La casa Taos era una pequeña trampa para turistas en la carretera de la costa. Vendía mantas de indios Navajos y collares de pájaros del trueno y cestos, sombreros y cerámicas en un ambiente artísticamente revuelto. Una rubia arratonada de blusa india marrón hizo sonar lánguidamente su collar de caracolillos y me preguntó qué deseaba, ¿un regalo para mi esposa, quizá?
Le dije que estaba buscando a la esposa de otro hombre. Tenía románticos ojos de color ciruela y aquel parecía el acercamiento apropiado.
Dijo:
—¡Qué fascinante! ¿Es detective? Le dije que sí.
—¡Qué fascinante!
Pero cuando le conté lo del sombrero, movió la cabeza tristemente.
—Lo siento. Estoy segura de que es uno de los nuestros…, los importamos nosotros mismos de México. Pero vendemos tantos que no podría de ninguna manera… —señaló con un delgadísimo brazo una bandeja con sombreros apilados en el extremo más alejado del mostrador.
—¿Tal vez si la describiera?
La describí.
Sacudió la cabeza lamentándose.
—Nunca he podido diferenciar una rubia de Hollywood de otra.
—Yo tampoco.
—Noventa y nueve coma cuarenta y cuatro por ciento de ellas no son rubias teñidas, de todos modos. Podría ser rubia si quisiera, con sólo aclararse el pelo de vez en cuando. Pero tengo demasiado orgullo personal —se inclinó hacia mí y su collar indio se balanceó insinuante sobre el mostrador—. Siento no poder ayudarlo.
—Gracias por tratar. Era una posibilidad remota, de cualquier modo…
Empecé a salir y me volví.
—Su nombre es Hester Wall, dicho sea de paso. ¿No le sugiere nada?
—¿Hester? Conozco una Hester, pero su apellido no es Wall. Su madre trabajaba aquí.
—¿Cuál es su apellido?
—Campbell.
—Esa es. Campbell es su apellido de soltera.
—Pero ¿no es fascinante? —se sonrió con una alegría de hoyuelos y sus ojos se iluminaron—. ¡Qué cosas más excitantes les ocurren a las personas! ¿No le parece? Supongo que la busca por la herencia.
—¿Herencia?
—Sí. Por eso la señora Campbell dejó su empleo; por la herencia de su hija. ¡No me diga que ha recibido otra fortuna!
—¿De quién heredó la primera?
—De su esposo, su difunto esposo —se detuvo y su suave boca tembló—. Es más bien triste, cuando uno lo piensa, nadie hereda a no ser que otro muera.
—Es cierto. ¿Y dice que su esposo murió?
—Sí. Se casó con un hombre rico en Canadá y murió.
—¿Es eso lo que Hester le dijo?
—No. Me lo dijo la señora Campbell. No conozco a Hester personalmente.
Su cara se turbó repentinamente.
—Espero que no sea una falsa alarma. ¡Estábamos tan excitados cuando la señora Campbell recibió la noticia! Ella es un encanto, realmente, un verdadero tesoro para su edad, y había tenido dinero, sabe. Nadie le envidia su buena suerte.
—¿Cuándo lo supo?
—Hace un par de semanas. Dejó de trabajar a principios de esta semana. Se va a vivir con su hija.
—Entonces podrá decirme dónde vive su hija. Si usted me dice dónde vive ella.
—Tengo la dirección en algún lado.
—¿No tiene teléfono?
—No. Usa el de una vecina. La pequeña Campbell lo ha pasado mal estos últimos años —se detuvo y me dirigió una mirada líquida—. No le daré su dirección si le acarreará problemas a ella. ¿Por qué está buscando a Hester?
—Uno de sus parientes canadienses quiere comunicarse con ella.
—¿Uno de los parientes de su marido?
—Sí.
—Júrelo por su vida.
—Lo juro —dije. Sentí que era el tipo de mentira capaz de traerme mala suerte. Así era—. Que me muera.
La señora Campbell vivía en una calle modesta de casas de revoque y madera, medio escondidas por grandes y ancianos robles. En las sombras moteadas de sol, los niños en edad preescolar jugaban a sus juegos mortíferos: bang-bang, ¡estás muerto! ¡Yo no estoy muerto, tú estás muy muerto! Un camión recolector de basura, que cumplía su recorrido, inició un coro de perros que ladraban resentidos por el robo de la basura de sus amos.
La casa de la señora Campbell se levantaba tras una descascarillada pared de estuco en la cual un portón oxidado permanecía siempre abierto. Había un cartel nuevo que rezaba EN VENTA, sujeto con alambres al portón. En el patio, un par de geranios habían atravesado unos árboles de lima enanos convirtiéndolos en arbustos de flores rojas, que parecían arder al sol. El fuego espinoso y más brillante de la Santa Rita o buganvilla trepaba por la galería y el techo.
Me detuve debajo de su sombra fresca y golpeé en la puerta de alambre, que tenía taponcitos de algodón para evitar que pasaran las moscas. Una ventana con barrotes se recortaba en la puerta interior. La persiana de ésta se abrió y un ojo me miró. Era un ojo celeste, algo descolorido, rodeado de pestañas curvadas y provisto de una voz parecida a la de los gorriones en los robles.
—Buenos días, ¿viene de parte del señor Gregory?
Murmuré algo ininteligible que podría haber sido: sí, así es.
—¡Qué bien!, lo he estado esperando —corrió el cerrojo de la puerta y la abrió de par en par.
—Pase, señor…
—Archer —dije.
—Estoy absopositivamente encantada de verle, señor Archer.
Era una mujer pequeña, de cuerpo recto, de vestido azul demasiado corto y demasiado lleno de volantes para su edad, que tendría alrededor de cincuenta años, aunque todo en ella conspiraba para negarlo. Por un instante, en el cajón oscuro que era el pasillo, su voz de pájaro y su gracia ligera crearon la ilusión de que era una rubia adolescente.
En la sala soleada, la ilusión pereció. Las secas líneas de la experiencia se notaban alrededor de sus ojos y boca, y su sonrisa no lograba borrarlas. Su cabello de corte varonil y color rubio ceniciento se estaba volviendo gris y su cuello estaba marchito. Sin embargo, me resultaba más bien agradable. Ella lo notó. No era estúpida.
Se movía de puntillas por la pequeña sala, levantando ceniceros limpios y volviendo a dejarlos.
—Tome asiento, ¿o preferiría quedarse de pie para echar un vistazo? ¡Qué bien que le interese mi nidito! Por favor, fíjese en la vista al mar, es uno de mis pequeños lujos. ¿No es hermosa?
Posó su cuerpo delgado y pequeño, extendió el brazo hacia la ventana y lo mantuvo tieso y quieto, apenas doblado en el codo, con los dedos separados. Había una vista del mar: una angosta cinta azul, enredada entre las ramas del roble.
—Muy hermosa —pero me estaba preguntando ante qué público fantasma o personaje muerto estaba representando. Y por cuánto tiempo me seguiría tomando por un posible comprador.
La habitación estaba abarrotada de muebles oscuros y viejos, hechos para una pieza mayor y para más gente: una mesa frailera tallada, flanqueada por sillas españolas de altos respaldos; un sofá de terciopelo rojo, demasiado relleno; gruesas cortinas rojas a cada lado de la ventana. Esto hacía un contraste poco feliz con las paredes y el cielorraso de yeso, que eran verde oscuro y estaban manchados por las viejas goteras del techo.
Me pescó mirando las manchas de humedad.
—No volverá a suceder, se lo puedo asegurar. Hice reparar el techo el otoño pasado y, a propósito, estaba ahorrando para redecorar esta habitación. Pero de pronto tuve un golpe de fortuna. He tenido una suerte maravillosa, ¿sabe? O mejor dicho, la ha tenido mi hija —se detuvo en la dramática actitud de quien escucha, como si fuera a recibir un mensaje en clave—. Pero déjeme contárselo con un café. Pobre hombre, parece fatigado. ¡Sé lo que es andar buscando casa!
Su generosidad me inquietaba. No quería aceptar nada de ella bajo falsos pretextos. Pero antes de que pudiera pensar una respuesta, se había alejado hacia la cocina, danzando a través de una puerta de vaivén. Volvió con una bandeja de desayuno sobre la cual brillaba orgullosamente un juego de café de plata, la apoyó en la mesa y empezó a revolotear alrededor. Era un placer verla servir. Le alabé la cafetera.
—Muchas gracias, amable señor. Fue uno de mis regalos de boda, lo he conservado durante estos años. He guardado muchas cosas y ahora me alegro de haberlo hecho, ahora que me mudo otra vez a la casa grande.
Se tocó los labios con la punta de los dedos y rió musicalmente.
—Pero naturalmente, no sabe de lo que estoy hablando, a no ser que el señor Gregory se lo haya dicho.
—¿El señor Gregory?
—Gregory, el vendedor de fincas —se posó sobre el diván, a mi lado, confidencialmente—. Por eso quiero vender sin ganar un céntimo, con tal de sacar lo que me corresponde por esta casa. Me mudo a principios de semana para ir a vivir con mi hija. Sabe, mi hija se irá a Italia en avión durante un mes aproximadamente y quiere que me quede en la casa grande, para cuidarla mientras ella no está. Cosa que haré con mucho gusto, se lo aseguro.
—¿Se muda a una casa más grande?
—Sí. Por supuesto que sí. Me mudo de nuevo a mi propia casa, donde nacieron mis hijas. Usted no lo creería, a no ser que tuviera muy buen ojo para los muebles de calidad, pero yo vivía en una gran casa en Beverly Hills —asintió vigorosamente con la cabeza, como si la hubiese contradicho—. La perdí…, la perdimos hace mucho, antes de la guerra, cuando mi marido nos abandonó. Pero ahora esa hija mía tan inteligente la ha vuelto a comprar. ¡Y me ha pedido que vaya a vivir con ella! —se abrazó el escuálido pecho—. Cómo debe amar a su madre, ¿eh? ¿Eh…?
—Por cierto que sí —dije—. Parece que le ha caído algún dinero.
—Sí —me pellizcó la manga—. Le dije que sucedería eso si tenía fe, trabajaba duro y se hacía agradable a la gente. Le dije a las chicas, el mismo día que nos fuimos, que algún día volveríamos. Y así fue, ha sucedido. Hester ha heredado ese dinero del uranio.
—¿Encontró uranio?
—El señor Wallingford lo encontró. Era un magnate de las minas en Canadá. Hester se casó con un hombre mayor, como hice yo en mi tiempo. Desgraciadamente, el pobre hombre murió antes del año de casados. Nunca lo conocí.
—¿Cuál era su nombre?
—George Wallingford —dijo—. Hester recibe una entrada mensual importante de la propiedad. Y además tiene su dinero del cine. Parece que todo le salió bien al mismo tiempo.
La observé de cerca, pero no pude ver ninguna señal de que estuviera mintiendo conscientemente.
—¿Qué hace en el cine?
—Muchas cosas —dijo con un ligero ademán de la mano—. Baila, nada y salta desde el trampolín… Era campeona de salto profesional… Y por supuesto, actúa. Su padre era actor, en sus buenos tiempos. ¿Ha oído nombrar a Raymond Campbell?
Asentí. El nombre pertenecía a un temerario actor del cine mudo que había tratado de hacer la transición al cine hablado, pero había tropezado con los años y con una voz de tenor. Recordaba una época a principios de la década de los veinte, cuando las series de Campbell llenaban las salas de Long Beach los sábados por la tarde. Me habían llenado de inspiración: su serie como Inspector Fate de Limehouse me había ayudado a hacerme policía, para bien o para mal. Y cuando la Policía se echó a perder, el recuerdo del Inspector Fate había ayudado a arrancarme de la policía de Long Beach.
Dijo:
—Recuerda a Raymond, ¿no es cierto? ¿Lo conocía personalmente?
—Sólo en la pantalla. Hace mucho tiempo. ¿Qué le ocurrió?
—Murió —dijo—. Murió de pena, allá por la depresión. Hacía años que no hacía una película, sus amigos le habían dado la espalda, tenía unas deudas terribles. Así que murió —sus ojos se nublaron con las lágrimas, pero sonrió valientemente a través de ellas, como una heroína de una de las películas de Raymond Campbell—. Sin embargo, yo seguí la tradición. También había sido actriz, antes de subordinar mi vida a la de Raymond, y eduqué a mis hijas para que siguieran sus pasos, como él hubiera querido. Una de ellas, por lo menos, lo ha aprovechado.
—¿Qué hace su otra hija?
—¿Rina? Es enfermera psiquiátrica, ¿se da cuenta? Siempre me ha intrigado que dos chicas de casi la misma edad y aspecto pudieran tener temperamentos tan diferentes. En realidad, Rina no tiene temperamento. Con la educación artística que le di, resultó ser fría, dura y práctica como ninguna. ¡Me moriría de un síncope si Rina me ofreciese un hogar! ¡No! —gritó melodramáticamente—, Rina prefiere pasar el tiempo con gente loca. ¿Por qué será que una chica guapa quiere hacer una cosa así?
—Tal vez quiera ayudarles.
La señora Campbell parecía confundida.
—Podría haber buscado una manera más femenina de hacerlo. Hester da un placer real a los demás, sin desmerecer ella misma.
Una expresión extraña debió de pasar por mi rostro. Me miró astutamente, luego abrió los ojos y volvió a brillar su mirada.
—Pero no debo aburrirle con mis problemas de familia. Vino a ver la casa. Tiene sólo estas tres habitaciones pero es muy cómoda, especialmente la cocina.
—No se moleste, señora Campbell. He estado abusando de su hospitalidad.
—No, de ninguna manera.
—Sin embargo es así. Soy detective.
—¿Detective? —sus dedos arañaron mi brazo y lo asieron. Dijo con una voz nueva, una octava más baja que su tono de pájaro:
—¿Le ha ocurrido algo a Hester?
—Que yo sepa, no. La estoy buscando, simplemente.
—¿Tiene algún problema?
—Puede ser.
—Lo sabía. Tenía tanto miedo de que algo saliera mal. Las cosas nunca resultan bien para nosotros. Siempre sale mal algo —se tocó la cara con las yemas de los dedos; parecía un papel arrugado—. Estoy en un maldito apuro —dijo con voz ronca—. Dejé mi empleo a cuenta de esto y tengo deudas con medio pueblo. Si Hester me falla ahora, no sé qué haré —dejó caer las manos, y levantó el mentón—. Bueno, deme las malas noticias. ¿Todo es una sarta de mentiras?
—¿Qué es una sarta de mentiras?
—Lo que le he estado contando, lo que ella me contó. Sobre el contrato de cine, el viaje a Italia y el marido rico que murió. Tenía mis dudas al respecto, ¿sabe? No soy tan tonta como parezco.
—Una parte puede ser verdad. Otra parte no lo es. Su marido no está muerto. No es viejo, ni rico y quiere que ella vuelva con él. Y en eso intervengo yo.
—¿Es eso todo? No —sus ojos me miraban con dura sospecha. El golpe había precipitado en ella una segunda personalidad y me preguntaba qué parte de la dureza le pertenecía a ella y qué parte a la histeria—. Me está ocultando algo. Admitió que está en un aprieto.
—Dije que quizá lo estuviera. ¿Por qué está tan segura?
—Es difícil sacarle información —se puso de pie delante de mí, plantando los puños sobre las caderas insignificantes e inclinándose hacia delante como un gallo de pelea—. Ahora no trate de evadirse, aunque Dios sabe que estoy acostumbrada a ello, después de treinta años en este pueblo. ¿Está o no está en apuros?
—No puedo contestar a eso, señora Campbell. Por lo que sé, no hay nada contra ella. Sólo quiero hablar con ella.
—¿Sobre qué tema?
—El tema de volver con su marido.
—¿Por qué no le habla él mismo?
—Es lo que piensa hacer. En este momento está algo abatido y nos ha costado mucho trabajo localizarla.
—¿Quién es él?
—Un joven periodista de Toronto, llamado George Wall.
—George Wall —dijo—. George Wallingford.
—Sí —dije—, coincide.
—¿Qué clase de hombre es ese George Wall?
—Creo que es bueno, o lo será cuando crezca.
—¿Está enamorado de ella?
—Muy enamorado. Tal vez demasiado.
—Y lo que usted quiere de mí ¿es la dirección de ella?
—Si la sabe.
—Debo saberla. He vivido allí casi diez años. Manor Crest Drive, número catorce, Beverly Hills. Pero si eso es lo que quería, ¿por qué no lo dijo? Me dejó charlar y pasar por tonta. ¿Por qué me hizo eso?
—Lo siento. No estuve muy bien. Pero este caso puede ser algo más que el de una esposa fugitiva. Usted misma sugirió que Hester está metida en un lío.
—Lío es lo que significa la palabra detectives para mí.
—¿Ha estado metida en líos antes?
—No vamos a analizarlo ahora.
—¿La ha visto a menudo este invierno?
—Muy poco. Pasé un fin de semana con ella. El penúltimo fin de semana.
—¿En la casa de Beverly Hills?
—Sí. Acababa de mudarse allí y quería que la aconsejara sobre la decoración de algunas habitaciones. La gente que la tenía antes de Hester no la había sabido mantener, no como cuando nosotros teníamos el matrimonio japonés —su mirada azul se esforzó por ver a través de las décadas y volvió al presente—. De todos modos, Hester y yo lo pasamos bien. Un maravilloso fin de semana para las dos solas, charlando y repasando su ropa como en otros tiempos. Y terminó con la invitación de Hester a mudarme a principios de año.
—Eso fue muy amable de su parte.
—¿No es cierto que sí? Estaba tan sorprendida y tan contenta. Hacía varios años que no nos sentíamos tan unidas. En realidad, casi no la había visto. Y entonces, de golpe y porrazo, me pide que vaya a vivir con ella.
—¿Por qué le parece que lo hizo?
La pregunta pareció tocarle el lado realista. Se irguió en el borde de la silla, en posición pensativa, con las yemas de los dedos en la sien.
—Es difícil saberlo. Desde luego que no fue por mis bonitos ojos azules. Naturalmente, como tiene que irse, necesita que alguien se quede en la casa para cuidarla. También creo que se siente sola.
—¿Y asustada?
—No se comportó como si estuviese asustada. Quizá lo estuviera. No me lo hubiera dicho, si fuera así. Mis chicas no me dicen nada —se puso el nudillo del pulgar derecho entre los dientes y arrugó la cara como un monito joven—. ¿Aún podré mudarme el primero de año? ¿Cree que podré?
—No contaría con ello.
—Pero la casa debe pertenecerle. Si no, no gastaría tanto dinero en redecorarla. Señor Archer, ¿es ése su nombre, Archer? ¿De dónde viene el dinero?
—No tengo la menor idea —dije, aunque tenía varias.