16

Atravesé la puerta rota invernadero. Me dirigí hacia la parte delantera. Oí pies que se movían en el suelo sobre mi cabeza, en un taconeo rápido y la tonada indefinida de una muchacha que tarareaba. Ascendí la escalera apoyando parte de mi peso sobre el pasamanos. Al final del descansillo del primer piso una luz emergía de la puerta del dormitorio delantero. Me deslicé a lo largo de la pared hasta un punto desde el cual podía ver el interior del cuarto. La chica estaba de pie junto a la cama de dosel, dándome la espalda. Estaba muy sencillamente vestida con una falda de tweed y una blusa blanca de mangas cortas. Su pelo brillante estaba cepillado y tirante alrededor de su cráneo. Una maleta de cuero blanco y forro de seda azul estaba abierta sobre la cama. Estaba guardando tiernamente algo como un vestido negro.

Se irguió y se fue al otro lado de la habitación, con las caderas balanceándose desde la cintura pequeña y flexible. Abrió la puerta de espejo de un guardarropas y entró en el interior iluminado. Cuando volvió a salir, con más ropas en los brazos, yo estaba en la habitación.

Su cuerpo se puso rígido. Los vestidos de brillantes colores cayeron al suelo. Retrocedió un paso hacia la puerta de espejo, que se cerró de golpe.

—Hola, Hester. Creí que estaba muerta.

Dejó ver sus dientes y apretó los nudillos contra ellos. Dijo desde detrás de los nudillos:

—¿Quién es usted?

—Me llamo Archer. ¿No me recuerda de esta mañana?

—¿Es usted el detective, el que se peleó con Lance?

Asentí.

—¿Qué quiere?

—Hablar un poco.

—Váyase de aquí —miró el teléfono de color marfil que estaba sobre la mesilla de noche y dijo sin convicción—: Llamaré a la Policía.

—Lo dudo mucho.

Retiró la mano de la boca y se la puso a un lado, debajo de la curva del pecho, como si allí sintiera algún dolor. El enojo y la ansiedad la tiraban de la cara, pero era una de esas chicas que no pueden parecer feas. Había una belleza de escultura en sus huesos y se paraba como si su hermosura la fuera a proteger.

—Le advierto —dijo— que algunos amigos míos van a llegar de un momento a otro.

—Formidable. Me gustaría conocerlos.

—¿Le parece?

—Me parece.

—Quédese si quiere, entonces —dijo—. ¿Le importa que siga preparando mis maletas?

—Siga, siga, Hester. Es Hester Campbell, ¿verdad?

No me contestó, ni me miró. Recogió los vestidos caídos, llevó el crujiente montón hasta la cama y comenzó a guardarlos.

—¿Dónde va a estas horas de la noche?

—No es asunto suyo.

—Podría interesarle a la Policía.

—¿Sí? Vaya y cuénteselo. ¿Por qué no lo hace? Haga lo que quiera.

—Esa manera de hablar es bastante atrevida para una chica que está escapando de la Policía.

—No estoy escapando, como dice, y usted no me asusta.

—Sólo se va a pasar un fin de semana al campo.

—¿Por qué no?

—Le oí decirle a Lance esta mañana que quería irse.

No reaccionó ante el nombre, como había tenido una media esperanza que lo hiciese. Sus hábiles manos continuaron doblando los últimos vestidos. Me gustaba su coraje y desconfiaba de él. Podría haber una pistola en la maleta. Pero cuando por fin se volvió, tenía las manos vacías.

—¿Irse de dónde, de qué? —dije.

—No sé de qué está hablando y no me interesa en absoluto —pero le interesaba.

—Esos amigos suyos que vienen para acá… ¿Es Lance Leonard uno de ellos?

—Sí, y será mejor que se vaya antes que llegue.

—¿Está segura de que va a venir?

—Ya lo verá.

—Valdrá la pena verlo. ¿Quién cargará con la canasta?

—¿Qué canasta? —dijo con una vocecita aguda.

—Lance ya no anda por sí solo. Tienen que llevarle en una canasta.

Se puso la mano a un lado otra vez. El dolor había subido algo más. Su cuerpo se movía encolerizado, caderas y hombros trataron de pasar por el estrecho espacio entre la cama y yo. Le bloqueé el paso.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Esta noche.

—¿A qué hora?

—No sé. Hace varias horas. ¿Qué importa?

—Le importa a usted. ¿Cómo estaba cuando lo dejó?

—Estaba muy bien. ¿Le ha sucedido algo?

—Dígamelo a mí, Hester. Usted deja una huella de destrucción, como Sherman marchando sobre Georgia.

—¿Qué pasó? ¿Está herido?

—Malherido.

—¿Dónde está?

—En su casa. Pronto estará en la morgue.

—¿Se está muriendo?

—Está muerto. ¿No se lo dijo Carl Stern?

Movió la cabeza. Era más una convulsión que una negativa.

—Lance no puede estar muerto. Usted está loco.

—A veces pienso que soy el único que no lo está.

Se sentó sobre el borde de la cama. A lo largo del nacimiento en pico de su pelo había una hilera de pequeñas gotitas. Se las enjugó con la mano y su pecho derecho se levantó con el movimiento del brazo. Alzó la vista hacia mí, los ojos adormecidos por la impresión. Era muy buena actriz, si es que estaba actuando.

No pensaba que lo estuviera haciendo.

—Su buen amigo está muerto —dije—. Alguien le disparó.

—Miente.

—Quizá hubiera debido traer el cadáver. ¿Quiere que le diga dónde recibió las balas? Una en la sien, otra en el ojo. ¿O ya lo sabe? No quiero aburrirla a muerte…

Su frente se arrugó. La boca se le estiró en un rectángulo trágico.

—Usted es horrible. Está inventando eso, para que le diga cosas. Dijo lo mismo de mí: que estaba muerta —en sus ojos brotaron lágrimas—. Daría cualquier cosa con tal de hacerme hablar.

—¿Qué clase de cosas me diría si hablase?

—No tengo por qué contestar sus preguntas, ninguna de ellas.

—Piénselo un poco y tal vez quiera contestarlas. Parece que la están usando de chivo expiatorio.

Me dirigió una mirada perpleja.

—Es bastante ingenua, ¿no le parece?, a pesar de la compañía en que anda. ¡Bonita compañía! La están preparando para una acusación de asesinato. Vieron la oportunidad de matar dos pájaros de un tiro, liquidar a Lance y arreglarla a usted al mismo tiempo.

Estaba tocando de oído, pero la melodía me resultaba familiar y ella estaba escuchando en serio. Dijo con voz apagada:

—¿Quién haría eso?

—El que la convenció de que se fuera de viaje.

—Nadie me convenció. Yo quería hacerlo.

—¿De quién fue la idea? ¿De Leroy Frost?

Su mirada titubeó y se ensombreció.

—¿Qué le dijo Frost que hiciera? ¿Dónde le dijo que fuera?

—No fue el señor Frost. Fue Lance quien habló conmigo. Así que lo que usted dice no puede ser cierto. Él no planearía su propia muerte.

—No si supiera de qué se trataba. Es evidente que no lo sabía. Le hicieron chantaje como hicieron con usted.

—Nadie me hizo chantaje —dijo tercamente—. ¿Por qué iban a querer hacerlo?

—Vamos, Hester, no es una ingenua. Sabe mejor que yo lo que ha estado haciendo.

—No he hecho nada malo.

—La gente tiene diferentes reglas, ¿no es así? Algunos de nosotros creemos que el chantaje es el juego más sucio del mundo.

—¿Chantaje?

—Mire a su alrededor y déjese de actuar. No me va a decir que Graff le regala cosas porque le gusta su peinado. He visto mucho chantaje en este pueblo. Puedo olerlo en la gente. Y usted está metida hasta el cuello.

Se tocó el cuello. Su resistencia a la sugestión se estaba agotando. Miró las paredes rosas a su alrededor y lentamente fue tomando su color. Era un auténtico rubor de jovencita, el primero que veía en mucho tiempo y me hizo dudar. Dijo:

—Está inventando eso.

—Tengo que hacerlo. No me dice nada. Tengo que guiarme por lo que veo y oigo. Una muchacha abandona a su marido, se junta con un luchador descalificado que anda con delincuentes. Al instante aparece llena de dinero. Lance tiene un contrato de cine, usted tiene su bonita casa en Beverly Hills y Simon Graff se convierte en su hada madrina, ¿por qué?

No me contestó. Se miró las manos, que se retorcían sobre su falda.

—¿Qué le ha estado vendiendo? —dije—. Y, ¿qué tiene que ver Gabrielle Torres en esto?

Su cara había perdido el color y estaba pálida y sombreada de azul debajo de los ojos. Su mirada estaba vuelta hacia dentro, fija en una imagen mental que parecía aterrarla.

—Creo que sabe quién le mató —dije—. Si es así, será mejor que me lo diga. Es hora de sacar las cosas a la luz, antes de que muera más gente. Porque usted será la próxima, Hester.

Sus labios se abrieron como los de un muñeco controlado por un ventrílocuo:

—Yo no… —su voluntad se impuso, haciéndole cortar la frase.

Sacudió la cabeza violentamente, haciendo saltar las lágrimas de sus ojos. Se tapó la cara manchada con las manos y se arrojó de lado sobre la cama. El miedo la penetraba, con el silencioso rigor de una descarga eléctrica, haciendo temblar de frío su cuerpo. Algo que parecía compasión surgió del centro del mío. El problema con la piedad era que siempre se convertía en otra cosa: repulsión o deseo. Ella estaba quieta ahora, tirada en la cama, con una cadera arqueada en una curva desolada.

—¿Me va a contar lo de Gabrielle?

—No tengo nada que contarle —su voz era pequeña y ahogada.

—¿No sabe quién mató a Lance?

—No. Déjeme sola.

—¿Qué le dijo Carl Stern?

—Nada. Teníamos una cita. La quería postergar, eso es todo.

—¿Qué clase de cita?

—No es asunto suyo.

—¿La va a llevar a dar un paseo?

—Tal vez —parecía habérsele escapado la alusión.

—¿Un paseo sin retorno?

Esta vez lo entendió y se incorporó casi gritando.

—Váyase, sádico. Conozco a los de su clase; he visto a detectives de la Policía atormentar a gente indefensa. Si es hombre, váyase de aquí.

Su torso estaba vuelto de lado y sus pechos destacaban bajo la blusa blanca. Sus labios rojos se curvaron y sus ojos relampaguearon azules. Era una muchacha extraordinariamente hermosa, pero había algo más que eso: me parecía que era derecha.

Me sorprendí a mí mismo dudando de mis premisas, dudando de que ella fuera de algún modo una delincuente. Además, había bastante verdad en su acusación, bastante crueldad en mi voluntad de justicia, bastante deseo en mi compasión, como para que la habitación me resultara incómoda. Le dije buenas noches y salí de allí.

El problema era amar a la gente, tratar de ayudarla, sin querer nada de ella. Yo estaba aún muy lejos de la solución.