Conduje por la larga carretera en declive hacia Beverly Hills lentamente, porque me sentía propenso a los accidentes. Hay días en que uno puede identificar los puntos de tensión y todo forma esquemas racionales en torno de uno. Y existen los otros días.
George me fastidiaba. Estaba sentado, acurrucado hacia delante con la cabeza en las manos, quejándose de tanto en tanto. Tenía un instinto especial, aún mejor que el mío, para meter la cara en la puerta equivocada y hacérsela romper. Necesitaba un guardián: yo parecía ser el elegido.
Lo llevé a mi propio médico, un clínico llamado Wolfson, que tenía el consultorio en el bulevar Santa Mónica. Wolfson tumbó a Wall sobre una mesa de metal acolchada, en un cubículo, le palpó la cara y el cráneo con dedos gordos y hábiles, encendió una lucecita delante de sus ojos y llevó a cabo otros rituales.
—¿Cómo fue?
—Se cayó y se golpeó la cabeza con un sendero de lajas.
—¿Quién lo empujó? ¿Usted?
—Un amigo común. No interesan los detalles. ¿Está bien?
—Puede ser una pequeña conmoción. ¿Se había lastimado antes alguna vez la cabeza?
—Jugando al fútbol, sí —dijo George.
—¿Se hizo mucho daño?
—Supongo que sí. He perdido el conocimiento un par de veces.
—No me gusta —dijo Wolfson—. Debería llevarlo al hospital. Tendría que quedarse un par de días en cama, por lo menos.
—¡No! —saltó George, empujando al médico hacia atrás. Sus ojos giraban pesadamente en las órbitas hinchadas.
—Un par de días es todo lo que me queda. Tengo que verla.
Wolfson levantó las cejas.
—¿Ver a quién?
—A su mujer. Lo abandonó.
—¿Y qué? Ocurre todos los días. Le ocurrió a usted. Tiene que quedarse en cama igual.
George balanceó las piernas para levantarse de la mesa. Se paró tambaleándose. Su cara tenía el color del cemento recién volcado.
—Me niego a ir al hospital.
—Está tomando una decisión muy grave —dijo Wolfson fríamente. Era un médico gordo que sólo amaba la medicina y la música.
—Puedo meterlo en la cama en mi casa. ¿Bastaría con eso?
Wolfson me miró con expresión de duda.
—¿Puede mantenerlo quieto?
—Creo que sí.
—Muy bien —dijo George solemnemente—, acepto el compromiso.
Wolfson se encogió de hombros.
—Si no podemos hacer nada mejor. Le daré una inyección para calmarlo y tendré que volver a verlo más tarde.
—Sabe dónde vivo —le dije.
En una casa revocada de dos dormitorios, en un bloque de quince, cerca de Olympic. Durante un tiempo no se había usado el segundo dormitorio. Luego se había vuelto a usar. Cuando por fin se había desocupado, había vendido la cama a un comerciante de muebles usados y había convertido el cuarto en un estudio. Pero por algún motivo no me gustaba usarlo.
Puse a George en mi cama. La mujer que me hacía la limpieza había estado allí por la mañana, así que las sábanas eran limpias. Mientras colgaba mi ropa rota en una silla me preguntaba qué era lo que estaba haciendo y por qué. Miré a través del vestíbulo la puerta del cuarto sin cama, donde ya nadie dormía. Una amargura con sabor a cebolla me subió al fondo de la garganta. Me parecía muy importante que George se juntara con su mujer y se la llevara a Los Ángeles. Y que después vivieran siempre felices.
Su cabeza rodó sobre la almohada. Estaba medio inconsciente, bajo el efecto del paraldehído y de los puños de Leonard.
—Escúcheme, Archer. Es un buen amigo.
—¿Ah, sí?
—El único amigo que tengo en tres mil kilómetros. Tiene que encontrarla.
—La encontré. ¿De qué sirvió?
—Ya lo sé. No debería haberme lanzado hacia la casa de esa manera. La asusté. Siempre hago lo que no debo. Cristo, no tocaría ni un pelo de su cabeza. Tiene que decírselo. Prométame que lo hará.
—Bueno. Ahora duérmase.
Pero tenía algo que agregar.
—Por lo menos está viva, ¿no es así?
—Para ser un cadáver, está muy vivo.
—¿Quién es esa gente con quien está mezclada? ¿Quién era ese tipo insignificante del pijama?
—Un muchacho llamado Torres. Era boxeador, si eso le sirve de consuelo.
—¿Es ése quién la amenazó?
—Aparentemente.
George se irguió sobre los codos.
—He oído ese nombre Torres. Hester tenía una amiga llamada Gabrielle Torres.
—¿Le contó lo de Gabrielle, entonces?
—Sí. Me lo contó la noche que…, que me confesó sus pecados —su mirada opaca se paseó por la habitación y se clavó en un rincón, fija en algo invisible. Sus labios secos se movieron, tratando de nombrar las cosas que veían.
—Su amiga murió de un disparo, en la primavera del año pasado. Hester se fue de California al poco tiempo.
—¿Por qué haría eso?
—No lo sé. Parecía echarse la culpa a sí misma por la muerte de la otra muchacha. Y tenía miedo de que la citaran como testigo, si el caso llegaba a la justicia.
—Eso nunca ocurrió.
Permaneció en silencio, con los ojos fijos en el rincón.
—¿Qué más le contó, George?
—Me habló de los hombres con quienes se había acostado desde que apenas era una adolescente.
—¿Con quienes Hester se había acostado?
—Sí. Me molestaba aún más que lo otro. No sé por qué me afecta.
Porque es humano, pensé.
George cerró los ojos. Bajé las persianas venecianas y me fui a la otra habitación, a hablar por teléfono. La llamada era a la jefatura de la patrulla de carreteras donde trabajaba un amigo mío, llamado Mercero. Afortunadamente estaba cumpliendo el turno de día. No, no estaba ocupado pero podría estarlo en cualquier momento, los accidentes siempre ocurrían de dos en dos o de tres en tres para complicarle las cosas. Trataría de conseguirme rápidamente un informe sobre la matrícula del Jaguar.
Me quedé sentado junto al teléfono y encendí un cigarrillo y traté de tener una intuición brillante, como los detectives de las novelas y algunos de la vida real. La única que se me ocurrió fue que el Jaguar pertenecía a Lance Leonard y que me haría entrar en un círculo vicioso.
El humo del cigarrillo resonando en mi estómago me recordó que tenía apetito. Fui a la cocina y me hice un sandwich de jamón y queso con pan de centeno y abrí una botella de cerveza. Mi asistenta había dejado una nota sobre la mesa de la cocina:
«Estimado Sr. Archer:
Llegué a las nueve, me fui a mediodía, necesito el dinero para hoy, pasaré a recogerlo esta tarde, haga el favor de dejar 3,75 dólares en el buzón si sale. Sinceramente, Beatriz M. Jackson.
P. D. Hay suciedad de ratones en la fiambrera, compre una trampa, la pondré. La suciedad de ratones no es higiénica. Sinceramente suya,
Beatriz M. Jackson.
Metí cuatro dólares en un sobre, lo cerré, escribí su nombre en el anverso, y lo llevé a la galería de delante. Un par de reyezuelos que charlaban bajo el alero me hicieron varias alusiones socarronas. El buzón estaba lleno de correspondencia: cuatro cuentas adelantadas, dos peticiones de dinero de instituciones de caridad, una carta fotocopiada de mi representante en el Congreso que declaraba estar alerta ante la amenaza, un panfleto que describía un libro sobre los secretos de la felicidad matrimonial, rebajado a 2,98 y que se vendía solamente a los médicos, clérigos, trabajadores sociales y otros interesados; y una tarjeta de año nuevo de una chica que se había emborrachado conmigo en una fiesta antes de Navidad. Estaba firmada «Mona» y portaba el siguiente mensaje lírico:
La verdadera amistad es un hecho feliz que a hombres y ángeles hace cantar, un año comienza, el otro toca fin, ha de perdurar nuestra amistad.
Me senté ante la mesa del vestíbulo con mi cerveza y traté de componer una respuesta. Era difícil. Mona se emborrachaba en las fiestas porque había perdido un marido en Corea y un hijo en el Hospital de Niños. Empecé a recordar que yo tampoco tenía un hijo. Un hombre se sentía solo en el desierto revocado, cerca de los cuarenta, sin chica, sin hijos. Mona era bastante guapa y bastante inteligente y lo único que quería era otro hijo. ¿Qué estaba esperando yo? ¿Una virgen bien provista, con su nombre en el Libro Azul?
Decidí llamar a Mona. El teléfono empezó a sonar en mis manos.
—¿Mercero? —dije.
Pero era la voz de Bassett, jadeante en mi oído.
—Traté de ponerme en comunicación con usted antes.
—Hace media hora que estoy aquí.
—¿Eso qué significa? ¿Que la ha encontrado o que ha abandonado?
—La encontré y la volví a perder —le expliqué cómo había sido, al acompañamiento de ¡ohes!, ¡ahes!, y ta-ta-taes desde el otro extremo de la línea.
—Hasta ahora este no ha sido uno de mis días buenos. El mayor error fue llevar a Wall conmigo.
—Espero que no esté malherido —había una veta de malicia en el interés de Bassett.
—Tiene la cabeza muy dura. Va a sobrevivir.
—¿Por qué le parece que ella se le escapó?
—Tal vez por pánico, simplemente. Tal vez no. Parece que en este caso hay algo más que un extravío de esposa. A cada rato surge Gabrielle Torres.
—¡Qué raro que la nombre! He estado pensando en ella esporádicamente toda la mañana, desde que usted hizo comentarios sobre la foto.
—Yo también. Hay tres en la foto: Gabrielle, Hester y Lance. Gabrielle fue asesinada, el asesino no ha sido encontrado. Los otros dos eran íntimos suyos: Lance era su primo, Hester su mejor amiga.
—¿No está insinuando que Lance o Hester…? —apagaba la voz, pero la llenaba de implicaciones.
—Sólo estoy especulando. No creo que Hester haya matado a su amiga. Pero sí creo que sabe algo del asesinato que nadie más sabe.
—¿Lo dijo ella?
—A mí no. A su marido. Es todo bastante vago. Salvo que casi dos años después aparece en Coldwater Canyon. De repente está floreciente y también lo está su amiguito, el de los fuertes puños.
—Le da a uno qué pensar, ¿no es así? —se rió nerviosamente—. ¿Qué piensa usted?
—El chantaje es lo más obvio y nunca dejo de lado lo obvio. Lance ha hecho correr la voz de que está bajo contrato con Helio-Graff. Y parece que es legal. La cuestión es: ¿cómo consiguió un contrato con un productor independiente tan importante? Es un muchacho bien parecido, pero hoy día hace falta algo más. ¿Lo conocía cuando era vigilante de la piscina en el club?
—Claro. Francamente, no lo hubiera contratado si no hubiese sido porque su tío era muy insistente. En general, empleamos a estudiantes, durante el verano.
—¿Tenía ambiciones de actor?
—Que yo sepa, no. Se estaba entrenando para ser pugilista —la voz de Bassett era desdeñosa.
—Ahora es actor. Podría resultar un genio natural. Cosas más extrañas se han visto…, pero lo dudo. Encima de eso, Hester también pretende tener un contrato.
—¿Con Helio-Graff?
—No lo sé. Pienso averiguarlo.
—Probablemente descubra que es con Helio-Graff —su voz se había tornado más cortante y definida—. He dudado en decirle esto, aunque es el motivo de mi llamada. En mi lugar, uno adquiere el hábito del silencio. Sin embargo, estuve hablando con cierta persona esta mañana y surgió el nombre de Hester. También el de Simon Graff. Fueron vistos juntos en circunstancias un tanto comprometedoras.
—¿Dónde?
—En un hotel en Santa Mónica… El Windsor, creo.
—Es lógico. Ella vivía allí. ¿Cuándo fue?
—Hace unas semanas. Mi informante los vio salir de una habitación en uno de los pisos superiores. Por lo menos, el señor Graff salió. Hester sólo llegó hasta la puerta.
—¿Quién es su informante?
—No podría decírselo de ningún modo. Es uno de nuestros socios.
—También lo es Simon Graff.
—No crea que no lo sé. El señor Graff es el socio más poderoso del club.
—¿No está arriesgando su pellejo al decirme esto?
—Sí. Espero que la confianza que le dispenso no sea malgastada.
—Cálmese. Soy una tumba. Pero ¿y su centralita telefónica?
—Yo mismo soy la centralita —dijo.
—¿Graff está todavía allí?
—No. Se fue hace varias horas. —¿Dónde puedo hallarlo?
—No tengo la menor idea. Va a dar una fiesta aquí esta noche, pero usted no debe acercarse. No debe ni pensar en acercarse de ningún modo.
—Muy bien —pero hice una salvedad mental—. Ese informante secreto suyo…, ¿no será la señora Graff?
—Por supuesto que no —su voz se debilitaba. O bien estaba mintiendo o la decisión de contarme el episodio del Hotel Windsor lo había dejado agotado—. No debe considerarlo ni como una posibilidad.
—Muy bien —dije, pensándolo.
Llamé a la patrulla de carreteras y conseguí comunicarme con Mercero:
—Lo siento, Lew. Nada que hacer. Tres accidentes desde que llamaste y me han tenido a saltos —me cortó.
No importaba. Se estaba formando un esquema del caso, como el motivo de una música discordante y agresiva. Tenía la más leve de las pistas, un sombrero de sol de una tienda en Santa Mónica. También tenía la curiosa y tumefacta sensación que se experimenta cuando algo va a estallar.
Entré a ver a George antes de irme de la casa. Estaba roncando. No debería haberlo dejado.