5

Entramos en un callejón sin salida, entre la carretera y la playa. Los neumáticos se estremecían sobre los baches del asfalto. Las casas que se alineaban a lo largo de la carretera eran viejas y tenían un aspecto despreciable, pero los autos que estaban estacionados delante de ellas eran casi todos últimos modelos. Cuando apagué el motor, el único sonido que podía oírse era el del mar, que tronaba y jadeaba debajo de las casas. Sobre ellas volaban en círculo algunas gaviotas grises, chismosas.

La casa donde había vivido Hester era un cajón de tablones, que parecía en desuso, como un envase desechado. Las paredes habían sido pulimentadas por la arena. La casa de al lado era más grande y estaba mejor conservada, pero también necesitaba pintura.

—Esto es casi un arrabal —informó George—. Creía que Malibú era un famoso sitio de veraneo.

—Una parte lo es. Esta es la otra.

Subimos los escalones hasta la galería de atrás de la señora Lamb y golpeé en la oxidada puerta de alambre tejido. Una mujer vieja y corpulenta, en bata, abrió la puerta interior. Tenía una cara de bulldog agradablemente fea y el cabello teñido de un color anaranjado, chocante al sol. Un parche antiarrugas entre sus cejas, le daba un aire de calmosa excentricidad.

—¿La señora Lamb?

Asintió con la cabeza. Tenía una taza de café en la mano y estaba masticando algo.

—Tengo entendido que alquilan la casa de al lado.

Se tragó lo que tenía en la boca. Lo vi descender por su marchita garganta.

—Mejor que se lo diga desde ahora, no la alquilo a hombres solos. Pero si está casado, es otra cosa —se detuvo a la expectativa y tomó un segundo trago, dejando una media luna roja en el borde de la taza.

—No estoy casado.

De ahí no pasé.

—Mala suerte —dijo ella. Su acento nasal de Kansas zumbaba como un cable con una ráfaga de viento—. Soy partidaria del matrimonio, he salido con cuatro hombres en mi vida y me he casado con dos de ellos. El primero duró treinta y tres años, supongo que lo hice feliz. No me molestaba con su rapé de Copenhague y su mugre desparramada por la casa. Hace falta más que eso para molestarme. Así que cuando murió me casé de nuevo y ése no era tan malo. Podía haber sido mejor, o peor. Sin embargo sentí una especie de alivio cuando murió. No trabajó durante siete años. Por suerte yo tenía fuerzas para mantenerlo.

Sus ojos agudos, rodeados de arrugas concéntricas, saltaban de mí a George Wall y viceversa.

—Los dos son jóvenes de buena presencia, podrían encontrar alguna chica dispuesta a correr el riesgo —se sonrió ferozmente, hizo girar el café restante en la taza y se lo bebió.

—Tenía una esposa —dijo George Wall pesadamente—. Ahora la estoy buscando.

—¿Por qué no me lo dijo antes?

—Estaba tratando de hacerlo.

—No se enfade. Me gusta ser sociable, ¿a usted no? ¿Cómo se llama ella?

—Hester.

Sus ojos se achataron.

—¿Hester Campbell?

—Hester Campbell de Wall.

—Bueno, ¡maldita sea! No sabía que estaba casada. ¿Qué pasó? ¿Se fue?

Él asintió solemnemente.

—En junio pasado.

—¿Qué me dice? Tiene menos sentido común de lo que creía. ¡Escaparse de un joven simpático como usted! —observó atentamente la cara de él a través del alambre, cloqueando en decrescendo—. Claro que nunca le atribuí mucha inteligencia. Está llena de cursilería desde que era una niña.

—¿Hace mucho que la conoce? —pregunté.

—Ya lo creo que sí. A ella y también a su hermana y a su madre. Esa sí que era una cabeza hueca, la madre, siempre dándose tono.

—¿Sabe dónde está ahora la madre?

—Hace años que no la veo, ni tampoco a la hermana.

Miré a George Wall. Movió la cabeza.

—Ni siquiera sabía que tenía madre. Nunca hablaba de su familia. Creía que era huérfana.

—Pues la tiene —dijo la vieja—. Ella y su hermana Rina, las dos están bien provistas de madre. La señora Campbell iba a sacar algo de ellas aunque le costara la vida. No sé cómo podía pagar las lecciones que les hacía tomar… lecciones de música, de baile y de natación…

—¿No tenía marido?

—Cuando la conocí, no. Estuvo empleada en el almacén de bebidas durante la guerra y allí la conocí, a través de mi segundo marido. La señora Campbell estaba siempre alardeando de sus hijas, pero en realidad no pensaba en el bienestar de ellas. Era lo que llaman una madre de cine, digo yo, tratando de que sus hijas la mantuvieran.

—¿Todavía vive aquí?

—Que yo sepa, no. La perdí de vista hace años. Lo que no me partió el corazón.

—Y ¿tampoco sabe dónde está Hester?

—No la he visto desde septiembre. Se mudó y punto final. La gente se renueva mucho en Malibú, puede creerme.

—¿A dónde se mudó? —dijo George.

—Eso es lo que me gustaría saber —volvió su mirada hacia mí—: ¿Usted también es pariente?

—No. Soy detective privado.

No demostró ninguna sorpresa.

—Muy bien, hablaré con usted, entonces. Venga dentro y tome una taza de café. Su amigo puede esperar fuera.

Wall no discutió; simplemente pareció descontento. La señora Lamb desenganchó la puerta de alambre y la seguí hasta la cocina blanca. Los cuadros rojos del mantel se repetían en las cortinas sobre el lavadero. El café burbujeaba sobre un calentador eléctrico.

La señora Lamb vertió un poco para mí en una taza que no hacía juego con la suya y luego un poco más para ella misma. Se sentó a la mesa y me indicó con un gesto que hiciera lo mismo frente a ella.

—No podría existir sin café. Tomé la costumbre cuando trabajaba en el bar. Veinticinco tazas por día, vieja tonta —pero parecía bastante tolerante consigo misma—. Realmente creo que si me cortara, sangraría café. El señor Finney (mi consejero en la Iglesia Espiritista) dice que tendría que cambiar por té, pero yo digo que no. Señor Finney, le dije, el día que tenga que abandonar mi vicio favorito, preferiría acostarme y tomar un lirio entre mis manos y pasar a mejor vida.

—¡Bravo! —le dije—. Me iba a decir algo sobre Hester.

—Sí. No quería decirlo delante del marido. Tuve que echarla.

—¿Por qué?

—Por ser demasiado sociable —dijo vagamente—. Esa chica está loca por los hombres. ¿No lo sabe él?

—Parece sospecharlo con una parte de su mente. ¿Algún hombre en particular?

—Uno en particular.

—¿No sería Clarence Bassett?

—¿El señor Bassett? Cielos, no. Hace casi diez años que conozco al señor Bassett. Trabajaba en el bar del club antes de que me fallaran las piernas. Puede creerme, él no es tipo de alternar. El señor Bassett era más bien un padre para ella. Supongo que hizo todo lo que pudo para que no se metiera en líos, pero no fue bastante. Lo que hice yo, tampoco.

—¿En qué clase de líos se metió?

—Líos con hombres, como le dije. No era nada que se pudiera señalar con el dedo, pero veía que iba derecha al desastre. Uno de los hombres que trajo aquí, a su casa, era el clásico pistolero. Le dije a Hester que si iba a recibir a inútiles como ése, que venían a pasar la noche, tendría que buscar otra casa. Me parecía que tenía derecho a hablarle francamente, porque la conocía desde pequeña y todo. Pero lo tomó por el lado malo; dijo que cuidaría de sus asuntos y que yo podía cuidar de los míos. Así que le dije que lo que ella hacía en mi propiedad era asunto mío. Dijo, muy bien, que si era eso lo que pensaba, se iría; dijo que era una vieja entrometida. Puede que lo sea, después de todo, pero no me gusta que me lo diga ninguna descocada que anda con pistoleros.

Se detuvo para recobrar el aliento. Una vieja nevera latía, ruidosa, en un rincón de la cocina. Bebí un sorbo de mi café y miré por la ventana que daba a la calle. George Wall estaba sentado en el asiento delantero de mi auto, con una expresión desamparada en su cara. Me volví a la señora Lamb.

—¿Quién era él? ¿Lo sabe?

—Nunca supe su nombre. Hester no quería decírmelo. Cuando le hablé del asunto me dijo que era el representante de su novio.

—¿Su novio?

—El muchacho de Torres. Lance Torres, se hace llamar. Era un muchacho bastante decente en un tiempo, por lo menos lo aparentaba cuando tenía el empleo de vigilante de la piscina.

—¿Era vigilante en el club?

—Lo fue durante un par de veranos. Su tío Tony le había conseguido el puesto. Pero ser vigilante de la piscina era demasiado poco para Lance, quería ser un tipo importante. Oí decir que fue boxeador durante un tiempo y luego se metió en algún lío; creo que estuvo en la cárcel el año pasado.

—¿Qué clase de lío?

—No sé; hay demasiada gente buena en el mundo para que valga la pena seguir la pista a los vagos. Me hubieran podido golpear con un dedo cuando Lance apareció por aquí con su amigo pistolero, rondando a Hester. Creía que tenía más amor propio.

—¿Cómo sabe que era un pistolero?

—Lo vi disparar, por eso lo sé. Me desperté una mañana y oí estampidos en la playa. Sonaban como disparos y lo eran. Ese tipo estaba ahí fuera disparando a unas botellas de cerveza con una fea pistola negra en la mano. Ese fue el día que me dije: o deja de andar con malandrines o adiós Hester.

—¿Quién era él?

—Nunca supe su nombre. Esa fea pistola chata y su manera de manejarla era todo lo que necesitaba saber de él. Hester dijo que era el representante de Lance.

—¿Qué aspecto tenía?

—Se parecía a la muerte. Esos ojos marrones y vidriosos que tenía, y esa cara medio achatada, color panza de pescado. Pero le hablé bien claro, le dije que debería tener vergüenza y no disparar a las botellas donde la gente se podría cortar. Ni siquiera me miró, metió otras balas en la pistola y siguió disparando a las botellas. Probablemente le hubiera gustado estar apuntándome; por lo menos, así se comportaba.

Al recordar su indignación, enrojeció.

—No me gusta que me traten así, no es humano. Y soy sensible a los disparos, especialmente desde que mataron a una amiga mía el año pasado. Aquí en esta misma playa, a unos kilómetros de donde está usted sentado.

—¿No se referirá a Gabrielle Torres?

—Así es. Oyó hablar de Gabrielle, ¿eh?

—Algo. Así que era amiga suya.

—Claro que sí. Algunas personas hubieran tenido prejuicios, porque tenía sangre mexicana, pero creo que si una persona es lo bastante buena como para trabajar con uno, es bastante buena para ser su amiga —su busto monolítico subió y bajó la bata de algodón floreado.

—Nadie sabe quién la mató, oí decir…

—Alguien lo sabe. Quien lo hizo.

—¿Tiene alguna idea, señora Lamb?

Su cara permaneció inmóvil como la piedra durante un largo momento. Finalmente, sacudió la cabeza.

—¿Su primo Lance, tal vez, o su manager…?

—Creo que serían capaces. Pero ¿qué motivo podrían tener?

—Entonces lo ha pensado.

—¿Cómo puedo evitarlo con lo que entraban y salían de la casa de al lado, disparando tiros en la playa? Le dije a Hester, el día que se fue, que debería servirle de ejemplo lo que le había pasado a su amiga.

—¿Pero igualmente se fue con ellos?

—Supongo que sí. No la vi partir. No sé dónde se fue, ni con quién. Ese día tuve buen cuidado de irme a visitar a mi hija casada en San Berdo.