Manor Crest Drive era una de esas silenciosas avenidas de palmeras alineadas, que había sido trazada poco antes que la década de los veinte sufriera sus convulsiones finales. Las casas no eran enormes y fantásticas como algunos de los palacios rococós de las lomas circundantes, pero tenían pretensiones. Algunas tenían fachadas de piedra y vigas imitación de mansiones estilo seudo Tudor. Otras eran imitación de un estilo español con gruesas paredes y ventanas estrechas, como fortalezas de estuco construidas para resistir a imaginarios moros. La calle era buena, pero tenía un aire de decepción, como si los moros hubieran estado y se hubieran ido.
El número 14 era una de las fortalezas españolas de dos pisos. Se levantaba bastante lejos de la calle, detrás de un cerco de cipreses Monterrey. El agua de un sistema de riego danzaba en el aire por encima de la cerca, y parecía por un instante un arco iris, mientras yo pasaba. En la carretera de entrada estaba estacionado un Jaguar gris terroso.
Dejé mi auto delante de una de las casas vecinas, volví sobre mis pasos y me dirigí hacia el Jaguar. Según la tarjeta adherida a la barra de la dirección, estaba registrado a nombre de Lance Leonard.
Me volví y observé la fachada de la casa. Pequeñas ráfagas de agua del aparato de riego me mojaron la cara. Eran la única señal de vida alrededor. La puerta de roble negro estaba cerrada, las ventanas tenían pesadas cortinas. El techo de tejas rosas oprimía la casa como una tapa.
Subí al pórtico, apreté el timbre y oí el zumbido eléctrico que sonaba en el interior de la casa. Me pareció oír pasos que se acercaban a la puerta reforzada de hierro. Después me pareció oír respirar. Golpeé en la puerta y esperé. La respiración del otro lado, si era realmente respiración, se alejó o cesó.
Golpeé unas cuantas veces más y esperé otro poco, en vano. Al volver hacia la carretera alcancé a divisar un movimiento con el rabillo del ojo. El borde de la cortina, en la última ventana, se había movido. Cuando la miré de frente, había vuelto a su sitio. Extendiendo el brazo por encima de un espinoso crataegus, di unos golpecitos en la ventana, por puro gusto. Darme el gusto fue todo lo que conseguí.
Regresé a mi automóvil, retomé la calle en el primer cruce, volví a pasar por delante de la casa de techo rosa y estacioné donde podía ver la fachada por mi espejo retrovisor. La calle estaba muy silenciosa. A ambos lados, las frondas de las palmeras pendían en el aire como explosiones verdes y extáticas, sorprendidas por una cámara. A media distancia, la torre de la municipalidad de Beverly Hills se erguía chata y blanca, contra el azul del cielo. Nada sucedía que marcara el paso del tiempo, salvo que las agujas de mi reloj señalaron las dos y continuaron su marcha.
Aproximadamente a las dos y diez apareció un auto que venía de la dirección del municipio. Era un viejo Lincoln negro, largo y pesado como un coche fúnebre, con cortinas grises en las ventanillas posteriores, que completaban la semejanza. Un hombre de sombrero de fieltro negro iba al volante. Iba como a setenta y cinco kilómetros en una zona de cuarenta como máxima. Al entrar en la manzana donde yo estaba, empezó a aminorar la velocidad.
Tomé un diario del día anterior del asiento trasero y lo apoyé sobre el volante para ocultarme la cara. Los titulares parecían historia antigua. El Lincoln parecía tardar mucho en pasar a mi lado. Entonces lo hizo. La cara del conductor tenía los ojos pequeños, la nariz como una montura y la boca de goma: era inolvidable. Inolvidablemente fea.
Giró en la entrada para automóviles del número 14, entrando en mi espejo retrovisor, estacionó junto al Jaguar y se bajó. Se movía rápida y suavemente, sin balancear los brazos. Con su largo abrigo raglán gris oscuro, su cuerpo de hombros caídos parecía un torpedo deslizándose sobre su base.
La puerta se abrió antes de que llamara. No pude ver quién la abría. La puerta se cerró durante un rato, dos o tres largos minutos, y luego volvió a abrirse. Lance Leonard salió de la casa. Con unos curiosos pasos rápidos, como los de un títere movido por alambres, descendió los escalones y cruzó el césped hacia el Jaguar, sin prestar atención al regador, aunque le mojó la camisa de seda blanca de cuello abierto y le salpicó los pantalones de color beige claro.
El Jaguar retrocedió rugiendo hasta la calle. Al pasarme a toda velocidad con un chirrido de neumáticos, alcancé a divisar la cara de Leonard. Su color era amarillo pálido y muerto. La nariz y el mentón estaban tensos. Los ojos negros brillaban. No me vieron.
El Jaguar se sumió en el silencio. Saqué la 0.38 Especial que guardaba en la guantera y crucé la calle. El Lincoln estaba registrado a nombre de un tal Theodore Marfeld, que vivía en una dirección del Coast Highway, en Malibú sur. Su interior de cuero negro estaba estropeado y olía a gato. El asiento posterior y el suelo estaban cubiertos con hojas de grueso papel de envolver. El reloj del tablero se había detenido a las once y veinte.
Me dirigí hacia la puerta de la casa, levanté el puño para golpearla y vi que estaba ligeramente entreabierta. La empujé un poco y entré a un vestíbulo oscuro de redondo techo morisco. Hacia mi derecha, un tramo de escalones de mosaico rojo ascendía pesadamente a través del techo. A la derecha, una puerta interior proyectaba un abanico doblado de luz sobre el suelo y el lado ciego de la escalera, de yeso blanco.
Una sombra de sombrero se movió hasta entrar en la luz y taparla casi por completo. La cabeza y el hombro de Nariz de Montura se inclinaron desde el vano de la puerta.
—¿Señor Marfeld? —dije.
—Sí. ¿Quién diablos es usted? No tiene derecho a meterse en una residencia privada. ¡Lárguese, demonios!
—Quisiera hablar con la señorita Campbell.
—¿Sobre qué? ¿Quién lo mandó? —vociferó.
—En realidad, me mandó su madre. Soy amigo de la familia. ¿Es usted amigo de la familia?
—Sí. Amigo de la familia.
Marfeld levantó la mano derecha hasta la cara. La izquierda estaba oculta detrás del marco de la puerta. Yo tenía la pistola en el bolsillo con el dedo en el gatillo. Marfeld parecía confundido. Se tomó la parte inferior de la cara y la movió a un lado. Quedó una mancha roja en la yema del pulgar. Le dejó una impresión digital roja en el lado de la nariz hundida.
—¿Se cortó?
Dio la vuelta a la mano para mirarse el pulgar y cerró el puño sobre él.
—Sí. Me corté.
—Soy experto en primeros auxilios. Si le duele, tengo un poco de ester ácido monoacético de ácido salicílico en el auto. También tengo tintura de yodo al cinco por ciento para contrarrestar el peligro de intoxicación u otra infección grave.
Su mano derecha se sacó las palabras de la cara. La neurosis sonaba sorprendentemente aguda en su voz.
—Cállese, maldito sea, no puedo soportar la charla de doble sentido —consiguió dominarse y regresó a su personalidad de registro más bajo—. Me oyó decirle que se largara de aquí. ¿Qué está esperando?
—Esa no es manera de hablar un amigo de la familia a otro amigo de la familia.
Sus hombros redondos se inclinaron fuera del vano de la puerta y una varilla de metal brilló en su mano izquierda. Era un atizador de bronce. Se lo pasó a la mano derecha y se adelantó bruscamente hacia mí, tan cerca que podía oler su aliento. Era un aliento agrio de amenazas.
—Maldito tramposo.
Podía haberle disparado a través del bolsillo. Quizá debiera haberlo hecho. El problema era que no lo conocía tan bien como para dispararle y confiaba en la velocidad de mis reflejos, olvidando que Leonard me había derribado de un golpe y que aún quedaba languidez en mis piernas.
Marfeld levantó el atizador. De su punta ganchuda voló una gota oscura que fue a dar contra el revoque de la pared como una salpicadura de pintura roja fresca. Mi ojo se detuvo en ella una milésima de segundo de más. El atizador me rozó y heló el lado de la cabeza. Fue un golpe desviado o hubiera perdido del todo el conocimiento. Aun así, el suelo se levantó y me golpeó las rodillas, los codos y la frente. Mi pistola salió resbalando por un agujero en la luz quebrada.
Trepé por el suelo inclinado hacia ella. Marfeld me pisó los dedos. Puse la mano en uno de sus pies, el hombro contra su rodilla y lo tiré hacia atrás. Cayó pesadamente y se quedó tendido, tratando de respirar convulsivamente.
Busqué a tientas el arma entre los pedazos dentados de la luz. La brillante habitación más allá del vano relampagueó ante mi visión angular, con la claridad de una alucinación. Era blanca, negra y roja. La muchacha rubia de vestido de hilo yacía sobre una alfombra blanca delante de una chimenea elevada y negra. Su cara estaba dada la vuelta. Una mancha de oscuridad rojilla se extendía a su alrededor.
Oí pasos detrás de mí y al volverme, la parte delantera del Sunset Limited me golpeó un lado de la cabeza y me hizo saltar de los rieles a la oscuridad profundamente roja.
Volví en mí, consciente de movimientos y de un rumor en mi estómago, que poco a poco se fue desprendiendo de mí para convertirse en el sonido del motor de un automóvil. Estaba sentado y sostenido en medio del asiento delantero. Había hombros apretados contra mí a ambos lados. Abrí los ojos y reconocí el reloj del tablero que se había detenido a las once y veinte.
—La gente se muere por entrar ahí —dijo Marfeld desde mi derecha.
Mis ojos se movieron ásperamente en sus órbitas. Marfeld tenía mi pistola sobre sus piernas. El conductor, a mi izquierda, dijo:
—Hermano, me matas. Cuentas el mismo viejo chiste del archivo cada vez que pasamos por este sitio.
Estábamos pasando por un cementerio lujoso. Sus Campos Elíseos estaban distorsionados por curvas movedizas, olas de calor en el aire, o detrás de mis ojos. Sentí una avasalladora nostalgia de paz. Pensé que sería muy bonito acostarse en ese bonito cementerio y escuchar música de órgano. Luego me fijé en las manos del conductor sobre el volante. Eran grandes manos sucias, con grandes uñas sucias y me enfurecieron.
Quise alcanzar la pistola sobre las piernas de Marfeld. La alejó como quien quita caramelos a un bebé. Mis reacciones eran tan débiles y confusas que me asusté. Me golpeé los nudillos con el cañón de la pistola.
—¿Qué tal? El dormido se despierta.
Mi lengua de madera castañeteó en mi boca reseca y emitió algunas palabras:
—Oigan, chistosos, ¿saben cuál es la pena por secuestro?
—¿Secuestro? —el conductor tenía una cara retorcida que surgía curiosamente de un cuerpo macizo. Me dirigió una mirada en tirabuzón—. No he oído nada sobre un secuestro últimamente. Habrá estado soñando.
—Sí —dijo Marfeld—. No trate de engañarme, espía. Estuve en la Policía del Estado quince años. Y conozco la ley, lo que se puede y no se puede hacer. No se puede andar atropellando en casas ajenas con un arma mortal. Se había pasado de la raya y tenía derecho a detenerlo. Cristo, lo podía haber matado y ni siquiera me hubieran detenido.
—Puede estar agradecido —dijo el conductor—. Ustedes los espías se portan como si tuvieran derecho a matar.
—Algunos lo tienen.
Marfeld se volvió violentamente en el asiento y apretó la boca de la pistola contra un lado de mi estómago.
—¿Cómo es eso? Dígalo otra vez. No le entendí.
Mis sentidos estaban todavía diseminados por el distrito de Los Ángeles. Los que conservaba conmigo eran apenas suficientes como para manejar un par de ideas. Ellos no podían estar seguros, salvo que se lo dijera, de que había visto a la joven muerta en el cuarto brillante. Si estaba muerta, y sabían que lo sabía, estaba bien encaminado hacia un funeral con ataúd cerrado.
—¿Qué dijo de matar?
Marfeld se apoyó fuertemente sobre la pistola. Puse en tensión los músculos de mi estómago contra la presión. El sabor a las semillas del pan de centeno me llenó la garganta. Me concentré en impedir que subiera.
Marfeld se cansó de acicatearme pasado un rato y se recostó en el asiento con el arma sobre las piernas.
—Muy bien. Podrá hablar con el señor Frost.
Lo decía como si jamás pudiera sucederme nada peor.