara se volvió inerte.

—Conozco a Hester —dijo cautelosamente—. No la llamaría amiga.

—¿Por qué no?

—Es una historia muy larga y tengo frío —se volvió bruscamente y se dirigió corriendo hacia los vestuarios. Sus caderas no se movían.

—Silencio todos —dijo una fuerte voz—. Están a punto de presenciar la maravilla del siglo, traída para ustedes a un precio fabuloso.

Provenía de un hombre de cabello gris, parado en la plataforma del trampolín de cinco metros. Sus piernas eran flacas, su pecho caído, su vientre una pelota de cuero marrón que estiraba sus pantalones cortos. Lo miré de nuevo y vi que era Simon Graff.

—¡Señoras y caballeros! —Graff se dio sombra en los ojos con una mano y miró alrededor chistosamente—. ¿Hay señoras presentes? ¿Y caballeros?

Las mujeres reían ahogadamente. Los hombres a carcajadas. Sammy Swift, que estaba parado junto a mí, se parecía cada vez más a un fantasma que hubiese visto al coco.

—Miren, chicos y chicas —gritaba Graff con una voz alta y antinatural—. El gran Graffissimo, en su único salto mortal, ¡desafiando a la muerte!

Corrió un pequeño trecho sobre sus pies planos y se arrojó con los brazos a los lados imitando lo que los chicos solían llamar «chapuzón del soldado muerto». Su gente esperó hasta que salió a la superficie y luego empezaron a aplaudir, golpear las manos y silbar.

Sammy Swift notó mi silencio y se acercó. No me reconoció hasta que lo llamé por su nombre. Podía haber prendido fuego a su aliento.

—Lew Archer, maldito seas. ¿Qué estás haciendo en esta galère?

—Enterándome de chismes.

—Claro que sí. Hablando de chismes, ¿llegaste a ver a Lance Leonard?

—No, mi amigo se puso enfermo y cancelamos la entrevista.

—Mala suerte, ese chico ha hecho carrera. Hubiese sido un artículo interesante.

—Explícate.

—Ah, ah —movió la cabeza—. Dile a tu amigo que lo consulte en Publicidad. He oído decir que hay una versión oficial y una no-oficial.

—¿Qué detalles has oído?

No sabía que buscaras noticias para los diarios, Lew. ¿Cuál es tu intención? ¿Estás tratando de gastar una broma a Leonard? —Sus ojos nublados se habían aclarado y entrecerrado. No estaba borracho como había creído y el tema era escabroso. Me alejé de él.

—Estoy tratando de hacer un favor a un amigo.

—¿Estás buscando a Leonard ahora? No lo he visto aquí esta noche.

Graff alzó la voz de nuevo.

Achtung, todos. Es hora de hacer prácticas con salvavidas —sus ojos estaban vacíos y su boca floja. Dio un paso hacia la hilera de chicas que se reían y señaló a una que vestía un traje plateado. Su índice se hundió en el hombro de ella.

—¡Tú! ¿Cómo te llamas?

—Martha Mathews —ella sonrió en una agonía de placer. La alcanzaba un rayo de luz.

—Eres una chica muy graciosa, Martha.

—Gracias —ella lo sobrepasaba en altura—. Muchas gracias, señor Graff.

—¿Te gustaría que te salvara la vida, Martha?

—Me encantaría.

—Adelante, entonces. Salta.

—¿Y mi vestido?

—Puedes quitártelo, Martha.

—¿Puedo?

—Acabo de decirlo.

Ella se sacó el vestido por la cabeza y se lo entregó a una de las otras chicas. Graff la empujó hacia atrás, y cayó a la piscina. El ágil fotógrafo tomó una instantánea de la acción. Graff se tiró tras ella y la arrastró hasta la escalerilla, con una mano venosa aferrada a su carne. Ella sonreía. El vigilante de la piscina los observaba sin ninguna expresión en su rostro negro.

Sentía ganas de pegarle a alguien. No había nadie lo bastante cerca. Me alejé y Sammy Swift me siguió. En el extremo menos profundo de la piscina nos apoyamos contra una maceta elevada de opulentas begonias y encendimos cigarrillos. La cara de Sammy aparecía delgada y pálida en la media luz.

—Tú conoces bastante bien a Simon Graff —afirmé.

Sus ojos pestañearon.

—Hay que conocerlo bien para sentir por él lo que siento. He estado estudiando al Hombre desde el punto de vista de un gusano, desde hace alrededor de cinco años. Lo que no sé de él no merece saberse. Lo que sé, tampoco lo merece. Sin embargo es interesante. ¿Sabes por qué hace ese simulacro de salvar vidas, por ejemplo? Lo hace puntualmente como un reloj, en todas las fiestas, pero estoy seguro de que soy el único que sabe por qué. Seguramente ni siquiera él mismo lo sabe.

—Dímelo.

Sammy asumió un aire de sabiduría. Dijo en la jerga del psicoanalista:

—Sime tiene una neurosis compulsiva, tiene que hacerlo. Tiene una fijación por la chica que se mató el año pasado.

—¿Qué chica es esa? —dije tratando de mantener mi voz libre de excitación.

—La chica que encontraron en la playa llena de balas. Ocurrió cerca de aquí —señaló con un ademán al océano que se extendía, invisible, más allá del límite de la luz—. Sime estaba loco por ella.

—Interesante, si es verdad.

—Diablos, puedes tomarme la palabra. Estaba con Sime esa mañana cuando recibió la noticia. Tiene un teletipo en la oficina (siempre quiere ser el primero en saberlo todo) y cuando vio el nombre de ella en la cinta se puso blanco como una sábana, por compararlo con algo. Se encerró en su baño privado y no salió durante una hora. Cuando finalmente lo hizo simuló estar alterado por la bebida. Estaba alterado. No es el mismo desde que murió esa chica. ¿Cómo se llamaba? —trató, sin éxito, de chasquear los dedos—. Gabrielle algo.

—Me parece recordar algo del caso. ¿No era ella un tanto joven para él?

—Diablos, él está en esa edad en que les gustan realmente las jóvenes. No es que Sime sea tan viejo. El año pasado comenzó a encanecer y fue por causa de la muerte de la muchacha.

—¿Estás seguro de eso?

—Seguro que estoy seguro. Los vi juntos un par de veces esa primavera y tengo rayos X en los ojos: es una de las ventajas de ser escritor.

—¿Dónde los viste?

—Por aquí y una vez en Las Vegas. Estaban tumbados junto a la piscina de uno de los grandes hoteles, fumando el mismo cigarrillo —miró el extremo encendido de su propio cigarrillo y lo arrojó girando al agua—. Tal vez no debería contar estos chismes, pero no vas a repetir lo que te cuente y de todos modos es una vieja historia. Salvo que sigue haciendo esta disparatada parodia de salvar vidas. Está reconstruyendo su muerte, ves, tratando de salvarla. Pero, por favor, fíjate que lo hace en una piscina de agua caliente.

—Esa es la idea, sin duda.

—Sí, pero tiene sentido —dijo con cierto fanatismo—. Hace años que lo vengo observando, como quien observa las moscas en la pared y lo conozco. Puedo leer en él como en un libro abierto.

—¿Quién escribió el libro? ¿Freud?

Sammy no parecía oírme. Su mirada se había alejado hacia el extremo más alejado de la piscina, donde Graff estaba posando para los fotógrafos, con algunas de las muchachas. Me pregunté por qué la gente de cine nunca se cansaba de fotografiarse.

Sammy dijo:

—Llámame Edipo, si quieres. Odio de veras a ese desgraciado.

—¿Qué mal te ha hecho?

—Es lo que le hace a Flaubert. Estoy escribiendo el guión de Cartago, versión número seis, y siempre tengo a Sime Graff respirando sobre mi nuca —su voz cambió—. Matho es nuestro protagonista joven, no podemos permitir que se nos muera. Tenemos que mantenerlo vivo para la chica, eso es fundamental. Ya lo tengo. Ya lo tengo. Ella lo cuida hasta que se cura, después que lo hacen trizas, ¿qué tal? No perdemos nada con ese truco y en cambio le damos más corazón, el toque de corazón. Salambó lo rehabilita, ¿ves? El muchacho era medio revolucionario antes, pero la influencia de una mujer buena lo salva de sí mismo. Termina con los bárbaros por ella. La chica lo mira desde cuarenta metros de distancia. Se abrazan. Se casan —Sammy retomó su propia voz—. ¿Leíste Salambó?

—Hace mucho, una traducción. No recuerdo la historia.

—Entonces no puedes saber de lo que estoy hablando. Salambó es una tragedia, su tema es la separación. Y entonces Sime Graff me dice que le agregue un final feliz. Y lo escribo así. Cristo —dijo en tono de sorpresa—, así es como lo he escrito. ¿Por qué me haré eso a mí mismo y a Flaubert? Sentía adoración por Flaubert.

—¿Dinero? —dije.

—Sí. Dinero. Dinero —repitió la palabra varias veces con diferentes inflexiones. Parecía encontrarle nuevos matices, sutiles significados ebrios y personales que le llenaban de lágrimas la voz. Pero estaba demasiado expuesto y frágil para soportar la emoción. Se dio una palmada en la frente y rió ahogadamente—: Bien, no vale la pena llorar sobre sangre derramada. ¿Quieres un trago, Lew? ¿Quieres un trago de Danziger Goldwasser, precisamente?

—Dentro de un momento. ¿Conoces a una muchacha llamada Hester Campbell? —La he visto por ahí.

—¿Últimamente?

—No. Últimamente no.

—¿Sabes qué relación puede tener con Graff?

—No, no lo sé —me contestó cortante. El tema le molestaba y se refugió en un tono burlón—: Nadie me dice nada, sólo soy un mensajero intelectual. Un ineficaz, ineficaz mensajero intelectual. Hasta la vista —empezó a cantar con velada voz de tenor una melodía improvisada—: «Es tan censurable, pero tan indispensable, todo lo hace comprensible, es mi felicidad». Ese intelectual, tan ineficaz, mas, oh, tan sexual, mensajero intelectual, cuyo mérito no se puede desmerecer… ¿Captaste ese elegante «cuyo»?

—Lo capté.

—Esa es la marca del genio, muchacho. ¿Te dije alguna vez que yo era un genio? Tenía un cociente intelectual de 183 cuando iba al colegio de secundaria en Galena, Illinois —su frente se arrugó—. ¿Qué pasa siempre conmigo? ¿Qué pasó? Me gustaba la gente, ¡demonios! Tenía talento. No supe lo que valía eso. Vine aquí para divertirme, por seguir el juego… Siete cincuenta por semana por barajar palabras. Después resultó que no era un juego. Es para siempre, es tu vida, la única que tienes. Y Sime Graff te tiene por la nariz y no te manejas más desde dentro. Dejas de ser tú mismo.

—¿Quién eres, Sam?

—Ese es mi problema —se rió y casi se ahoga—. Tuve una visión de mí mismo la semana pasada, la vi clara como en una película. Película es una mala palabra, pero déjala pasar. Era un conejo que cruzaba corriendo un desierto. Visto desde atrás —se rió y tosió nuevamente—. Un maldito conejo de cola blanca cruzando a toda velocidad el gran desierto norteamericano.

—¿Quién te perseguía?

—No sé —dijo con una sonrisa torcida—. Me dio miedo mirar.