Había una cabina telefónica fuera, en el patio, y me enfrasqué en las guías de teléfonos locales. Lance Leonard no figuraba en ellas.
Tampoco estaban Lance Torres, ni Hester Campbell, ni Carl Stern. Hice una llamada a Peter Colton, que recientemente se había retirado como investigador jefe de la oficina del procurador del distrito.
Carl Stern, me dijo, también se había retirado recientemente. Es decir, se había ido a Las Vegas, y se había puesto del lado de la ley, si es que algo se puede llamar legal en Las Vegas. Stern había invertido su dinero en un nuevo gran hotel-casino que se estaba construyendo. Personalmente, Colton desearía que perdiera hasta su sucia camisa chapada en oro.
—¿De dónde salió el oro, Peter?
—De diversas fuentes. Era un muchacho del Sindicato. Cuando Siegel rompió con el Sindicato y murió por ello, Stern era uno de sus herederos. La mayor parte del dinero lo obtuvo haciendo contactos. Cuando la Comisión del Crimen lo desbarató, durante algún tiempo financió una cadena de traficantes de narcóticos.
—Así que sin duda lo encerraron.
—Tú conoces la situación tan bien como yo, Lew —Colton parecía irritado, pero al mismo tiempo trataba de disculparse—. Nuestra tarea es esencialmente la de una agencia de persecución. Trabajamos con lo que la Policía nos trae. Carl Stern empleaba policías como guardaespaldas. Los políticos que contratan y despiden a los policías iban a pescar con él a Acapulco.
—¿Es así como consiguió la licencia de juegos en Nevada?
—No consiguió una licencia en Nevada. Con su reputación no se la podían dar. Tuvo que conseguirse un testaferro.
—¿Sabes quién puede ser ese testaferro?
—Simon Graff —dijo Colton—. Lo habrás oído nombrar. A su local le van a llamar Casbah de Simon Graff.
Eso me frenó por un momento.
—Creía que Helio-Graff estaba ganando mucho dinero.
—Tal vez Graff haya visto la oportunidad de ganar más aún. Te contaría lo que pienso, pero no sería bueno para mi presión arterial —siguió hacia delante y me lo contó lo mismo—. No tienen decencia, ni sentido de la responsabilidad pública, esos malditos piojosos de grandes apellidos de Hollywood, que van a Las Vegas a hacer de señuelos para los ladrones, alcahuetes para los delincuentes y encubrir a asesinos.
—¿Stern es un asesino?
—Ha matado más de diez veces —dijo Colton—. ¿Quieres su ficha detallada?
—Ahora no. Gracias, Peter. Tranquilízate.
Conocía a un hombre en Helio-Graff, un escritor llamado Sammy Smith. La centralita del estudio me comunicó con su secretaria y ella llamó a Sammy al teléfono.
—¿Lew? ¿Qué tal va esa imitación de Sherlock?
—Me lleva de la Ceca a la Meca. A propósito, ¿qué quiere decir «Ceca»? Tú que eres escritor, deberías saber esas cosas.
—En cualquier otro momento con mucho gusto, pero ahora estoy luchando con los guiones y los copistas me persiguen. Dejo que lo sepan por mí los del departamento de investigación, sección trabajo. ¿Podrías ir al grano, muchacho? —hablaba deprisa, al ritmo de un rápido metrónomo que funcionaba en su cabeza.
—¿En qué gran proyecto estás metido?
—Tengo que tomar el avión para Italia la semana próxima para una producción. Graff está haciendo una personal sobre la historia de Cartago.
—¿La historia de Cartago?
—Salambó, la novela histórica de Flaubert. ¿Dónde has estado?
—En una clase de geografía. Cartago está en África.
—Estaba. El Hombre la está construyendo en Italia.
—He oído decir que también está construyendo en Las Vegas.
—¿Te refieres al Casbah? Ajá.
—¿No es algo extraño que un gran productor independiente meta dinero en un negocio de tragamonedas?
—Todo lo que hace el Hombre es extraño. Y modera tu lenguaje, Lew.
—¿Estás enfadado?
—No seas tonto —dijo sin convicción—. Y ahora, ¿cuál es tu problema? Si te parece que estás arruinado, yo estoy más arruinado que tú. Pregúntale a quien me ha arruinado.
—Ningún problema. Quiero ponerme en contacto con un actor nuevo que tenéis. ¿Lance Leonard?
—Sí. Lo he visto dando vueltas por aquí. ¿Por qué?
Improvisé:
—Un amigo mío, periodista del Este, quiere una entrevista.
—¿Sobre la historia de Cartago?
—¿Por qué? ¿Leonard trabaja en ella?
—Un papel secundario; el primero que hace. ¿No lees las crónicas?
—No cuando puedo evitarlo. Soy analfabeto.
—Los cronistas también. Y Leonard también, pero no le permitas a tu amigo que lo publique. El muchacho hará buen papel como bárbaro norafricano. Tiene unos músculos más bonitos que los de Brando, fue boxeador.
—¿Cómo llegó al cine?
—El Hombre lo descubrió personalmente.
—¿Y dónde viven esos lindos músculos?
—En Coldwater Canyon, creo. Mi secretaria puede darte la dirección. Pero no permitas que se sepa que te la di yo. El chico tiene miedo a la prensa. Aunque le vendría bien la publicidad —Sammy recobró el aliento. Le gustaba hablar. Le gustaba todo lo que fuera interrumpir su trabajo.
—Espero que esto no sea uno de tus trucos, Lew.
—Sabes que no. Me salió mal uno hace años. Ahora soy más cauteloso.
—Todos somos cautelosos cuando hay dinero por medio. Hasta pronto.
Conseguí la dirección de Coldwater Canyon y salí a la calle. El sol se reflejaba en el techo del auto. George Wall estaba reclinado en el asiento delantero con la cabeza echada hacia atrás. Su cara estaba enrojecida y húmeda. Tenía los ojos cerrados. El interior parecía un horno. El arranque lo despertó. Se incorporó, restregándose los ojos.
—¿Dónde vamos?
—Los dos no. Lo dejaré en su hotel. ¿Cuál es?
—Pero no quiero que me deje —me tomó el brazo derecho—. Ha descubierto dónde está, ¿no es cierto? No quiere que la vea.
No contesté. Él tiraba de mi brazo, haciéndome hacer eses con el auto.
—¿No es eso lo que piensa?
Lo empujé hacia el rincón más alejado del asiento.
—Por Dios, George, relájese. Tome un sedante cuando llegue al hotel. Vamos, ¿dónde es?
—No regresaré al hotel. No puede obligarme.
—Bueno, bueno. Si me promete quedarse en el auto. Tengo un dato que puede dar resultado o no. Pero si insiste en meterse, seguramente no saldrá bien.
—No lo haré. Lo prometo —un rato después dijo—: No comprende cómo me siento. Estuve soñando con Hester ahora, cuando dormía. Trataba de hablarla. No quería contestar y entonces vi que estaba muerta. La toqué. Estaba fría como la nieve…
—Cuénteselo a su psicoanalista —dije con antipatía. Su autocompasión me estaba poniendo nervioso.
Se encerró en un silencio dolorido que duró todo el camino hasta Canyon. Lance Leonard vivía cerca de la cumbre, en una casa nueva de rústica madera rojiza, sostenida por una cornisa sobre la pronunciada pendiente. Estacioné más arriba de la casa y miré a mi alrededor. Leonard no tenía vecinos cercanos, aunque otras casas salpicaban las demás laderas. Las lomas bajaban de la cumbre como los pliegues de una gruesa cortina que se arrastraba hasta el mar horizontal.
Con una mirada dominante logré clavar a George en su sitio, y bajé por el camino asfaltado en pendiente hacia la casa. Los árboles del jardín delantero, limoneros y aguacates estaban recién plantados: podía ver la arpillera amarilla alrededor de sus raíces. El garaje contenía un Jaguar gris terroso, de dos puertas, y una motocicleta ligera de carreras. Toqué el timbre junto a la puerta principal y oí campanadas en la casa que cortaban suavemente el silencio.
Un joven abrió la puerta. Estaba peinándose con un peine de lentejuelas. Su pelo era negro, ondulado arriba y lacio a los lados. Debido a la altura del escalón, su cabeza quedaba al nivel de la mía. Su cara era morena y hermosa si se pasaban por alto la boca grande y los ojos ligeramente barrosos. Llevaba un pijama de nylon azul y sus pies tostados estaban descalzos. Era el nadador que estaba en el centro en la fotografía de Bassett.
—¿Señor Torres?
—Leonard —me corrigió. Satisfecho por la forma en que se había colocado los rizos sobre la frente, dejó caer el peine en el bolsillo del pijama. Sonrió consciente de su encanto—. Tengo un nuevo nombre para mi nueva carrera. ¿Cuál es su misión?
—Quisiera ver a la señora Wall.
—Nunca oí ese nombre. Tiene mal la dirección.
—Su nombre de soltera era Campbell. Hester Campbell.
Se puso rígido.
—¿Hester? No está casada… No está casada.
—Está casada. ¿No se lo dijo?
Miró por encima de su hombro hacia el interior de la casa y volvió la vista a mí. Sus movimientos eran veloces como los de una lagartija. Asió el picaporte y empezó a cerrar la puerta.
—Nunca he oído ese nombre. Lo siento.
—¿De quién es el peine? ¿O simplemente adora las cosas brillantes?
Se detuvo indeciso, lo bastante como para que yo pusiera el pie contra la puerta. Más allá de él podía ver a través de la casa hasta la puerta corrediza de cristal, al fondo de la sala de estar, y a través de ésta la terraza exterior que daba a Canyon. Una muchacha estaba tendida al sol sobre una tumbona de metal. Su espalda era larga y tostada; la cintura era tan pequeña que cortaba el aliento y de ella partían en arco las blancas caderas. Su cabello parecía de plumas plateadas y revueltas.
Leonard dio un paso hacia fuera que me obligó a volver al camino de lajas y cerró la puerta principal.
—Métaselos de vuelta en las órbitas. No hay espectáculos gratis hoy. Y entienda esto: no conozco ninguna Hester como-se-llame.
—Hace un momento la conocía.
—Puede ser que haya oído ese nombre alguna vez. Oigo muchos nombres. Por ejemplo, ¿cuál es el suyo?
—Archer.
—¿De qué se ocupa?
—Soy detective.
Su boca se hizo fea y sus ojos se turbaron. Había surgido rápidamente de un sitio donde se temía y se odiaba a la Policía: el odio permanecía aún en él, como una enfermedad crónica.
—¿Qué quiere de mí?
—De usted no, de Hester.
—¿Está metida en algún lío?
—Debe estarlo si vive con usted.
—Vamos, vamos. Francamente, se me escurrió —se pasó las manos rápidamente por los lados cubiertos de nylon, a modo de ilustración—. Hace mucho que no veo a esa chica.
—¿Probó a buscarla en su terraza?
Sus manos se detuvieron y se crisparon sobre sus caderas. Se inclinó hacia adelante desde la cintura y su boca se movía como una roja valva de molusco.
—Me está llamando mentiroso. Tengo una posición pública que mantener, así que me quedo aquí parado y lo tomo como un caballero. Pero será mejor que salga de mi propiedad o le pego, por más poli que sea.
—Eso resultará muy bien en los diarios. Todo el juego resultará bien.
—¿Qué juego? ¿A qué se refiere?
—Dígamelo.
Miró ansiosamente con ojos entrecerrados hacia donde estaba estacionado mi auto. La cara de George estaba suspendida en la ventanilla como una abominable luna rosada.
—¿Quién es su acompañante?
—El marido.
Los ojos de Leonard se nublaron pensativamente.
—¿Qué es esto? ¿Un allanamiento? Muéstreme la chapa.
—No tengo chapa. Soy detective privado.
—¡Mira eso! —le dijo a un confidente imaginario a su izquierda.
Al mismo tiempo su hombro izquierdo descendió. Un brazo que se balanceaba como un gancho, me hundió un puño en el estómago, debajo de las costillas. Fue demasiado rápido para que lo pudiera detener. Me senté sobre las lajas y descubrí que no me podía levantar en seguida. Tenía la cabeza fresca y clara, como un acuario, pero las brillantes ideas y nobles intenciones que nadaban en ella no tenían ninguna relación útil con mis piernas.
Leonard estaba de pie con los puños listos, esperando que me levantara. Su pelo le había caído sobre la frente, azul-negro y brillante, como virutas de acero. Los pies descalzos bailaron un poco sobre las piedras. Traté de alcanzarlos, pero atrapé el aire. Leonard me sonrió, desde arriba, bailando:
—Vamos. Levántese. Me vendría bien un poco de ejercicio.
—Lo tendrá, guapo imbécil —dije entre jadeos.
—No de sus manos.
La puerta se abrió detrás de él y se asomó la cabecita de plumas. Usaba gafas oscuras de arlequín, cuya montura de lentejuelas hacía juego con el peine. Su cara brillaba con el aceite. Una toalla sostenida bajo las axilas se adhería a las protuberancias y depresiones de su cuerpo.
—¿Qué pasa, amor?
—No pasa nada. Vete dentro.
—¿Quién es este tipo? ¿Le pegaste?
—¿Qué te parece?
—Me parece que estás loco, arriesgándote así.
—¿Arriesgarme? ¿Quién largó el rollo por teléfono? Fuiste tú quien trajiste al bastardo aquí.
—Muy bien. Me la quería tomar. Cambié de idea.
—Cállate —la amenazó con un gesto del hombro—. Dije, ¡dentro!
Se oyó un ruido de pies que corrían por el camino. George Wall gritó:
—¡Hester, estoy aquí!
Lo que podía ver de la cara de ella no cambió de expresión. Leonard le puso una mano extendida sobre el pecho, la empujó hacia dentro y cerró la puerta. Se volvió al tiempo que George se abalanzaba sobre él y lo recibió con una izquierda rígida dirigida a la cara. George se detuvo en seco. Leonard esperaba, con la cara lisa y concentrada como la de un hombre que escucha música.
Me apoyé sobre las piernas y me puse de pie para verlos pelear. George había estado buscando la pelea; tenía las ventajas de su altura, peso y alcance: no me interferí. Era como observar a un hombre atrapado en una máquina. Leonard se metió en la curva de un golpe, apoyó el mentón en el pecho del hombre grande y martilló su estómago. Sus codos trabajaban como pistones en surcos aceitados junto a su cuerpo. Cuando retrocedió un paso, George se dobló en dos. Cayó de rodillas y volvió a incorporarse, muy pálido.
En cuanto las manos de George se despegaron de las lajas, Leonard le dio con la derecha en la cara, al tiempo que enderezaba la espalda. George retrocedió hacia el césped nuevo y tierno. Miró el cielo con desilusión como si le hubiera dejado caer algo encima. Luego movió la cabeza y se dirigió nuevamente hacia Leonard. Tropezó con una manguera y estuvo a punto de caer.
Me interpuse entre ambos, enfrentándome a Leonard.
—Ya se la diste. Acábala, ¿eh?
George me hizo a un lado con el hombro. Le tomé los brazos.
—Déjeme agarrar a este desgraciado —dijo con los labios sangrientos.
—No debe lastimarse, muchacho.
—Preocúpese por él.
Era más fuerte que yo. Se soltó y me alejó de un empellón. Lanzó otro golpe salvaje que rasgó la espalda de su chaqueta, sin conseguir nada más que eso. Leonard inclinó la cabeza unas pulgadas fuera de la vertical y observó pasar el puño. George titubeó al perder el equilibrio. Leonard le pegó entre los ojos con la mano izquierda y otra vez con la derecha a medida que caía. La cabeza de George hizo un sonido seco contra las lajas. Se quedó tendido e inmóvil.
Leonard se frotó los nudillos del puño derecho con la mano izquierda, como si fuera un objeto de arte de bronce.
—No debería usarlo con aficionados.
Contestó razonablemente:
—No lo hago a menos que sea necesario. Sólo que a veces me enfurezco cuando estos grandotes inútiles creen que se pueden aprovechar de mí. Se han aprovechado bastante de mí, no tengo por qué aguantar más —se balanceó en un pie y tocó el brazo extendido de George con la punta del dedo gordo—. Tal vez sería mejor que lo llevara al médico.
—Creo que sí.
—Le pegué bastante fuerte.
Me mostró los nudillos de la mano derecha. Se estaban hinchando y poniéndose azules. Por lo demás, la pelea le había hecho bien. Estaba alegre y relajado y se movía haciendo pequeñas cabriolas, como un semental. La cabecita de plumas lo estaba mirando desde la ventana. Se había puesto un vestido de hilo. Vio que yo la estaba mirando y se ocultó de mi vista.
Leonard abrió la manguera y echó agua fría sobre la cabeza de George. Abrió los ojos y trató de sentarse. Leonard cortó el chorro.
—Se pondrá bien. No se despiertan tan rápidamente cuando están malheridos. De todos modos, le pegué en defensa propia, usted es testigo. Si hay alguna queja, puede entenderse con Leroy Frost, en Helio.
—Leroy Frost es su defensor, ¿eh?
Me dirigió una sonrisa ligeramente ansiosa.
—¿Conoce a Leroy?
—Un poco.
—Mejor sería que no lo molestáramos por esto, ¿eh? Leroy tiene muchos problemas. ¿Cuánto saca usted por día?
—Cincuenta cuando trabajo.
—Bien, ¿qué tal si le paso cincuenta y se ocupa del fiambre?
Encendió toda la fosforescencia de sus encantos.
—Dicho sea de paso, tengo que disculparme. Perdí la cabeza por un momento. No tendría que haberme hecho el listo con usted. Me la puede devolver cuando guste.
—Quizá lo haga.
—Claro que sí y se lo permitiré. ¿Cómo está el melón?
—Parece una raqueta de tenis rota.
—Pero nada de rencor, ¿eh?
—Nada de rencor.
—Estupendo. Estupendo.
Me tendió la mano. Me apoyé sobre los talones y le pegué en la mandíbula. No fue la cosa más inteligente del mundo. Mis piernas estaban envejecidas y tambaleantes. Si yo perdía coraje, él podría dar vueltas en círculo a mi alrededor y hacerme trizas sólo con la izquierda. Pero la conexión resultó buena.
Lo dejé tendido. La puerta principal estaba abierta y entré. La muchacha no estaba en la sala, ni en la terraza. La toalla turca estaba en el suelo del dormitorio. Un sombrero de paja trenzada para sol yacía en el suelo junto a ella. La cinta de cuero dentro del sombrero decía: «Hecho a mano en México para la casa Taos».
Un motor tosía y rugía detrás de la pared. Encontré la puerta lateral que comunicaba la piscina con el garaje. Estaba al volante del Jaguar, mirándome con la boca bien abierta. Cerró la puerta de su lado antes de que yo asiera el picaporte. Entonces me lo arrancó de la mano. El Jaguar chilló en la curva, dejando una huella negra cuando se lanzó hacia la carretera. Lo dejé irse. No podía dejar a George con Leonard.
Estaban sentados frente a la casa, intercambiando veladas miradas de odio a través del sendero de lajas. George sangraba por la boca. La carne alrededor de uno de sus ojos estaba cambiando de color. Leonard no tenía marcas, pero cuando se puso de pie vi un cambio en él.
Tenía un aire de perro vencido, algo furtivo, como si lo hubiera devuelto de un solo golpe a su pasado. No cesaba de pasarse los dedos por la nariz y la boca.
—No se preocupe —le dije—, todavía está espléndido.
—¡Gracioso! ¿Le parece divertido? Lo mataría si no fuera por esto —mostró su diestra hinchada.
—Me ofreció devolverle el golpe, recuerde. Ahora estamos en paz. ¿Dónde se fue ella?
—Usted puede irse al diablo.
—Sería igual que me diera la dirección. Tengo el número de su matrícula. Puedo encontrarla.
—Adelante —me dirigió una mirada superior, que probablemente quería decir que el Jaguar era suyo.
—¿Por qué cambió de idea? ¿Por qué quiso irse?
—No adivino el pensamiento. No sé nada de ella. Ando con muchas mujeres, ¿sabe? Me lo piden, les doy gusto a veces. ¿Eso me hace responsable de ellas?
Quise alcanzarlo. Retiró la cara pálida y tensa.
—No me toque y quite su trasero de mi propiedad. Le prevengo que tengo una pistola cargada en la casa.
Llegó hasta la puerta y se volvió para mirarnos. George estaba ahora a cuatro patas. Pasé uno de sus brazos por encima de mi hombro y lo levanté hasta ponerlo de pie. Fui como un hombre que trata de mantener el equilibrio sobre un colchón de resortes.
Cuando me di la vuelta para echar un último vistazo a la casa, Leonard estaba en la entrada, peinándose.