3

Sonó un fuerte golpe en la puerta. Bassett se espantó como un caballo asustadizo.

—¿Quién es?

Llamaron de nuevo. Fui a la puerta. Bassett me relinchó:

—No abra.

Hice girar la llave de la puerta y la abrí unos centímetros contra mi pie y mi hombro. George Wall estaba fuera. Su rostro era verde grisáceo por la luz reflejada. Un desgarrón de sus pantalones dejaba ver la carne herida y blanca de la pierna. Respiró fuertemente sobre mi cara.

—¿Está él ahí?

—¿Cómo entró?

—Salté la verja. ¿Está Bassett ahí?

Miré a Bassett. Estaba agazapado detrás del escritorio y sólo se veía el blanco de los ojos y la pistola negra.

—No lo deje entrar. No permita que me toque.

—No lo va a tocar. Deje el arma.

—No quiero. Me voy a defender si es necesario.

Le di la espalda a su terror de gatillo fácil.

—Lo oyó, Wall. Tiene una pistola.

—No me importa lo que pueda tener. Debo hablarle. ¿Está Hester aquí?

—Se equivoca de pista. Hace meses que no la ve.

—Naturalmente dice eso.

—Yo también lo digo. Trabajó aquí durante el verano y se fue en septiembre.

Su perpleja mirada azul se hizo más profunda. Su lengua recorrió el labio superior como un lento caracol rojo.

—¿Por qué no quiso recibirme antes, si ella no está con él?

—Habló de una paliza, ¿recuerda? No fue exactamente un acercamiento diplomático.

—No tengo tiempo para la diplomacia. Tengo que volar a casa mañana.

—Muy bien.

Su hombro se apoyó en la abertura. Sentí su peso sobre la puerta. La voz de Bassett subió una octava.

—¡No lo deje acercarse a mí!

Bassett estaba justo detrás de mí. Me di la vuelta, con la espalda contra la puerta, le arranqué el arma de la mano y la metí en mi bolsillo. El pobre estaba demasiado enfadado y asustado para decir una palabra. Me volví hacia Wall, que todavía trataba de entrar, pero no con todas sus fuerzas. Parecía confundido. Le puse una mano extendida sobre el pecho y le empujé hacia arriba, sosteniéndole. Su peso era grande e inerte, como el de una estatua de piedra.

Un hombre bajo, de anchos hombros, descendía los peldaños desde el vestíbulo. Venía hacia nosotros ostentosamente, casi con paso de ganso, mirando hacia la piscina y más allá al mar como si fueran sus propiedades personales. El viento despeinaba su cresta de pelo plateado. Su chaqueta de franela azul, de corte impecable, se llenaba de autoimportancia y de gordura. No le prestaba ninguna atención a la mujer que le seguía unos pasos más atrás.

—Dios mío —me dijo Bassett al oído—. Son el señor y la señora Graff. No podemos armar un alboroto delante del señor Graff. Deje entrar a Wall. ¡Rápido, hombre!

Le dejé entrar. Bassett estaba en la puerta, sonriendo y haciendo reverencias, cuando el hombre de cabellos plateados se acercó. Se detuvo para hendir el aire con su nariz. Su rostro era tostado y de aspecto acicalado.

—¿Bassett? ¿Tiene dispuesto el servicio especial para esta noche? ¿La orquesta? ¿La comida?

—Sí, señor Graff.

—En cuanto a las bebidas, usaremos el bourbon corriente del bar, no el de mi bodega privada. Son bárbaros, de todas maneras. Ninguno de ellos notará la diferencia.

—Sí, señor Graff. ¡Qué disfrute de su baño!

—Siempre disfruto de mi baño.

La mujer se acercó detrás de él, moviéndose un poco insegura, como si el sol la molestara. Su cabello negro estaba peinado severamente hacia atrás desde la ancha y chata frente, a la cual se unía una nariz griega, sin mella. Su rostro estaba pálido y muerto, salvo los focos oscuros de sus ojos, que parecían contener su energía y sus sentimientos. Iba vestida con un traje negro, sin adornos, como una viuda.

Bassett le dio los buenos días. Ella contestó, con repentina animación, que era un hermoso día, para ser diciembre. Su marido se alejó hacia las cabañas. Ella le siguió como una sombra independiente. Bassett suspiró de alivio.

—¿Es el Graff de Helio-Graff? —pregunté.

—Sí.

Esquivando a Wall se acercó a su escritorio, apoyó una nalga en una esquina y empezó a manipular con la pipa y la tabaquera. Le temblaban las manos. Wall no se había movido de la puerta. Su cara tenía parches rojos y no me gustaba la mirada glacial de sus ojos. Mantuve el bulto de mi cuerpo entre los dos hombres, mirándoles alternativamente, como un árbitro de tenis.

Wall dijo guturalmente:

—No puede despistarme con mentiras. Debe de saber dónde está. Le pagó las lecciones de baile.

—¿Lecciones de baile? ¿Yo? —la sorpresa de Bassett parecía real.

—En la escuela de baile de Antón. Hablé con Antón ayer por la tarde. Me dijo que ella había tomado lecciones de baile y le había pagado con un cheque suyo.

—¡Así que eso es lo que hizo con el dinero que le presté!

Los labios de Wall se torcieron.

—Tiene respuesta para todo, ¿no? ¿Por qué le prestó dinero?

—La estimo.

—Apostaría que sí. ¿Dónde está ahora?

—Francamente, no lo sé. Se fue de aquí en septiembre. Desde entonces no he puestos los ojos encima de la señorita Campbell.

—Su nombre es señora de Wall, señora de George Wall. Es mi mujer.

—Empiezo a dudarlo, muchacho. Usaba su nombre de soltera cuando estaba con nosotros. Tengo entendido que pensaba divorciarse de usted.

—¿Quién le dijo que hiciera eso?

Bassett le dirigió una mirada cargada le sufrida paciencia.

—Si quiere saber la verdad, traté de convencerla de que no lo hiciera. La aconsejé que volviera a Canadá con usted. Pero ella tenía otros planes.

—¿Qué otros planes?

—Quería una carrera —dijo Bassett con un dejo de ironía—. Ella se crió en el Sur, sabe, y tenía la fiebre del cine en la sangre. Y, naturalmente, su éxito en las competiciones de salto la hizo saborear la fama. Honestamente hice lo que pude para disuadirla. Pero creo que no le causé ninguna impresión. Estaba decidida a aprovechar su talento… Supongo que eso explicaría lo de las lecciones de danza.

—¿Tiene talento? —pregunté.

—Cree que sí —respondió Wall.

—Vamos —dijo Bassett, con una sonrisa cansada—. Démosle a la dama lo que se merece. Es una bonita chica y podría desarrollar…

—¿Así que pagó sus lecciones de baile?

—La presté dinero. No sé cómo lo gastó. Se fue de aquí muy repentinamente, como le estaba diciendo a Archer. Un día estaba viviendo tranquilamente en Malibú, entrenándose en sus saltos, haciendo buenas relaciones. Al otro día había desaparecido de la vista.

—¿Qué clase de relaciones? —pregunté.

—Muchos de nuestros socios están en la industria.

—¿Podría haberse ido con alguno de ellos?

Esa idea hizo fruncir el entrecejo a Bassett.

—Sin que yo lo supiera. Comprende, no hice nada por encontrarla. Si había decidido irse, no tenía derecho a interferirme.

—Yo sí tengo derecho —la voz de Wall era baja y ahogada—. Creo que está mintiendo. Sabe dónde está y trata de quitarme de en medio.

Su labio inferior y la mandíbula se proyectaron hacia delante, transformando la forma de la cara en algo deforme y feo. Sus hombros se inclinaron fuera de la puerta. Observé cómo sus puños se crispaban y los nudillos se ponían blancos.

—Pórtese como corresponde a su edad —dije.

—Tengo que averiguar dónde está, qué es lo que le pasó.

—Espere un momento, George —Bassett señalaba con su pipa como si fuera una pistola, con un hilito de humo en el extremo.

—No me llame George. Así me llaman mis amigos.

—No soy su enemigo. Le iba a decir que siento de veras que haya ocurrido esto entre nosotros. Lo siento de veras. No le he hecho ningún daño, créame, y deseo su bien.

—¿Por qué no me ayuda, entonces? Dígame la verdad: ¿Hester vive?

Bassett le miró consternado.

Dije:

—¿Qué le hace pensar que no?

—Tenía miedo. Tenía miedo de que la mataran.

—¿Cuándo fue eso?

—Anteanoche. La noche de Navidad. Llamó desde larga distancia al apartamento de Toronto. Estaba terriblemente alterada, lloraba por teléfono.

—¿Por qué?

—Alguien la había amenazado con matarla, no dijo quién. Quería irse de California. Me preguntó si la recibiría de nuevo. Lo hubiera hecho y se lo dije. Pero antes de que pudiéramos arreglar nada se cortó la comunicación. De pronto no estaba, no había nadie al otro extremo de la línea.

—¿Desde dónde llamaba?

Desde la escuela de baile de Antón, en el Boulevard Sunset. Llamó contra pago en destino, así que pude localizar la llamada. Tomé el avión para aquí en cuanto pude y vi a Antón ayer. No sabía nada de la llamada o decía no saber. Había dado una especie de fiesta para sus alumnos esa noche y las cosas estaban algo confusas.

—¿Su esposa recibe todavía lecciones de él?

—No lo sé. Creo que sí.

—Entonces él debe de tener su dirección.

—Dice que no. La única dirección que ella le dio era ésta, la del Channel Club —echó una mirada sospechosa en dirección a Bassett—. ¿Está seguro de que no vive aquí?

—No sea ridículo. Nunca vivió aquí. Le invito a comprobarlo. Había alquilado una casita en Malibú… Le buscaré la dirección. La dueña vive al lado, creo, y puede hablar con ella. Es la señora Sarah Lamb, una vieja amiga y empleada mía. Mencione mi nombre.

—¿Para que pueda mentir por usted? —dijo Wall.

Bassett se levantó y se fue hacia él, insistiendo.

—¿No quiere escuchar razones? Soy amigo de su mujer. Es un poco duro, ¿no le parece?, que tenga que sufrir por mis buenas acciones. No puedo pasarme el día discutiendo con usted. Tengo que preparar una fiesta importante para esta noche.

—Eso no me concierne.

—No. Y sus problemas no me conciernen a mí. Pero tengo una sugerencia. El señor Archer es detective privado. Estoy dispuesto a pagarle, de mi propio bolsillo, para que le ayude a encontrar a su mujer. A condición de que deje de molestarme. Dígame: ¿es una propuesta justa, o no?

—¿Es detective? —dijo Wall.

Asentí. Me miró con dudas:

—Si pudiera estar seguro de que no es un trabajito preparado… ¿Es amigo de Bassett?

—Nunca le había visto hasta esta mañana. A propósito, no me han consultado sobre este arreglo.

—Entra en su especialidad, ¿no? —dijo Bassett, llanamente—. ¿Tiene alguna objeción?

No tenía ninguna, salvo que había tormenta en el ambiente, terminaba un año difícil y estaba algo cansado. Miré la cabeza rosada y rebelde de George Wall. Era un inventor de líos nato, peligrosos para él mismo y probablemente también para los demás. Tal vez si me pegara a él podría alejar los problemas hacia los cuales se dirigía. Yo era un iluso.

—¿Qué me dice, Wall?

—Me gustaría que me ayudara —dijo lentamente—. Sin embargo, preferiría pagarle yo mismo.

—¡En absoluto! —dijo Bassett—. Debe permitirme hacer algo también. Me interesa el bienestar de Hester.

—Así lo supongo —la voz de Wall era rencorosa.

Dije:

—Tiraremos una moneda. Cara, paga Bassett; cruz, Wall.

Tiré una moneda de veinticinco y la aplasté contra la mesa. Cruz. Yo era el hombre de George Wall. O él era el mío.