14

Hice señas con un dedo a los automovilistas. El cuarto se detuvo. Era un viejo auto desvencijado y con un par de esquíes atados al techo, conducido por un estudiante que iba a Westwood. Le dije que mi auto había volcado en una carretera interior. Era lo bastante joven como para aceptar mi historia sin preguntar demasiado y lo bastante decente como para permitirme dormir en el asiento trasero.

Me llevó a la entrada para ambulancias del Hospital St. John. Un cirujano residente me dio unos puntos en el cuero cabelludo, me hizo ver las estrellas y me dijo que me fuera a la cama por un par de días. Tomé un taxi para ir a casa. El tránsito era escaso y rápido en el bulevar. Me recosté en el asiento y miré pasar las luces, relampagueantes como cuchillos arrojados. Había noches en las que odiaba la ciudad.

Mi casa parecía deslucida y pequeña. Encendí todas las luces. El traje oscuro de George Wall yacía como un hombre amontonado sobre el suelo del dormitorio. ¡Al diablo con él!, pensé, y repetí el pensamiento en voz alta. Tomé un baño y apagué las luces y me fui a la cama.

De nada me sirvió. Un mundo de pesadilla surgió en el cuarto, un mundo de rostros variantes, que no querían quedarse quietos. La cara de Hester estaba allí refractada a través de la mente de George Wall. Cambiaba, moría, volvía a vivir y a morir sonriendo, mirando fijamente con ojos sin amor desde la oscuridad roja. Di vueltas un rato y luego abandoné. Me levanté, me vestí y salí al garaje.

Entonces, y no antes, caí en la cuenta de que tenía un automóvil de menos. Si la Policía de Beverly Hills no se lo había llevado, mi auto estaba todavía estacionado en Manor Crest Drive, en la acera de enfrente de la casa de Hester. Llamé a otro taxi y pedí que me dejara en una esquina, a media manzana de la casa.

Mi auto estaba donde lo había dejado y tenía un aviso de infracción debajo del limpiaparabrisas. Crucé la calle para ver la casa desde más cerca. No había ningún auto en la carretera de acceso, ninguna luz tras las ventanas. Subí los escalones de la fachada y me apoyé sobre el timbre. Dentro, la campanilla eléctrica chirrió como un grillo en un hogar abandonado. Era un sonido de no-hay-nadie, blues de una sola nota, de casa vacía, de muchacha ausente.

Probé la puerta. Estaba cerrada con llave. Miré hacia uno y otro lado de la calle. En las intersecciones brillaba luz y también en las casas silenciosas. La gente estaba dentro. Había abandonado los paseos nocturnos desde la guerra fría.

Podría llamarme «Lío en busca de un sitio donde ocurrir». Di la vuelta por un lado de la casa, a través de un chirriante portón de madera, y entré en un patio interior. El pavimento de lajas era desigual bajo mis pies. Me abrí camino entre mesas de hierro forjado y tumbonas desarmadas, hacia una puerta balcón en la pared.

El haz de mi linterna cayó a través del cristal sucio de un invernadero repleto de obscenas sombras. Eran las que proyectaban eucaliptus y cactus que crecían en macetas de barro. Di la vuelta a la linterna y usé el extremo posterior para romper uno de los cristales, corrí un cerrojo obstinado y forcé la puerta.

La casa consistía casi exclusivamente en una fachada como los edificios de los escenarios de Graff. La parte de atrás había sido cedida a los fantasmas y a las arañas. Estas habían adornado los muebles de bambú del jardín de invierno y las vigas de roble oscuro con lazos, hamacas y ruedas de telaraña polvorienta. Me sentía como un arqueólogo profanando una tumba.

La puerta al extremo del invernadero no estaba cerrada con llave. Pasé a través de un depósito lleno de desechos que habían sido caros: altas sillas españolas, no aptas para sentarse; un gran piano de sonrientes teclas amarillas; pinturas al óleo, parduscas, con marcos dorados; por otra puerta pasé al pasillo central de la casa. Lo crucé para llegar a la sala de estar.

Las paredes blancas y el techo con vigas surgieron ante mí sostenidos por el haz vertical de mi linterna. La dirigí hacia el suelo, que estaba tapizado con una alfombra color marfil. Los muebles eran modulares blancos y negros, bajos y cubistas y estaban agrupados en diseños angulares alrededor de la habitación. La chimenea estaba revestida de mayólicas negras y flanqueada por una banqueta de cuero blanco. Al otro lado de la chimenea, se veía una borrosa mancha oscura en la alfombra.

Me puse de rodillas para examinarla. Era una mancha húmeda, del tamaño de un plato grande, sin ningún color definido. Junto con el olor a detergente y a los otros olores de la habitación, perfumes, humo de cigarrillos y bebidas dulces mezcladas, podía oler a sangre. El olor a sangre es persistente, por más que uno frote.

Todavía arrodillado, dirigí mi atención a la chimenea elevada. Estaba equipada con un juego de utensilios de bronce colocados en un soporte: una escobilla, una pala, un fuelle de cuero con asas de bronce. El juego era nuevo y parecía no haber sido usado ni tocado jamás. Salvo que faltaba el atizador.

Más allá de la chimenea había una arcada sin puerta, que probablemente llevaría al comedor. La mayoría de las casas de este estilo y período tienen plantas similares y había estado en muchas. Me acerqué a la arcada con intención de recorrer el resto de la planta baja antes de ir al piso superior.

Rugió un motor en la calle. Una luz bañó la ventana delantera con sus cortinas y pasó de largo.

Fui hacia la ventana y miré hacia fuera a través de una rendija entre las cortinas y el marco. El viejo Lincoln negro se hallaba en la carretera de entrada. Marfeld estaba sentado al volante, con la cara grotescamente sombreada por el reflejo de los faros. Los apagó y descendió. Leroy Frost se apeó por el lado más alejado. Lo reconocí por su andar débil y rápido. Los dos hombres pasaron a uno o dos metros de mí y se dirigieron a la puerta principal. Frost llevaba una varilla de metal brillante que usaba como si fuera un bastón.

Atravesé la arcada hacia el cuarto de al lado. En medio, una mesa reflejaba la débil luz que se filtraba a través de las cortinas de encaje de las ventanas dobles.

Contra la pared, dentro de la arcada, había un alto aparador y en el rincón, detrás de éste, una silla. Me senté en la sombra densa, con la linterna en una mano y la pistola en la otra.

Oí girar una llave en la puerta principal, luego la voz de Leroy, insegura por el esfuerzo:

—Me quedaré con la llave. ¿Qué pasó con la otra?

—Lance se la dio a la cerda.

—¡Qué manera de ensuciar las cosas!

—Fue idea suya, jefe. Me dijo que no le hablara personalmente.

—Bien, con tal que ella la haya recibido —Frost murmuró algo ininteligible. Lo oí arrastrar los pies a la entrada de la sala. De pronto explotó—. ¿Dónde está la maldita luz? ¿Has estado entrando y saliendo de esta casa y esperas que ande a tientas en la oscuridad toda la noche?

Las luces de la sala de estar se encendieron. Unos pasos la cruzaron. Frost dijo:

—No hiciste muy bien el trabajo en la alfombra.

—Hice lo mejor que pude en ese momento. Nadie la va a mirar con lupa, de todos modos.

—Esperemos. Mejor que traigas para acá esa banqueta para tapar esto hasta que se seque. No queremos que ella la vea.

Marfeld gruñó por el esfuerzo. Oí que arrastraba la banqueta sobre la alfombra.

—Muy bien —dijo Frost—. Ahora borra mis huellas al atizador y déjalo en su sitio.

Hubo un ruido de metal contra metal.

—¿Está seguro de que lo limpió bien, j efe?

—No seas cabeza de pájaro, no es el mismo atizador. Encontré uno igual en una tienda.

—Condenado sea, piensa en todo —la voz de Marfeld estaba húmeda de admiración—. ¿Dónde tiró el otro?

—Donde nadie lo va a encontrar. Ni siquiera tú.

—¿Yo? ¿Para qué lo iba a querer?

—Olvídalo.

—Diablos, ¿no tiene confianza en mí, jefe?

—No tengo confianza en nadie. Apenas en mí mismo. Ahora, vámonos de aquí.

—¿Y la cerda? ¿No la esperamos?

—No. No llegará hasta dentro de un buen rato. Y cuanto menos nos vea, mejor. Lance le dijo lo que tenía que hacer y no queremos que nos ande haciendo preguntas.

—Creo que tiene razón.

—No necesito que me digas que tengo razón. Sé más de despistar chantajes que dos tipos juntos en esta ciudad. Tenlo en cuenta por si se te ocurre alguna idea.

—No lo entiendo, jefe. ¿Qué clase de ideas? —la voz de Marfeld estaba cargada de inocencia herida.

—Ideas de retirarte, tal vez, con una bonita jubilación.

—No, señor. Yo no, señor Frost.

—En realidad, no te creo capaz. No trates de chantajearme a mí o a cualquiera de mis amigos, porque esa será la manera más rápida de conseguir un agujero en la cabeza que haga juego con el que tienes.

—Ya lo sé, señor Frost. Dios Todopoderoso, soy leal. ¿No se lo he demostrado?

—Quizá. ¿Estás seguro de que viste lo que dijiste haber visto?

—¿Cuándo fue eso, jefe?

—Esta tarde. Aquí.

—Por Dios que sí —la mente lenta y pesada de Marfeld captó la duda y le molestó—. Cristo, señor Frost, nunca le mentiría.

—Me mentirías si lo hubieras hecho tú. Eso sería un buen truco, ¡cometer un asesinato y conseguir que la organización te encubriera!

—¡Vamos, jefe! Usted no me acusaría. ¿Por qué iba yo a matar a alguien?

—Por gusto. Lo harías por gusto si supieras que podrías hacerlo impunemente. O para hacerte el héroe, si tuvieras un poco más de seso.

Marfeld se quejó en tono adenoidal:

—¿Hacerme el héroe?

—Sí. Marfeld corre a por el rescate, saca las castañas del fuego para la compañía, otra vez. Es una coincidencia que hayas estado presente en los dos asesinatos, convidado de piedra, ¿no lo has pensado?

—Eso es una locura, jefe, lo juro por Dios —la voz de Marfeld trepidaba de sinceridad. Bajó de tono y empezó—. He sido fiel toda mi vida, primero al sheriff y ahora a usted. Nunca he pedido nada para mí.

—Salvo un premio en efectivo, cada tanto, ¿eh?

Frost rió. Ahora que Marfeld también se hallaba nervioso, Frost estaba dispuesto a perdonarlo. Su risa susurraba como un Santa Ana escarbando entre las hojas secas.

—Bien, tendrás tu recompensa si puedo hacerla pasar el control.

—Gracias, jefe. Lo digo muy sinceramente.

—Claro que sí.

La luz se apagó. La puerta principal se cerró tras ellos. Esperé hasta que dejé de oír el Lincoln y fui arriba. El dormitorio delantero era el único cuarto que estaba en uso. Tenía paredes tapizadas de rosa y una cama con dosel de seda, como algo salido de un sueño de adolescente. El contenido de la mesa de tocador y del ropero me dijo que la muchacha había gastado mucho dinero en ropa y cosméticos y que no se había llevado nada con ella.