Las ventanas de Antón daban al bulevar desde el segundo piso de un edificio en Hollywood oeste. El edificio era relativamente nuevo, pero había sido pintado, raspado y vuelto a pintar con parches de colores rosa, blanco y celeste, para que pareciera de la orilla izquierda del Sena. Se entraba a través de un patio al que daban varias pequeñas y coquetas tiendas y que tenía una fuente en medio: una ninfa de cemento con los pies en el agua poco profunda, que se cubría pudorosamente con una mano, mientras invitaba con la otra.
Subí por la escalera exterior hasta el balcón del segundo piso. A través de una puerta abierta pude ver a media docena de muchachas, vestidas con sus trajes para ensayos, que estiraban sus ligamentos en barras sujetas a lo largo de la pared. Una mujer de pecho chato y caderas macizas daba órdenes con voz de sargento dirigiendo el orden cerrado:
—Grand battement, s’il vous plait. Non, non, grand battement.
Fui hasta el extremo del balcón, perseguido por el olor dulce-salado del sudor juvenil. Antón estaba en su oficina, bajo y grueso detrás de su escritorio, con un traje de gabardina color helado de limón. Tenía la cara tostada por lámpara. Se levantó muy ágilmente, para demostrar que aún era joven. Extendió una mano que lucía anillos en dos dedos, uno de sello y un brillante que hacía juego con el que llevaba en la corbata de seda. Su apretón era como el de una langosta macho.
—Señor Archer.
Antón había estado en Hollywood más tiempo que yo, pero todavía pronunciaba mi nombre «Señor Agsheg». El acento era probablemente parte de su pose comercial. A pesar de lo cual me agradaba.
—Me sorprende que recuerde mi nombre.
—Pienso en usted con gratitud —dijo—. Frecuentemente.
—¿Por qué número de esposa va ahora?
—Por favor, es usted muy vulgar —levantó las manos en un ademán de fastidio y aprovechó para examinar sus pulidas uñas—. Por la número cinco. Somos muy felices. No lo necesitamos.
—Todavía.
—Pero no ha venido a discutir mis problemas matrimoniales. ¿Qué le trae?
—Muchacha extraviada.
—¿Hester Campbell otra vez?
—Ajá.
—¿Está trabajando para ese grandote naif de su marido?
—Es usted psicólogo.
—Es tonto. Cualquier hombre de su talla y su peso que corra detrás de una mujer en esta ciudad es tonto. ¿Por qué no se queda quieto y le caerán por bandadas?
—Sólo le interesa ésta. ¿Qué hay de ella?
—¿Qué hay de ella? —repitió, poniendo sus manos con las palmas para arriba para mostrar cuán limpias estaban—. Ha tomado unas lecciones de ballet, tres o cuatro meses de clase. Las jovencitas vienen y se van. No soy responsable de sus vidas privadas.
—¿Qué sabe de la vida privada de ella?
—Nada. No deseo saber nada. Mi amigo Paddy Dane de Toronto no me hizo ningún favor al mandármela. Es una joven muy ambiciosa. Sabía que iba a tener problemas.
—Si sabía todo eso, ¿por qué dejó a su marido a merced de Clarence Bassett?
Levantó los hombros.
—¿Qué yo lo dejé a merced de Bassett? No hice más que contestar a sus preguntas.
—Le hizo creer que ella estaba viviendo con Bassett. Hace casi cuatro meses que Bassett no la ve.
—¿Qué puedo saber de eso?
—Nada de juegos conmigo, Antón. ¿Conocía a Bassett antes de esto?
—Pas trop. Él no se acordaría, probablemente —se dirigió al balcón y abrió más las persianas. El sonido del tránsito subía desde el bulevar. Por debajo del ruido, su voz era sibilante—. Pero yo no me olvido. Hace cinco años pedí ser aceptado como socio en el Channel Club. Me lo negaron sin ningún motivo. Me enteré por quien me presentaba que Bassett ni siquiera había propuesto mi nombre al comité de admisión. No quería maestros de baile en su club.
—¿Así que pensó en complicarle las cosas?
—Tal vez —me miró por encima de su hombro con ojo brillante y vacío como el de un pájaro—. ¿Tuve éxito?
—Lo detuve antes que sucediera. Pero podía haber desencadenado un asesinato.
—Tonterías —se volvió y vino hacia mí, pisando la alfombra con suavidad felina—. El marido es un negado, un muchacho histérico. No es peligroso.
—Quién sabe. Es grande, fuerte y está loco por su mujer.
—¿Es rico?
—En absoluto.
—Entonces dígale que la olvide. He visto muchas como ella. Enamoradas de sí mismas. Creen que aspiran a un arte, el teatro, la danza o la música. Pero a lo único que aspiran realmente es al dinero y a la ropa. Si llega un hombre que les pueda dar esas cosas, allí termina su aspiración —sus manos hicieron el ademán de liberar un pájaro y tirarle un beso.
—¿Llegó alguno para Hester?
—Posiblemente. Parecía notablemente próspera en mi fiesta de Navidad. Llevaba una nueva estola de visón. Se la elogié y me dijo que tenía un contrato personal con un productor cinematográfico.
—¿Cuál?
—No me lo dijo y no importa. Estaba mintiendo. Era una pequeña fantasía para beneficio mío.
—¿Cómo lo sabe?
—Conozco a las mujeres.
Estaba dispuesto a creerle. La pared detrás de su escritorio estaba empapelada con fotografías dedicadas de mujeres jóvenes.
—Además —dijo—, ningún productor que estuviera en su sano juicio le daría un contrato a esa chica. Hay algo que le falta: talento esencial, sentimientos. Se volvió cínica muy joven y no intenta disimularlo.
—¿Cómo se comportó la otra noche?
—No la observé durante mucho rato. Tenía más de cien invitados.
—Hizo una llamada telefónica desde aquí. ¿Lo sabía?
—No lo supe hasta ayer. El marido me dijo que ella temía algo. Quizá bebió demasiado. No había nada en mi fiesta para asustar a nadie, un montón de gente joven y agradable, que se divertía.
—¿Con quién estaba?
—Un muchacho, un muchacho bien parecido —chasqueó los dedos—. Me lo presentó pero no recuerdo su nombre.
—¿Lance Torres?
Sus párpados se fruncieron.
—Posiblemente. Era bastante moreno, de aspecto español. Un muchacho buen mozo, uno de esos tipos jóvenes nuevos, con aire de apache. Tal vez la señorita Seeley lo pudiera identificar. Los vi hablando juntos —deslizó el puño derecho de su camisa y miró su reloj de pulsera—. Ahora ha salido a tomar un café, pero debe regresar muy pronto.
—Mientras esperamos, ¿me podría dar la dirección de Hester? La verdadera dirección.
—¿Por qué tengo que facilitarle las cosas? —dijo Antón con su sonrisa lateral—. No me gusta el tipo para el cual trabaja. Es muy agresivo. Además, yo soy viejo y él es joven. Además, mi padre era conductor de autobús en Montreal. ¿Por qué tengo que ayudar a un anglosajón de Toronto?
—¿Así que no le ayudaría a encontrar a su esposa?
—Oh, le daré la dirección. Simplemente quería expresarle mis emociones al respecto. Ella vive en el Hotel Windsor, en Santa Mónica.
—Lo sabe de memoria, ¿eh?
—La recuerdo. Otro detective me pidió la dirección la semana pasada.
—¿Detective de la Policía?
—Privado. Pretendía hacerse pasar por un abogado que tenía dinero para ella, un legado, pero su historia era muy burda y no soy ningún estúpido —miró su reloj de nuevo—. Si me disculpa, tengo que vestirme para una lección. Puede esperar aquí a la señorita Seeley, si lo desea.
Antes de que pudiera hacerle más preguntas, se fue por una puerta interior y la cerró. Me senté ante su escritorio y busqué el Hotel Windsor en la guía de teléfonos. El empleado me dijo que la señorita Campbell ya no se hospedaba allí. Se había mudado hacía dos semanas sin dejar su nueva dirección.
Estaba rumiando esta información cuando entró la señorita Seeley. La recordaba de cuando Antón se estaba divorciando de su tercera esposa, con mi ayuda. Estaba un poco más vieja y más delgada. Su traje sastre a rayas finas acentuaba lo esquelético de su figura. Pero todavía lucía con alguna esperanza volantes blancos en las muñecas y el cuello.
—¡Pero señor Archer! —se le ocurrió lo que podía implicar mi presencia allí—. ¿No tendremos problemas matrimoniales otra vez?
—Problemas matrimoniales, sí, pero no tienen nada que ver con su jefe. Dice que quizá usted me pueda dar una información.
—¿Mi número de teléfono, por casualidad? —su sonrisa era cálida y despreocupada tras la máscara del lápiz de labios.
—Me vendría bien, también.
—Me está haciendo un cumplido. Adelante. Puedo soportar un poco de galantería para variar. Una conoce muchos candidatos posibles en este negocio.
Intercambiamos algunas bromas y le pregunté si recordaba haber visto a Hester en la fiesta. Lo recordaba.
—¿Y a su acompañante?
Asintió.
—Un sueño. Un tipo realmente divino. Es decir, siempre que a una le gustara el tipo latino. No me gusta el tipo latino, pero nos entendimos muy bien. Hasta que mostró su verdadero carácter.
—¿Habló con él?
—Un rato. Era más bien tímido con toda la gente, así que lo tomé bajo mi ala. Me habló de su carrera y demás. Es actor. Los estudios Helio-Graff lo tienen bajo contrato a largo plazo.
—¿Cómo se llama?
—Lance Leonard. Es un nombre gracioso, ¿no? Me dijo que lo había elegido él mismo.
—¿No le dijo su verdadero nombre?
—No.
—¿Y tiene un contrato con Helio-Graff?
—Eso es lo que me dijo. Por cierto que tiene el físico necesario. Y el temperamento artístico.
—¿Quiere decir que le hizo insinuaciones?
—Oh, no. No lo hubiera permitido. De todos modos me di cuenta de que está loco por Hester. Más tarde estaban en el bar, bebiendo de la misma copa, juntitos, juntitos —su voz era pensativa. Agregó a manera de consuelo para sí misma—. Pero luego él mostró su genio.
—¿Qué hizo?
—Fue horrible —expresó con fruición—. Hester entró aquí para hacer una llamada telefónica. Le di la llave. Debió llamar a otro hombre porque él la siguió y le armó un escándalo. ¡Estos latinos son tan temperamentales…!
—¿Usted estaba aquí?
—Oí cuando gritaba. Tenía algunas cosas que hacer en mi oficina y no pude evitar oírlo. Le dijo unas cosas terribles: r-a-m-e-r-a y otras palabras que no repetiré —trató de ruborizarle, pero fracasó.
—¿La amenazó de alguna manera?
—Puede estar seguro que sí. Le dijo que no duraría ni una semana si no seguía con la operación. Ella estaba más metida que cualquier otro y no le echaría a perder su gran oportunidad —la señorita Seeley era bastante decente, pero no conseguía frenar del todo el gozo que aleteaba en los ángulos de su boca.
—¿No dijo en qué consistía la operación?
—Al menos no lo oí.
—¿La amenazó con matarla?
—No dijo que él le haría algo. Lo que dijo… —miró el cielo raso y se dio unos golpecitos en el mentón—. Dijo que si ella no cumplía la pondría en manos de un amigo suyo. Alguien llamado Carl.
—¿Carl Stern?
—Puede ser. No mencionó el apellido. Sólo repetía que Carl la iba a arreglar.
—¿Qué pasó después?
—Nada. Salieron y se fueron juntos. Ella parecía bastante sumisa.