Leroy Frost no sólo era el jefe de la fuerza de Policía privada de Helio-Graff. Tenía otras obligaciones, a la vez importantes y oscuras. En ciertas zonas podía solucionar el caso del conductor ebrio o del traficante de narcóticos. Sabía cómo ejercer presión para arreglar lejos de un tribunal un juicio de divorcio o una acusación de estupro. En sus hábiles manos, los suicidios con barbitúricos se convertían en accidentes por dosis excesivas. Como había trabajado un tiempo como jefe de seguridad de una agencia en Washington, aconsejaba al departamento editorial sobre la compra de guiones y al departamento de personal sobre empleos y despidos. Yo lo conocía poco, tanto como podría desear.
El estudio ocupaba una manzana rodeada por un alto muro blanco de hormigón, en el lado más lejano de San Fernando. El de la cara torcida estacionó el Lincoln en la calzada semicircular. La fachada colonial, con blancas columnas, que pertenecía al edificio de la administración, sonreía vacuamente al sol. Marfeld descendió, puso mi pistola en el bolsillo de su chaqueta y me apuntó desde el bolsillo.
—Marche.
Yo marché. Dentro del vestíbulo, un guardián de uniforme azul estaba sentado en una jaula de vidrio. Un segundo guardián salió del maderamen de roble blanco. Nos siguió por una rampa curva, a lo largo de un corredor sin ventanas, con suelo de corcho y techo de cristal, delante de fotografías de tamaño mayor que el natural: las cabezas que Graff, y Heliopoulos antes que él, habían proyectado sobre las pantallas cinematográficas del mundo.
El guardián abrió con una llave una puerta que tenía una chapa de bronce pulido que decía: SEGURIDAD. La habitación era grande y estaba escasamente amueblada con archivos y mesas con máquinas de escribir, una de las cuales estaba ocupada por un hombre con un magnetófono que escribía a máquina como un loco. Pasamos a una antesala, donde había un solo escritorio y Marfeld desapareció a través de otra puerta más, que ostentaba el nombre de Leroy Frost.
El guardián se quedó conmigo, la mano derecha cerca de la pistola en la cadera. Su cara era pesada y vacía y estaba satisfecha de ser pesada y vacía. La mitad inferior sobresalía como el extremo de un jamón, en el cual la boca era un tajo insignificante. Se paraba con el pecho hacia delante y el estómago hacia dentro, luciendo su uniforme no-oficial como si fuera muy importante para él.
Me senté en una silla contra la pared y no traté de entablar conversación. El cuarto deslucido tenía el aire de la sala de espera de un dentista fracasado. Marfeld salió de la oficina de Frost, como si el dentista le hubiera dicho que se tenía que sacar todos los dientes. El uniforme que andaba como un hombre me hizo una seña para que entrara.
Nunca había visto la oficina de Leroy Frost. Era impresionantemente grande, por lo menos del tamaño de la de un director que no producía y que tenía contrato a largo plazo. Los muebles eran pesados pero heterogéneos, probablemente heredados de distintas habitaciones en épocas diversas: sillas de cuero, un sofá inglés de respaldo curvo y un abultado escritorio Imperio, de palo de rosa, lo bastante grande como para jugar al ping-pong.
Frost estaba sentado detrás del escritorio, sosteniendo el teléfono junto a su cabeza.
—Ahora mismo —dijo—; quiero que se ponga en comunicación con ella ahora mismo.
Colgó y levantó la vista, pero no hacia mí. Me tenía que demostrar lo poco importante que era. Se echó hacia atrás en su silla giratoria, se desabrochó el chaleco, se lo volvió a abrochar. Tenía botones de nácar. Detrás de él, en la pared, había sables de caballería cruzados y fotografías dedicadas de varios políticos.
A pesar de este ambiente y del rótulo de la puerta exterior, Frost parecía inseguro. La autoridad que brindaban a su cara las espesas cejas oscuras era falsa. Bajo ellas, sus ojos eran opacos y amarillentos. Había perdido peso y la piel debajo de sus ojos y de su mandíbula estaba floja y acolchonada como la de una víbora medio despellejada. El corte juvenil de su cabello sólo acentuaba el hecho de que estaba enfermo y prematuramente envejeciendo.
—Está bien, Lashman —le dijo al guardián—. Puede esperar fuera. Lew Archer y yo somos amigos desde hace mucho tiempo.
Su tono era irónico, pero también quería decir que había almorzado con él en Musso y había cometido el error de dejarle pagar porque él tenía gastos de representación y yo no. No me invitó a sentarme. Me senté lo mismo, sobre el brazo de uno de los sillones de cuero.
—No me gusta esto, Frost.
—Si a usted no le gusta. ¿Cómo le parece que me siento yo? Creía que éramos amigos, como dije, creía que había una base para un vive-y-deja vivir mutuo. Dios mío, Lew, la gente tiene que tener fe y confianza en los demás, si no el edificio se desmorona.
—¿Se refiere a los trapitos sucios que está lavando en público?
—¿Qué manera de hablar es ésa? Quiero que me tome en serio, Lew; cuando no lo hace ofende mi sentido de la corrección. No es porque yo importe personalmente. Sólo soy un tipo más que trabaja para ganarse la vida… Un pequeño engranaje en una gran máquina —bajó los ojos con humildad—. Realmente una gran máquina. ¿Sabe cuál es nuestra inversión en el estudio, los contratos, las películas sin estrenar y demás?
Se detuvo retóricamente. A través de la ventana, a mi derecha, podía ver locales de sonido, en forma de hangares, y una serie de sets abiertos: la fachada de piedra, el pueblo del medio oeste, el pueblecito marinero y la calle del oeste por donde habían ido hacia la muerte decenas de héroes del celuloide. El estudio parecía estar cerrado y los sets eran desiertos escenarios de sueño, abandonados por las mentes que los habían soñado.
—Cerca de quince millones —dijo Frost con el tono de un sacerdote revelando un misterio—. Una inversión enorme. ¿Y sabe de qué depende su seguridad?
—¿De las manchas del sol?
—De las manchas del sol, no —dijo suavemente—. El tema no es divertido, quince millones de dólares no son una diversión. Le diré de qué depende. Lo sabe, pero se lo diré lo mismo —sus dedos formaron un arco gótico a pocos centímetros de su nariz—. El número uno es glamour y el número dos es buena voluntad. Las dos cosas son interdependientes y están interrelacionadas. Algunas personas creen que desde la guerra el público se traga cualquier cosa, cualquier porquería, pero sé que no es así. He estudiado el problema. Aceptan hasta cierto punto y después los perdemos. Especialmente en estos tiempos, cuando la industria está sufriendo ataques por todos los lados. Tenemos que conservar el glamour intacto para el público. Tenemos que aferrarnos a nuestra buena voluntad estratégica. Es la guerra psicológica, Lew, y estoy en la línea de fuego.
—Así que envía a sus tropas a provocar a los ciudadanos. ¿Quiere mi testimonio?
—Usted no es un ciudadano común, Lew. Se mueve tanto y comete tantos errores. Entra atropellando en la casa de Leonard, invade su intimidad y se hace el fuerte. Hablé por teléfono con Lance ahora mismo. No fue muy ingenioso lo que hizo, no fue ético y nadie se lo va a perdonar.
—No fue muy ingenioso —admití.
—Pero fue brillante comparado con lo demás. Dios Santo, Lew, creía que tenía algún sentido de la realidad. Cuando llegamos a lo último, usted tratando de entrar por la fuerza en la casa de una dama a quien no nombraré… —extendió los brazos y los dejó caer, imposibilitado de abarcar la extensión de mi infamia.
—¿Qué ocurre en esta casa? —dije.
Se mordió las comisuras de los labios, observándome la cara.
—Si fuera ingenioso, tan ingenioso como creía, no haría esa pregunta. La dejaría estar. Pero está tan interesado en conocer los hechos, que le diré uno muy cierto: cuanto menos sepa, mejor para usted. Cuanto más sepa, peor para usted. Tiene fama de discreto; demuéstremelo.
—Creí que lo era.
—Ajá, no es tan estúpido como para eso, muchacho. Nadie lo es. Está arriesgando su pellejo y lo sabe. ¿Me va siguiendo, o tengo que deletreárselo en palabras de una sílaba?
—Deletréelo.
Salió de detrás del escritorio. Su mirada enferma y amarilla esquivó la mía, al acercarse. Se apoyó en el respaldo de mi sillón. Su susurro alusivo estaba perfumado con el olor aromático de su cabello o de su boca.
—Un tipo agradable como usted, que hace tanto bien donde no lo llaman, podrá dejar de meterse en lo que no entiende, punto.
Me puse de pie y lo enfrenté.
—Estaba esperando eso, Frost. Me estaba preguntando cuándo llegarían las amenazas.
—Llámeme Leroy. Demonios, no lo amenazaría —repudió la idea con movimientos de los hombros y las manos—. No soy hombre de violencia, usted lo sabe. Al señor Graff no le gusta la violencia y a mí tampoco. Es decir, cuando se puede evitar. El inconveniente de las operaciones de alta tensión como ésta, es que a veces hay que llevarse por delante a la gente que se cruza en el camino. Mire, nuestra misión es hacer amigos y tenemos amigos en todas partes, Las Vegas, Chicago, en todas partes. Algunos de ellos son algo brutos y pueden tener malas ideas en sus cabezas… Sabe cómo son.
—No, soy lento para entender. Dígame algo más.
Se sonrió con la boca, sus ojos eran de piedra opaca y amarilla.
—El hecho es que me cae bien, Lew. Me alegra saber que está en la ciudad, gozando de buena salud y demás. No quisiera que su nombre fuera tema de una discusión telefónica de larga distancia.
—No sería la primera vez. Todavía estoy vivo y me siento bastante bien.
—Vamos a tratar de que siga así. Le debo la franqueza, como un amigo a otro. Hay cierto pistolero que lo volaría en pedazos en un minuto si supiera lo que está haciendo. Lo haría por razones propias, a su tiempo. Y tal vez sepa cómo hacerlo. Esto es una advertencia amistosa.
—He escuchado otras más amistosas. ¿Puedo saber el nombre?
—Lo conoce, pero no vamos a entrar en detalles.
Frost se inclinó sobre el respaldo del sillón y sus dedos se hundieron en el cuerpo.
—Sea sincero con usted mismo, Lew. ¿Está tratando de hacerse matar y de arrastrarnos a nosotros con usted, o qué?
—¿Por qué tanto melodrama? Estaba buscando a una mujer. La he encontrado.
—¿La encontró? ¿Quiere decir que la vio, que habló con ella?
—No logré hablar con ella. Su matón me detuvo en la puerta.
—¿Así que en realidad no la vio?
—No —mentí.
—¿Sabe quién es?
—Sé su nombre. Hester Campbell.
—¿Quién le encargó que la encontrara? ¿Quién está detrás de todo esto?
—Tengo un cliente.
—Vamos, no me esgrima el artículo quinto ahora. ¿Quién le paga, Lew?
No contesté.
—¿Isobel Graff? ¿Es ella quién le mandó seguir a la chica?
—Está fuera del campo, a la izquierda.
—Yo jugaba en el ala izquierda. Permítame que le diga algo, por si es ella. Esa mujer no es más que un problema: esquizofrénica desde hace tiempo. Podría decirle cosas sobre Isobel, que no creería.
—Trate.
—¿Es ella?
—No conozco a esa señora.
—¿Palabra de scout?
—Palabra de Aguila Scout.
—Entonces, ¿de dónde vienen las complicaciones? Tengo que saberlo, Lew. Mi deber es saberlo. Tengo que proteger al hombre y a la organización.
—¿De qué debe protegerlos? —dije experimentalmente—. ¿De una acusación de asesinato?
El experimento dio resultado. El miedo cruzó la cara de Leroy como una sombra perseguida por otras sombras. Dijo muy suave y razonablemente:
—Nadie ha dicho ni una sola palabra de asesinatos, Lew. ¿Por qué menciona problemas imaginarios? Tenemos bastantes de los reales. El problema que tengo delante en este momento en Hollywood es un espía llamado Lew Archer, que es medio despierto y medio estúpido y que se está metiendo en camisas de once varas —mientras hablaba su miedo se estaba convirtiendo en malicia.
—¿Va a contestar a mi pregunta, Lew? Le pregunté quién es su jefe y por qué.
—Lo siento.
—Lo va a sentir aún más.
Dio la vuelta al sillón y me miró de arriba abajo y de un lado a otro, como si fuera un sastre que me estuviera midiendo para hacerme un traje. Luego me dio la espalda y tocó un botón de su intercomunicador.
—¡Lashman! ¡Venga aquí!
Miré hacia la puerta. No pasó nada. Frost se dirigió otra vez al intercomunicador, con voz que subía de tono:
—¡Lashman! ¡Marfeld!
Ninguna respuesta. Frost me miró y sus ojos amarillos se dilataron.
—No le pegaría a un viejo enfermo —dije.
Dijo algo con voz gutural, que no entendí. Fuera de la ventana, como su eco vastamente amplificado, unos hombres empezaron a gritar. Alcancé a entender algunas palabras:
—Viene por tu lado —y más lejos—. Ya lo veo.
Un hombre de pelo rosa y traje oscuro pasó corriendo debajo de la ventana, persiguiendo una sombra desesperada a través del suelo desnudo. Era George Wall. Corría mal, tambaleándose de un lado a otro y cayéndose casi. Detrás de él, muy cerca, como una segunda sombra más grande que trataba de entrar en contacto con sus talones, corría Marfeld. Tenía una pistola en la mano.
Frost dijo:
—¿Qué está ocurriendo?
Abrió la ventana y gritó la misma pregunta. Ninguno de los dos hombres lo oyó. Siguieron corriendo sobre el polvo, por la calle Western, a través de la simulada calma de un pueblo del oeste. Las piernas de George bombearon débilmente y Marfeld estaba acortando la distancia entre ambos. Delante de George, en el pueblo de los Mares del Sur, Lashman saltó desde la esquina de una choza de techo de palmas.
George lo vio y trató de esquivarlo. Sus piernas no le respondieron. Se levantó, tambaleándose de indecisión al tiempo que Lashman y Marfeld caían juntos sobre él. El hombro de Marfeld le dio en un costado y volvió a caer. Lashman lo arrastró hasta ponerlo de pie y el bulto oscuro de Marfeld le ocultó la cara.
Frost estaba apoyado en el antepecho de la ventana observando las figuras distantes. El hombro de Marfeld, inclinado sobre George, se movía con un ritmo convulsivo de un lado al otro. Empujé a Frost a un lado —era ligero como paja—, salí por la ventana y crucé el terreno. Marfeld y Lashman estaban fascinados y abstraídos. Marfeld estaba fustigando a George con la pistola mientras Lashman lo sostenía. La sangre chorreaba por su cara enceguecida y manchaba su traje de color gris oscuro. Tomé nota del hecho fútil de que el traje me pertenecía: lo había visto por última vez colgado en mi ropero. Me acerqué a ellos con furia helada, puse una mano en el cuello de Marfeld y la otra en el cañón resbaladizo de la pistola. Hice fuerza. El hombre y el arma se separaron. El hombre cayó hacia atrás. El arma se me quedó en la mano. De todos modos me pertenecía. La di la vuelta y apunté a Lashman:
—Suéltelo. Déjelo caer con cuidado.
La boca pequeña y cruel de su gran mandíbula se abrió y se cerró. La fiebre se fue de sus ojos. Acostó a George sobre la blanca arena importada. El muchacho estaba inconsciente, con los ojos fijos y en blanco.
Tomé la pistola de la cadera de Lashman, retrocedí un paso e incluí a Marfeld en la doble línea de fuego.
—¿Qué creen que están haciendo, pareja de cobardes? ¿O lo hacen para divertirse?
Marfeld se puso de pie, pero permaneció callado. Lashman respondió cortésmente a las pistolas en mis manos:
—El tipo está chiflado. Se metió en la oficina del señor Graff, amenazando con matarlo.
—¿Por qué querría hacer eso?
—Tenía algo que ver con su esposa.
—Cierra la boca —gimió Marfeld—. Hablas demasiado, Lashman.
Se oyeron pasos apagados en el polvo detrás de mí. Rodeé a Marfeld y a Lashman y retrocedí contra la pared de bambú de una choza. Frost y el guardián del vestíbulo estaban cruzando el set hacia nosotros. El guardián tenía una carabina en el brazo. Se detuvo y la puso en posición de fuego.
—Déjela caer —dije—. Dígale que la deje caer, Frost.
—Déjela caer —le dijo al guardián.
La carabina cayó con un golpe seco al suelo y levantó una nubecita de polvo. Yo era dueño de la situación. Pero no me gustaba.
—¿Qué está pasando? —dijo Frost en tono quejumbroso—. ¿Quién es?
—El marido de Hester Campbell. Maltrátelo un poco más si realmente quiere tener mala publicidad.
—¡Jesucristo!
—Mejor que consiga un médico.
Nadie se movió. Frost deslizó la mano bajo su chaleco y tanteó sus costillas para ver si el corazón se le había detenido. Dijo desmayadamente:
—¿Usted lo trajo aquí?
—Usted lo sabe mejor que yo.
—El tipo trató de matar al señor Graff —dijo Lashman virtuosamente—. Estaba persiguiendo al señor Graff alrededor de su oficina.
—¿Y Graff, está bien?
—Sí, por cierto. Oí gritar al tipo y lo saqué corriendo antes de que hiciera ningún daño.
Frost se volvió al guardián que había dejado caer la carabina.
—¿Cómo consiguió entrar?
El hombre parecía confuso, luego resentido. Separó los labios con dificultad.
—Tenía una tarjeta de periodista. Dijo que tenía una cita con el señor Graff.
—No la controló conmigo.
—Usted estaba ocupado; me dijo que no lo molestara…
—¡No me diga lo que dije! ¡Váyase de aquí! Aquí ha terminado. ¿Quién lo empleó?
—Usted, señor Frost.
—Me merezco un disparo, por eso. Ahora, ¡quítese de mi vista! —su voz era muy suave—. Cuéntele a cualquiera esto, a cualquiera, y será mejor que deje la ciudad, se ahorrará cuentas de hospital.
La cara del hombre se había vuelto de un blanco granulado, del color del arroz con leche. Abrió y cerró la boca varias veces sin hablar, giró sobre sus talones y fue pesadamente hacia la puerta. Frost miró al hombre ensangrentado sobre la arena. Se quejaba lastimosamente, para sí mismo.
—¿Qué voy a hacer con él?
—Mueva el trasto y consígale una ambulancia.
Frost me midió con la mirada. Sobre ella ensayó una sonrisa de Santa Claus que no combinaba. Un tic revoloteaba por uno de sus párpados y le daba un aire de tener un entendimiento secreto conmigo.
—Hablé un poco bruscamente allá en la oficina. Olvídelo, Lew. Me cae bien. De veras me cae muy bien.
—Consiga una ambulancia —dije— o la necesitará para usted.
—Sí, claro, en un momento —giró los ojos hacia el cielo como un productor inspirado—. Hace rato que estoy pensando, mucho antes de que surgiera esto, que podemos aprovecharlo en la organización, Lew. ¿Le gustaría ir a Italia, con los gastos pagados? Ningún trabajo, realmente; tendría hombres a sus órdenes. Serán unas vacaciones gratis.
Miré su cara enferma e inteligente y las dos crueles caras estúpidas de los hombres que estaban a su lado. Hacían juego con los edificios irreales que se levantaban como una ficción cruel y enfermiza de ciudad.
—No le permitiría que me pagara el pasaje hasta la playa de Pismo. Ahora dese la vuelta y ande, Frost. Ustedes también, Marfeld, Lashman. Quédense juntos. Vamos a un teléfono a llamar al hospital. Hemos perdido bastante tiempo.
Tenía muy pocas esperanzas de salir de allí llevando a George conmigo. Las pocas que tenía murieron de muerte rápida. Dos hombres aparecieron delante de nosotros en la ciudad del medio oeste, corriendo agazapados detrás de una blanca cerca de estacas. Uno era el guardián, a quien Frost había despedido. Ambos llevaban metralletas. Me vieron y se escondieron tras un profundo pórtico delantero, donde había una hamaca antigua. Frost y sus matones se detuvieron. Le dije a Frost por la espalda:
—Tendrá que manejar esto con cuidado. Será el primero en ser perforado. Dígales que salgan en medio de la calle y que dejen sus metralletas.
Frost se volvió para mirarme, moviendo la cabeza. Por el rabillo de mi ojo izquierdo vi a un tercer hombre que corría agazapándose hacia mí, apoyándose en las paredes de las chozas de los mares del sur. Tenía una pistola para tumultos. Me sentí como si se hubiera roto una huelga importante. Frost imitó una expresión lúgubre que le iba bien con sus arrugas.
—Nunca saldría con vida —levantó la voz—. Déjelas caer, Lew. Contaré hasta tres.
El hombre en el rabillo de mi ojo estaba arrastrándose sobre los codos y las rodillas. Se quedó quieto y apuntó, al tiempo que Frost empezaba la cuenta. Dejé caer las pistolas al contar dos. Marfeld y Lashman se volvieron al oír el ruido.
Frost asintió con la cabeza.
—Ahora sí que está haciendo algo inteligente.
Marfeld recogió las armas. Lashman se adelantó un paso. Tenía una pequeña cachiporra de cuero negro en la mano derecha. El hombre de la pistola para tumultos estaba de pie ahora, corriendo. Los comandos salieron de detrás del pórtico, cautelosamente al principio y luego más rápidamente. El que Frost había despedido tenía una sonrisa tonta y enfermiza. Estaba avergonzado de lo que estaba haciendo, pero no podía dejar de hacerlo.
A lo lejos, al otro lado del set, Simon Graff estaba parado en el vano de una puerta, observando a Lashman balancear su cachiporra.