El tiempo reanudó irregularmente su tictac. El dolor alumbraba mi mente como un relámpago en una nube, se dilataba y contraía con los latidos de mi corazón. Yacía de espaldas sobre una superficie dura. En algún sitio más elevado Lance Leonard dijo, entre excitado y admirado:
—Este es el lindo rinconcito que tiene Carlie. He venido aquí muchas veces. Me da permiso para usarlo. Cuando no está puedo utilizarlo. Es formidable para mujeres.
—Cállate —era Frost.
—Sólo estaba explicando —la voz de Leonard parecía ofendida—. Conozco este sitio como la palma de mi mano. Cualquier cosa que quieran, cualquier clase de bebidas o vino, se la puedo conseguir.
—No bebo.
—Yo tampoco. ¿Toma drogas?
—Sí, drogas —dijo Frost amargamente—. Ahora, cállate. Estoy tratando de pensar.
Leonard se apaciguó. Permanecí acostado en ese silencio no bendito, durante un rato. La luz solar era cálida sobre mi piel y roja a través de mis párpados. Cuando los levantaba algo, unos bisturíes de luz hurgaban el interior de mi cabeza.
—Sus párpados pestañean —dijo Leonard.
—Mejor que le des un vistazo.
Unas botas rasparon el hormigón. Sentí la punta de un pie en un costado. Leonard se puso en cuclillas y abrió uno de mis ojos. Yo los había vuelto hacia arriba.
—Todavía está inconsciente.
—Arrójale un poco de agua. Hay una manguera al otro lado de la piscina.
Esperé hasta sentir que el chorro me caía en la cara, caliente por el sol, luego tibio. Dejé que un poco de agua me entrara en la boca seca.
—Sigue inconsciente —dijo Leonard sombríamente—. ¿Y si no revive?, ¿qué hacemos?
—Ese es el problema de su amigo Stern. Sin embargo, revivirá. Tiene la cabeza muy dura, puro hueso. Casi desearía que no volviera en sí.
—Carlie tendría que haber llegado hace rato. ¿Cree que el avión se habrá venido abajo?
—Sí, creo que su avión se vino abajo. Y eso te convierte en un maldito huérfano.
La voz de Frost silbaba como una serpiente de cascabel.
—Se está burlando, ¿no? ¿No es cierto? —Leonard estaba desanimado.
Frost no le contestó. Hubo otro silencio. Mantuve los ojos cerrados y envié un par de mensajes por las avenidas iluminadas de rojo detrás de ellos. El primero tardó mucho en llegar, pero cuando lo hizo se movieron los dedos de mi mano derecha. Quise que los dedos de mis pies se movieran rápidamente y se movieron. Era muy alentador.
Detrás de una pared, sonó el teléfono.
—Apostaría a que es Carlie —dijo Leonard alegremente.
—No le contestes. Nos quedaremos aquí sentados y adivinaremos quién es.
—No necesitas ponerte sarcástico. Flake puede contestar. Está ahí dentro mirando la televisión.
El teléfono no volvió a sonar. Una puerta corrediza silbó sobre el riel y chocó. La voz de Cara Torcida dijo:
—Es Stern. Está en Victorville, quiere que lo vayan a buscar.
—¿Está todavía al teléfono? —preguntó Leonard.
—Sí. Quiere hablar con usted.
—Vete a hablarle —dijo Frost—. Arráncalo de su padecer.
Los pasos se alejaron. Abrí los ojos, miré el deslumbrante cielo azul donde el sol poniente pendía como un quemador invertido. Levanté mi cabeza, llena de latidos, poco a poco. Una piscina ovalada estaba rodeada por tres lados de una cerca de Fiberglass azul y el cuarto por la pared de cristal de una casa desierta color adobe. Entre la piscina y yo estaba Frost, estirado tranquilamente en una larga silla de aluminio, bajo una sombrilla azul. Me daba la espalda a medias, escuchando hacia el otro lado un murmullo de palabras que venía de la casa. Una automática colgaba, floja, de su mano derecha.
Me senté lentamente, apoyando mi peso sobre los brazos. Mi visión tenía tendencia a hacerse borrosa. La concentré en la nuca de Frost. Parecía el delgado pescuezo de un gallo desplumado, fácil de retorcer. Moví las piernas. Me era difícil controlarlas y un zapato raspó el hormigón.
Frost oyó el ruido. Sus ojos giraban hacia mí. Su pistola se levantó. Me arrastré hacia él de todos modos, chorreando agua rojiza. Se levantó torpemente de la silla y retrocedió hacia la casa.
—¡Flake! ¡Venga aquí!
Cara Torcida apareció en la abertura de la pared.
No podía pensar bien y mis movimientos eran lentos. Me levanté, me quise arrojar tambaleando sobre Frost, pero me quedé corto y caí de rodillas. Dirigió un puntapié a mi cabeza. Fui demasiado lento para evitarlo. El cielo estalló en luces. Otra cosa me pegó y el cielo se puso negro.
Me balanceé en el espacio negro, sostenido por una especie de gancho celestial, sobre la brillante escena. Podía mirar hacia abajo y ver todo muy claramente. Frost, Leonard y Cara Torcida estaban parados alrededor de un hombre postrado, hablando con doble sentido. Por lo menos me parecía que era con doble sentido. Estaba ocupado con mis profundos pensamientos propios. Pasaban por mi mente como las brillantes láminas de una linterna mágica: Hollywood comenzó como un sueño sin sentido, inventado para sacar dinero. Pero los colores se corrían, salían por los agujeros en las cabezas de la gente, se desparramaban a través del paisaje y se solidificaban. El norte y el sur a lo largo de la costa, el este a través del desierto, a través del continente. Ahora estábamos atados al sueño sin sentido. Se había vuelto una pesadilla en la cual vivíamos. Profundos pensamientos.
Comprendí con alguna turbación que el cuerpo postrado me pertenecía. Hice llegar aire hasta él y me arrastré dentro otra vez, una rata que vivía en un espantapájaros. Era familiar, hasta cómodo, salvo por las pérdidas. Pero algo me había pasado. Estaba un poco alucinado, y la autocompasión se abrió delante de mí como una piscina azul y tentadora, donde un hombre podía ahogarse. Me zambullí. Sin embargo, nadé hasta el otro lado. Había barracudas en la piscina, hambrientas por mi sexo. Salí fuera. Recobré mis sentidos y vi que no me había movido. Frost y Leonard se habían ido. Cara Torcida estaba sentado en la silla de aluminio y me veía incorporarme. Él estaba desnudo hasta la cintura. El vello negro le hacía diseños peludos en el torso. Tenía pechos como una gorila. La inevitable pistola estaba en una de sus zarpas.
—Así está mejor —dijo—. No sé nada de usted, pero el viejo Flake tiene ganas de entrar a ver la televisión. Hace un calor infernal aquí fuera.
Era como andar sobre zancos, pero conseguí entrar, a través de una habitación ancha y baja, hasta una más pequeña. Estaba revestida de madera oscura y dominada por el gran ojo ciego de un aparato de televisión.
Flake señaló con su pistola el sillón de cuero junto al aparato.
—Siéntese ahí. Consígame una película del oeste.
—¿Y si no puedo?
—Siempre hay una película del oeste a esta hora del día.
Tenía razón. Permanecí sentado durante lo que me pareció un largo rato y escuché el clop-clop y el bang-bang. Flake estaba sentado muy cerca de la pantalla, fascinado por la virtud simple que vencía a la perversidad simple con puños, armas y rústica filosofía. El viejo argumento se repetía como el sueño satisfactorio de un débil mental. En los intervalos el locutor trabajaba obstinadamente en crear nuevos y pequeños deseos mecánicos. El coronel Risko le aconseja comprar Bloaties, son mmmmmmdeliciosos, mmmmmmmnutritivos. Obtenga su supersecreto distintivo de socio. Le encanmmmmmmmtarán los Bloaties.
De rato en rato movía mis brazos y piernas y trataba de generar fuerza de voluntad. Había una lámpara de bronce sobre el aparato de televisión. Tenía una base gruesa y parecía lo bastante pesada como para ser usada como arma. Si podía tener la voluntad para usarla y si Flake se olvidaba de su pistola durante dos segundos consecutivos…
La película terminó con un casto abrazo que llenó de lágrimas los ojos de Flake. O bien sus ojos lagrimeaban de cansancio. La pistola se hundió entre sus piernas separadas. Me levanté y tomé la lámpara. No era tan pesada como parecía. De todos modos lo golpeé en la cabeza con ella.
Flake pareció simplemente sorprendido. Disparó por reflejo. El locutor, en la pantalla de televisión, estalló en medio de una frase imperecedera. En medio de la granizada de vidrio le di un puntapié a la pistola que Flake tenía en la mano. Saltó por el aire, golpeó contra la pared y se disparó otra vez. Flake agachó su cabeza abollada y me embistió.
Me eché a un lado. Su puño salvaje rajó un panel de la pared. Antes de que recobrara el equilibrio, le di un medio nelson y luego un nelson. Era un hombre difícil de doblegar. Lo conseguí y le golpeé la cabeza contra el borde del aparato de televisión. Se cayó de lado arrastrándome a través de la habitación. No lo solté y entrecrucé las manos detrás de su nuca. Golpeé repetidamente su cabeza contra uno de los ángulos de acero del aparato de aire acondicionado que había en la ventana. Se puso blanco y lo dejé caer.
Me puse de rodillas y encontré la pistola, pero me costó mucho trabajo levantarme de nuevo. Estaba débil y tembloroso. Flake estaba peor: roncaba con la nariz rota.
Pude llegar a la cocina, bebí un poco de agua y salí. Anochecía. No había autos en el estacionamiento, sólo una bicicleta inglesa con los neumáticos desinflados y una motocicleta que no quería arrancar, al menos a mí. Pensé quedarme allí esperando a Frost, Leonard y Stern, pero todo lo que se me ocurría que podía hacer con ellos era matarlos a tiros. Estaba enfermo y harto de violencia. Una escena más de violencia y podrían reservarme una habitación en Camarillo, en uno de los pabellones de atrás. O por lo menos, esa era mi opinión en ese momento.
Me encaminé por la polvorienta carretera privada. Descendía desde una pequeña elevación hacia el lecho de un arroyo seco, en medio de un valle ancho y plano. Había cadenas de montañas en los lados del valle, altas en el sur y medianas en el oeste. En las laderas de la cadena del sur, había montones de nieve que brillaban imposiblemente blancas entre los bosques de un azul profundo. La cadena occidental se recortaba negra y escarpada contra un cielo donde la última luz se fundía en todos los colores.
Fui hacia la cadena occidental. Al otro lado estaba Pasadena. A mi lado, en medio del valle, los diminutos automóviles corrían por una carretera recta. Uno de ellos giró hacia mí, con los faros balanceándose hacia arriba y hacia abajo en cada bache. Me tendí sobre unos matorrales, junto al camino.
Era el Jaguar de Leonard y él lo conducía. Logré divisar la cara que estaba a su lado: un óvalo pálido y chato, como una fuente, sobre la cual había pintados unos ojos también chatos, un mentón en punta apoyado sobre una corbata de pajarita con lunares. Había visto esa vieja cara joven anteriormente, en los diarios después de la muerte de Siegel, por televisión durante el juicio de Kefauver, una o dos veces en los clubs nocturnos, flanqueada por guardaespaldas. Carl Stern.
Me mantuve alejado de la carretera, cortando en ángulo a través del alto desierto hacia la otra carretera. El aire se hacía fresco. En la oscuridad que se levantaba de la tierra para extenderse por el cielo, la estrella vespertina pendía solitaria. Me sentía algo aturdido y de cuando en cuando creía que la estrella era algo que había perdido, una mujer, un ideal o un sueño.
La autocompasión me perseguía, olfateando mi rastro. Era invisible pero podía olerla, un olor malicioso. Una o dos veces trató de lamerme adulonamente las piernas y una vez le propiné un puntapié. Los árboles me saludaban con sus brazos y se reían burlonamente.