Graff estaba flotando de espaldas en la piscina cuando George Wall y yo salimos.
Su vientre tostado surgía de la superficie como la joroba de una tortuga de Galápagos. La señora Graff, completamente vestida, estaba sentada, sola en un rincón soleado. Su vestido negro, su pelo negro y sus ojos negros parecían anular la luz del sol. Su rostro y su cuerpo tenían la distinción que reemplaza a la belleza en la gente que ha sufrido mucho durante largo tiempo. Me interesaba, pero yo no le interesaba a ella. Ni siquiera levantó los ojos cuando pasamos.
Guié a Wall hasta mi automóvil.
—Mejor que se agache en el asiento cuando lleguemos al portón. Tony podría tratar de darle una paliza.
—¿De veras?
—Sí. Algunos de estos viejos luchadores pueden ofenderse mucho y fácilmente, en especial cuando uno les pega.
—No quise hacer eso. Estuve muy mal.
—No fue muy inteligente. Dos veces esta mañana estuvo a punto de que le disparasen. Bassett estaba lo bastante asustado y Tony lo bastante enojado como para hacerlo. No sé cómo es la gente en Canadá, pero por aquí no se puede andar buscando guerra. Muchos tipos de apariencia inofensiva llevan pistola en el calzoncillo.
Su cabeza se hundió más aún.
—Lo siento.
Hablaba más que nunca como un adolescente que no se había alcanzado a sí mismo en su crecimiento. Me caía bastante bien a pesar de ello. Tenía pasta, pero tendría que vivir para que cuajara.
—No me pida disculpas. La vida que salve puede ser la suya propia.
—Pero lo siento de veras. Sólo pensar en Hester con ese viejo afeminado…, supongo que me hizo perder los estribos.
—Vuelva a encontrarlos. Y por amor de Dios, olvídese de Bassett. No es precisamente lo que podría llamarse un seductor.
—Le dio dinero a ella. Él mismo lo reconoció.
—Lo importante es que lo haya reconocido. Probablemente ahora otro le pague las cuentas.
Dijo con voz baja y gruñona:
—Quienquiera que sea, le mataré.
—No, no lo hará.
Permaneció sentado en un silencio terco, mientras nos dirigíamos al portón. Estaba abierto. Desde la puerta de la garita, Tony me saludó con la mano y le hizo una mueca a Wall.
—Espere —dijo George—. Quiero disculparme.
—No. Quédese en el auto.
Giré hacia la carretera de la costa a la izquierda. Seguía el contorno de los riscos oscuros para luego descender gradualmente hasta el mar.
Como un tren de carga interminable y desvencijado comenzaron a pasar las casas de la playa.
—Sé lo terrible que debo parecerle —dijo George abruptamente—. No suelo ser así. Ni ando por ahí haciendo flexiones con los músculos y amenazando a la gente.
—Está bien.
—De veras —dijo—. Sólo que…, bueno, he tenido un mal año.
Me habló de su mal año. Había empezado en la Exhibición Nacional del Canadá, en agosto del año anterior. Era periodista deportivo del Star, de Toronto, y le habían asignado el reportaje del espectáculo acuático. Hester era una de las campeonas que saltaban desde el trampolín. Nunca le había interesado mucho el salto —era aficionado al fútbol—, pero había algo especial en Hester, un brillo, una especie de fosforescencia. Volvió a verla en su día libre y la invitó a salir después del espectáculo.
La tercera noche, por hacer demasiado rápido un doble salto y medio, dio en el agua de plano y la sacaron inconsciente. Se la llevaron antes de que él pudiese llegar hasta ella. No apareció para su actuación de la noche siguiente. Por fin la encontró por casualidad en un hotel calle Yonge abajo. Tenía los ojos negros e inyectados de sangre. Dijo que había terminado con los saltos. Había perdido el coraje. Lloró sobre su hombro un buen rato. No sabía qué hacer para consolarla.
Era su primera experiencia con una mujer, salvo un par de veces que no contaban, en Montreal, con algunos de sus compinches del fútbol.
Durante la noche le pidió que se casara con él. Ella aceptó por la mañana. Se casaron tres días más tarde.
Tal vez no había sido con Hester tan franco como hubiera debido. Ella había deducido, por la forma en que él gastaba dinero, que debía de tener bastante. Quizá él había dejado entrever que era un personaje importante en los círculos periodísticos de Toronto. No era así. Era un cachorro, salido hacía un año del colegio, que ganaba cincuenta y cinco dólares por semana.
A Hester le costó amoldarse a la vida en un apartamento de dos habitaciones sobre la avenida Spadina. Uno de los problemas eran sus ojos, que tardaron mucho en normalizarse. Durante muchas semanas no pudo salir del apartamento. Dejó de arreglarse el pelo, de maquillarse y hasta de lavarse la cara. Se negó a cocinar para él. Decía que había perdido su apariencia, su carrera y todo lo que valía algo en su vida.
—Nunca olvidaré el invierno pasado —dijo George Wall.
Había tal intensidad en su voz que me volví para mirarlo. No me miró a los ojos. Con una expresión ensoñadora en su rostro estaba mirando fijamente el Pacífico azul. La luz del sol invernal se arrugaba como papel metálico sobre la superficie.
—Fue un invierno frío —siguió—. La nieve crujía bajo los pies y se congelaban los pelitos en los agujeros de la nariz. La escarcha cubría las ventanas. La caldera a petróleo del sótano se apagaba continuamente. Hester se hizo bastante amiga de la encargada del edificio, una tal señora Bean, que vivía en el apartamento de al lado. Empezó a ir a la iglesia con la señora Bean, una pequeña iglesia extravagante que funcionaba en una casa vieja en Bloor. Yo solía oírlas, al volver del trabajo, hablar en el dormitorio de redención y reencarnación y otras cosas por el estilo.
»Una noche, después de irse la señora Bean, Hester me dijo que estaba sufriendo un castigo por sus pecados. Por eso se había tirado mal y se había casado en Toronto conmigo. Dijo que tenía que purificarse para que su próxima reencarnación fuese a un nivel superior. Durante un mes, desde entonces, tuve que dormir en el sofá. Dios, ¡qué frío hacía!
»La víspera de Navidad me despertó en mitad de la noche y me anunció que estaba purificada. Cristo se le había aparecido en sueños y le había perdonado sus pecados. Al principio no la tomé en serio. ¿Cómo podía hacerlo? Traté de bromear, reírme. Entonces me explicó lo que había querido decir en cuanto a sus pecados».
Wall no continuó.
—¿Qué quiso decir? —pregunté.
—Prefiero no contárselo.
Su voz era ahogada. Lo miré de reojo. La sangre ardía en su mejilla vuelta a medias y enrojecía su oreja.
—De todos modos —continuó—, tuvimos una especie de reconciliación. Hester dejó de lado la pose pseudoreligiosa. En cambio, se le desarrolló una súbita locura por la danza. Bailaba por la noche y dormía por el día. Yo no podía soportar ese ritmo. Tenía que ir a trabajar y tratar de recuperar el viejo entusiasmo por el basquet, el hockey y otros deportes. Tomó la costumbre de salir sola, de ir al Village.
—Creí que me había dicho que vivían en Toronto.
—Toronto tiene su propio Village. Es muy parecido al original de Nueva York, aunque en menor escala, por supuesto. Hester se unió a un grupo de apasionados por el ballet. Se desvivía por tomar lecciones con un profesor llamado Padraic Dane. Se cortó el pelo muy corto y se hizo agujerear las orejas para ponerse aros. Empezó a usar para casa camisas de seda blanca y pantalones ajustados. Siempre estaba haciendo entrechats o como quiera que se llame. Me pedía cosas en francés (no porque supiera francés) y cuando no le entendía me castigaba con el silencio.
»Era capaz de sentarse a mirarme sin pestañear durante quince o veinte minutos. Se diría que yo era un mueble y que ella estaba buscando un sitio mejor para él. O tal vez en esa época yo no existiera para ella. ¿Se da cuenta?».
Me daba cuenta. Había tenido una esposa y la había perdido durante esos silencios. Sin embargo, no se lo dije a George Wall. Seguía hablando, vertiendo las palabras como si hubiesen estado congeladas dentro de él durante mucho tiempo para ser finalmente derretidas por el sol de California. Probablemente hubiese volcado su alma ese día sobre un poste de hierro o un indio de madera.
—Ahora sé lo que estaba haciendo —dijo—. Estaba recobrando su confianza en sí misma, de una manera loca, irreal, tratando de centrarse para romper conmigo. La gente con la que andaba, Paddy Dane y su pandilla de excéntricos, la alentaban para que lo hiciera. Debía de haberlo visto venir.
»Montaron una especie de espectáculo de danza a finales de la primavera en un teatrito que había sido una iglesia. Hester hacía el papel de varón. Lo fui a ver, pero para mí no tenía ni pies ni cabeza. Se trataba de una doble personalidad que se enamoraba de sí misma. Después los oí tratando de inculcarle a ella una sarta de sandeces sobre ella misma. Le dijeron que estaba perdiendo el tiempo en Toronto, casada con un inútil como yo. Se debía a sí misma el irse a Nueva York o regresar a Hollywood.
»Cuando finalmente volvió a casa esa noche, libramos una verdadera batalla. Se lo dije bien claro: tenía que alejarse de esa gente y de sus ideas. Le dije que iba a dejar sus lecciones de baile y su teatro, que debía quedarse en casa, usar ropa corriente, cuidar el apartamento y cocinar un poco de comida decente».
Wall se rió desagradablemente. Sonaba como si filos mellados estuvieran rozándose dentro de él.
—Soy un gran conocedor de la psicología femenina —prosiguió—. A la mañana siguiente, cuando salí para el trabajo, fue al Banco y retiró el dinero que yo había ahorrado para comprar una casa, y tomó el avión para Chicago. Eso lo averigüé preguntando en el aeropuerto. No me dejó ni una nota. Supongo que me estaba castigando por mis pecados… No sabía dónde se había ido. Fui a ver a algunos de sus amigos borrachines en el Village, pero ellos tampoco lo sabían. Los había dejado plantados, como a mí.
»No sé cómo pasé los seis meses siguientes. No habíamos estado casados mucho tiempo y no habíamos sido unidos como deben serlo las personas casadas. Pero estaba enamorado; todavía lo estoy. Solía andar por las calles la mitad de la noche y cada vez que veía una chica con pelo rubio, sufría un impacto eléctrico. Cuando sonaba el teléfono sabía que era Hester. Y una noche era ella.
»Era la víspera de Navidad, anteanoche. Estaba solo en el apartamento, tratando de no pensar en ella. Me sentía como si estuviera a punto de sufrir un colapso nervioso. Dondequiera que mirase, veía su cara en la pared. Y entonces sonó el teléfono y era Hester. Ya le conté lo que dijo, que temía que la mataran y que quería irse de California. Se puede imaginar cómo me sentía cuando se cortó la comunicación. Pensé en avisar a la Policía de Los Ángeles, pero no tenía mucho asidero. Así que hice localizar la llamada y tomé el primer avión que partía de Toronto».
—¿Por qué no lo hizo seis meses atrás?
—No sabía dónde estaba. Nunca me escribió.
—Tendría alguna idea.
—Sí; pensaba que probablemente volvería aquí. Pero no tenía agallas para tratar de encontrarla. No demostré mucha sensatez durante un tiempo. Casi logré convencerme de que estaba mejor sin mí —y después de un silencio, agregó—: Tal vez fuera cierto.
—Lo único que puede hacer es preguntárselo a ella misma. Pero antes debemos encontrarla.