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Salí de casa como había entrado y me dirigí en mi automóvil hacia Canyon. Unas pocas estrellas se asomaban entre serpentinas de nubes que flotaban a lo largo de la cumbre. Las luces de las casas en las laderas eran islas en la oscuridad, a través de las que corría la carretera, blanca bajo la luz de mis faros. Al tomar una alta curva pude ver el resplandor de las ciudades costeras, lejos y abajo a mi izquierda como una fosforescencia dejada por el agua en la orilla.

La casa de Lance Leonard permanecía a oscuras. Estacioné en una zona cubierta de arena, treinta metros antes de su carretera de entrada. La pronunciada pendiente estaba resbaladiza por la neblina. La puerta principal estaba cerrada con llave y nadie contestó a mi llamada.

Probé la puerta del garaje. Se abrió fácilmente cuando levanté el pestillo. El Jaguar había vuelto al redil y la motocicleta se hallaba en su sitio. Pasé por entre medias de ellos para llegar a la entrada lateral. Esta puerta no estaba cerrada con llave.

Los óvalos de luz concéntricos que lanzaba mi linterna se deslizaron, precediéndome, por el suelo del depósito, por el linóleo a cuadros de la cocina, por el roble de la sala de estar; ascendieron por la pared de cristal contra la cual la noche gris se apretaba pesadamente, alrededor y por encima de la chimenea de piedra, donde un tronco humeante se estaba desintegrando en cenizas como talco y copos de fuego de color rojo opaco. La repisa de la chimenea tenía un soporte con una hilera de pipas y un frasco de tabaco, un reloj Atmos, que señalaba las once menos tres minutos, un marco de plata con una atractiva fotografía de Lance Leonard sonriendo con su encanto gatuno.

Lance estaba muy cerca de la puerta principal. Vestía una chaqueta de etiqueta a cuadros, pantalones de color azul noche y zapatillas de baile azules, pero no iba a ninguna parte. Yacía de espaldas con sus pies señalando ángulos opuestos del techo. Un ojo asfáltico miraba la luz, sin pestañear. El otro había sido destrozado por una bala.

Me puse guantes, me arrodillé y vi la segunda herida de bala en la sien izquierda. No mostraba sangre. El pelo a su alrededor estaba chasmuscado, la piel salpicada de marcas de pólvora. Recorrí el suelo a gatas. Al mover a un lado una de sus piernas encontré una cápsula de cobre usada, de calibre mediano. Aparentemente había rebotado en la pared o en la ropa del asesino y rodado por el suelo antes de que Leonard cayera sobre ella.

Me llevó mucho tiempo encontrar la segunda cápsula. Finalmente abrí la puerta principal y la vi brillar en la rendija entre el umbral y el escalón de cemento. En cuclillas en el vano de la puerta, dándole la espalda al muerto, traté de reconstruir el asesinato. Parecía bastante sencillo. Alguien había llamado a la puerta y esperado con una pistola a que Leonard abriera. Le había disparado en un ojo; luego que Leonard cayó le había disparado otra vez, para estar seguro, y se había ido y cerrado la puerta. Tenía un mecanismo que la hacía cerrarse con llave por sí sola.

Dejé las cápsulas donde estaban y pasé revista al resto de la casa. La sala de estar era casi tan impersonal como un cuarto de hotel. Hasta las pipas de la chimenea habían sido compradas al mismo tiempo y sólo una de ellas había sido usada. El tabaco del frasco estaba seco como paja. No había nada más que tabaco en el frasco y nada más que leña en la leñera. El bar portátil del rincón estaba bien provisto de botellas, la mayoría de las cuales no habían sido abiertas.

Fui al dormitorio. Las cómodas de roble claro estaban llenas del botín de las tiendas Miracle Mile: pilas de camisas a medida, hechas con tela inglesa de algodón, gabardinas de lana y tela de Madrás; corbatas pintadas a mano, calcetines a rombos, echarpes de seda, jerseys de cachemir en todos los colores del arco iris. Un cajón para pañuelos contenía gemelos de oro y pinzas para corbata con monogramas, una pulsera de identidad de oro con el nombre de Lance Leonard grabado; una medalla ennegrecida concedida a Manuel Torres (se leía en el reverso) por el campeonato intermedio de pista y campo, Escuela Secundaria de Serena, 1945; cinco relojes de pulsera muy caros y un cronómetro. El muchacho había estado corriendo contra el tiempo.

Miré en el ropero. Sobre unas barras de madera había una docena de pares de zapatos que acompañaban la docena de trajes y chaquetas que colgaban sobre ellos. Una escopeta de dos cañones estaba en un rincón, junto a una pila de sesenta centímetros de revistas de historietas y crímenes. Hojeé algunas de las que estaban encima: Terror, Deseo, Horror, Crimen, Pasión.

En las repisas, a la cabecera de la cama, había algunos libros de otra clase: un catecismo encuadernado en cuero marroquí, dedicado con letra de mujer. Manuel Purificación Torres, 1943; una vieja vida de Jack Dempsey, leída hasta quedar hecha jirones, cuya primera página decía: «Manny Terrible Torres, Calle West Nopal 1734, Los Ángeles, California, Estados Unidos, Hemisferio Occidental, la Tierra, el Universo». Un manual de inglés hablado, cuyas primeras páginas estaban fuertemente subrayadas con lápiz. El nombre en la primera página era Lance Leonard.

El cuarto y último libro era un álbum de recortes de cuero estampado. Una fotografía de periódico de la primera página mostraba un Lance juvenil inclinado hacia la cámara con sus anchos hombros y su talle de avispa. El pie decía que Manny Torres se estaba entrenando con su tío Tony, veterano luchador de clubs, y que los expertos le veían una excelente posibilidad de alcanzar la categoría peso ligero de los guantes de oro. No figuraba el resultado. La segunda noticia era una corta información sobre el debut profesional de Lance Torres. Había dejado fuera de combate a otro peso mediano a los dos minutos del segundo, y así sucesivamente en veinte encuentros que iban desde los de seis hasta los de doce. Ninguno de los recortes mencionaba su arresto y suspensión.

Dejé el álbum en su sitio en el estante y regresé junto al muerto. En el bolsillo interior tenía una cartera de lagarto repleta de dinero, una libreta de direcciones, que hacía juego con aquélla, llena de nombres y números telefónicos de muchachas dispersas entre National City y Ojai. Dos de los nombres eran Hester Campbell y Rina Campbell. Anoté sus teléfonos de Los Ángeles.

Había una cigarrera de oro llena de cigarrillos de marihuana en el bolsillo externo de su smoking. En el mismo bolsillo encontré una invitación impresa en un sobre dirigido al Sr. Lance Leonard, con la dirección de Coldwater Canyon. El señor y la señora de Simon Graff se complacían en invitarle a una Saturnalia Romana que tendría lugar esa noche en el Channel Club.

Puse todo en su sitio y me levanté para irme; en la puerta me volví para echarle una última mirada al muchacho. Yacía exhausto por el salto increíble de la nada al sol. Su cara tenía el color del marfil viejo a la luz de la linterna. La apagué y dejé que la oscuridad se apoderara de él.

—Lance Manuel Purificación Torres Leonard —dije en voz alta a modo de epitafio.

Fuera, un manojo de nube me humedeció la cara, como lágrimas pobres y frías. Me encaminé al auto con las piernas pesadas. Antes de poner en marcha el motor oí otro motor quejándose al subir la cuesta desde el bulevar Ventura. Los faros treparon por la nube colgante. Dejé mis luces apagadas.

Los faros giraron al tomar la curva final, proyectados por un Sedán oscuro con un parachoques cromado macizo. Sin titubear entraron en la carretera de Leonard e iluminaron la fachada de la casa. Un hombre se bajó del asiento del conductor y vadeó la luz que fluía hasta la puerta de la calle. Usaba un impermeable oscuro, con un cinturón muy ajustado y su paso era ligero y preciso. Lo único que podía ver de su cabeza era el pelo corto y oscuro que la remataba.

Al no obtener respuesta a su llamada, sacó un llavero brillante y abrió la puerta. Las luces se encendieron en la casa. Un minuto más tarde y apagada a medias por las paredes de madera, una voz de hombre surgió en un grito que parecía el graznido de un cuervo. Las luces se apagaron de nuevo. El graznido continuó durante un tiempo en el interior oscuro de la casa.

Hubo un intervalo de silencio antes de que se abriera la puerta. El hombre salió al resplandor de sus propios faros. Era Carl Stern. A pesar del pelo corto y del prolijo lacito de su corbata, su cara se asemejaba a la de una vieja que ha sufrido una pérdida irreparable.

Hizo girar el Sedán un tanto erráticamente y pasó junto a mi automóvil aparentemente sin verlo. Tenía que poner el mío en marcha y hacerlo dar la vuelta, pero le alcancé antes de que llegara al pie de la colina. Atravesaba los cruces del bulevar como si tuviera una escolta de motocicletas. Yo también. Lo tenía a él.

Después íbamos por Manor Crest Drive y yo estaba completando el circuito del tren que recorría la costa. Sin embargo, había una diferencia. La casa de Hester estaba iluminada en la planta alta y en la baja. En el primer piso, la sombra de una mujer se movía detrás de una persiana. Se movía como una mujer joven, con un ritmo ansioso.

Stern dejó su Sedán en la entrada con el motor en marcha; llamó, le abrieron y salió otra vez antes de que yo hubiera decidido qué hacer. Subió al auto y se alejó. No le seguí. Estaba empezando a parecer que Hester había regresado a su hogar.