Dejé mi automóvil en el estacionamiento asfaltado, delante del edificio principal. Un árbol de Navidad invertido, pintado de rojo vivo, colgaba sobre la entrada. Era una estructura de techo plano, de piedra y madera. Sus líneas bajas, al estilo Neutra, y la simplicidad de su diseño, me impidieron ver lo grande que era hasta que estuve dentro. A través de la puerta interior del vestíbulo que era de cristal, podía ver una piscina de cuarenta metros de longitud, entre los pabellones en forma de U. El extremo que daba al océano se abría al espacio azul brillante.
La puerta estaba cerrada con llave. El único ser humano a la vista era un muchacho negro seccionado en dos por unos estrechos pantalones blancos. Estaba limpiando el fondo de la piscina con una aspiradora subacuática de largo mango.
Golpeé la puerta con una moneda.
Al rato me oyó y vino corriendo. Sus ojos oscuros e, inteligentes, que me observaban a través del cristal, parecían dividir el mundo en dos grupos: los ricos y los no-tan-ricos. Aparentemente yo pertenecía al segundo grupo. Al abrir la puerta dijo:
—Si vende algo no llega en el momento oportuno. El señor Bassett está de pésimo humor y, de todos modos, estamos fuera de temporada. Acaba de mandarme a paseo. No es culpa mía si tiraron los peces tropicales a la piscina.
—¿Quién lo hizo?
—La gente, anoche. El cloro del agua los mató, pobres diablos, así que tengo que sacarlos con la aspiradora.
—¿A la gente?
—A los peces. Los sacaron del acuario y los largaron a la piscina. La gente va a una fiesta, se emborracha y se olvida de las cosas decentes de la vida. Entonces el señor Bassett la toma conmigo.
—No le tengas rencor. Mis clientes siempre están de mal humor cuando me llaman.
—¿Es empresario de pompas fúnebres, o algo así?
—Algo así.
—Me parecía —una sonrisa blanca le iluminó la cara—. Tengo una tía en el negocio fúnebre. No lo puedo ni ver. Me pone la piel de gallina. Pero a ella le divierte.
—¡Qué bien! ¿Bassett es el dueño?
—No. Sólo el gerente. Si lo oye hablar creería que es el dueño, pero esto pertenece a los socios.
Seguí su espalda triangular de vigilante de la piscina a lo largo de la galería, a través de variantes luces verdes que se reflejaban de la piscina. Golpeó en una puerta gris con una placa que decía GERENTE. Una voz aguda contestó a la llamada. Me raspó el espinazo como la tiza en una pizarra.
—¿Quién es, por favor?
—Archer —le dije al vigilante.
—El señor Archer quiere verlo.
—Muy bien. Un momento.
El vigilante de la piscina me guiñó un ojo y se fue corriendo, golpeando las baldosas con los pies. Sonó la cerradura y la puerta apenas se abrió. Apareció una cara por la abertura, a nivel más bajo que la mía. Sus ojos eran pálidos y estaban demasiado separados; eran abultados como los de un pez. La boca, delgada como la de una solterona, emitió un suspiro:
—Me alegro tanto de verlo. Pase.
Volvió a echar la llave a la puerta y me señaló una silla delante de su escritorio. El gesto resultaba exagerado por lo nervioso. Se sentó al escritorio, abrió una tabaquera de piel de cerdo y empezó a llenar una pipa de enorme cazuela con oscuras hebras de tabaco inglés. Esto y la chaqueta de tweed Harris, los pantalones Oxford, los zapatos marrones de gruesa suela y el acento de la costa occidental encajaban en el conjunto. A pesar del prolijo teñido de su pelo castaño y el color rosado que daba a su rostro un aspecto juvenil antinatural, le calculé unos sesenta años.
Miré la oficina a mi alrededor. Carecía de ventanas; estaba iluminada por luz fluorescente y ventilada por un sistema de aire acondicionado. El moblaje era oscuro y pesado. De las paredes pendían fotografías de yates con las velas desplegadas, campeones de salto tirándose desde el trampolín, jugadores de tenis felicitándose entre sí con forzadas sonrisas. Había varios libros sobre el escritorio, sostenidos por unos sujetalibros de piedra negra pulida en forma de elefante. Bassett acercó a su pipa un encendedor de gas y tendió una cortina de humo azul, a través de la cual dijo:
—Tengo entendido, señor Archer, que es guardaespaldas profesional.
—Supongo que soy profesional. Pero no hago ese tipo de trabajo muy a menudo.
—Pero tenía entendido… ¿Por qué no?
—Porque significa vivir muy cerca de los tipos infames. Generalmente quieren un guardaespaldas porque no consiguen que nadie hable con ellos. O si no, ven visiones.
Sonrió torcidamente.
—No es precisamente un cumplido. ¿O tal vez no fue esa su intención?
—¿Está buscando un guardaespaldas?
—No lo sé bien —agregó cautamente—: Hasta que se aclare un poco más la situación, no puedo decir qué es lo que realmente necesito. Ni por qué.
—¿Quién le dio mi nombre?
—Uno de nuestros socios lo mencionó hace tiempo, Joshua Severn, el productor de televisión. Le interesará saber que lo considera muy eficaz.
—Ajá —el inconveniente de los elogios es que la gente espera que se le pague con la misma moneda—. ¿Por qué necesita un detective, señor Bassett?
—Le diré. Un cierto joven ha amenazado mi… Amenaza mi seguridad. ¡Tendría que haberlo oído por teléfono!
—¿Habló con él?
—Sólo un minuto, anoche. Estaba en una fiesta (nuestra fiesta post-navideña anual) y me llamó desde Los Ángeles. Dijo que iba a venir a asaltarme a no ser que le diera cierta información. Me impresionó mucho.
—¿Qué clase de información?
—Información que no poseo, simplemente. Creo que ahora está fuera, esperándome. La fiesta no terminó hasta muy tarde y pasé aquí lo que quedaba de noche. Esta mañana telefoneó el guardián, diciendo que había un joven que deseaba verme. Le dije que no lo dejara entrar. Poco después, cuando me repuse, lo llamé a usted.
—¿Y, qué es exactamente lo que quiere que haga?
—Quitármelo de encima. Debe tener medios y modos. No quiero violencia, por supuesto, a no ser que resulte absolutamente imprescindible —sus ojos brillaban pálidamente entre los nuevos estrados de humo—. Puede ser necesario. ¿Tiene un arma?
—En el auto. No se alquila.
—Por supuesto que no. Me interpreta mal. Tal vez no me haya expresado muy claramente. Ningún hombre puede sentir mayor aberración por la violencia que yo. Sólo quise decir que podía serle de utilidad una pistola, como un…, este…, instrumento de persuasión. ¿No podría simplemente acompañarlo a la estación o al aeropuerto y meterlo en un avión?
—No —me puse de pie.
Me siguió hasta la puerta y me tomó el brazo. Me desagradó su confianza y me desprendí de un tirón.
—Mire, Archer, no soy un hombre pudiente, pero tengo algunos ahorros. Le pagaré hasta trescientos dólares para que me libre de ese tipo.
—¿Para que lo libre?
—Sin violencia, naturalmente.
—Lo siento. No acepto.
—Quinientos dólares.
—No se puede hacer. Lo que quiere que haga es nada menos que un secuestro para la ley de California.
—¡Dios mío, no quise decir eso! —estaba auténticamente impresionado.
—Piénselo. Para un hombre de su posición está bastante poco enterado de las leyes. Deje que la Policía se encargue de él. ¿Por qué no hace eso? Dice que lo amenazó.
—Sí. A propósito, dijo algo de una paliza. Pero no se puede acudir a la Policía con cosas así.
—Sí que se puede.
—Yo no. Es tan ridículamente anticuado. Sería el hazmerreír de todo el Sur. Usted no parece asimilar el aspecto personal. Soy gerente y secretario de un club muy, pero muy exclusivo. La mejor gente de la costa confía sus chicos, sus hijas jóvenes, a mi cuidado. Tengo que mantenerme alejado de la menor sospecha de escándalo. ¿Sabe?
—¿De dónde viene el escándalo?
Se sacó la pipa de la boca y exhaló un tembloroso anillo de humo.
—Esperaba poder evitar las explicaciones. Realmente no esperaba un interrogatorio sobre el asunto. Y bueno. Hay que hacer algo antes de que la situación se deteriore irreparablemente.
Su elección de palabras me fastidiaba y permití que se trasluciera mi fastidio. Me dirigió una mirada de apelación que cayó en el vacío entre los dos.
—¿Puedo confiar realmente en usted?
—Mientras sea legal.
—Oh, cielos, es legal. Sin embargo, estoy en un aprieto, pero no por culpa mía. No es por lo que he hecho, sino por lo que la gente pueda pensar que he hecho. Hay una mujer complicada en esto.
—¿La mujer de George Wall?
Su cara se desarmó por las costuras. Trató de componerla otra vez, alrededor de la boquilla fija de su pipa que se metió en la boca. Pero no podía controlar la mueca que tiraba como ganchos de las comisuras de sus labios.
—¿La conoce? ¿Lo saben todos?
—Lo sabrán pronto si George Wall sigue rondando por aquí. Me topé con él cuando venía para acá.
—Dios santo, está en el parque entonces.
Bassett cruzó la habitación en torpe vuelo. Abrió un cajón de su escritorio y sacó una automática de calibre mediano.
—Guarde eso —le dije—. Si está preocupado por su reputación, un arma de fuego puede hundirlo hasta el mismo infierno. Wall estaba fuera del portón, tratando de entrar. No lo consiguió. Me dio un mensaje para usted: no se irá hasta que lo reciba. Cambio.
—Demonios, hombre, ¿por qué no lo dijo? Hemos estado perdiendo el tiempo.
—Lo habrá estado perdiendo usted.
—Muy bien. No discutiremos. Tenemos que sacarlo de aquí antes de que lleguen los socios.
Miró el cronómetro sujeto a su muñeca derecha y me apuntó accidentalmente con la automática.
—Baje ese revólver, Bassett. Está demasiado alterado para andar manipulando un arma.
Lo puso sobre la carpeta de cuero repujado que tenía delante y me dirigió una sonrisa avergonzada.
—Perdón. Estoy un poco nervioso. No estoy acostumbrado a estas alarmas e incursiones.
—¿A qué se debe el barullo?
—El joven Wall parece tener la melodramática idea de que le robé a su mujer.
—¿Lo hizo?
—No sea absurdo. La chica es tan joven que podría ser mi hija —sus ojos estaban húmedos por la vergüenza—. Mis relaciones con ella siempre fueron perfectamente correctas.
—¿La conoce, entonces?
—Por supuesto. Hace años que la conozco. Muchos más que George Wall. Ha usado la piscina para entrenarse en tirarse desde el trampolín desde que era una adolescente. No hace mucho que ha pasado de los veinte años, dicho sea de paso. No debe de tener más de veintiuno o veintidós años.
—¿Quién es?
—Hester Campbell, la campeona de salto. Quizá la haya oído nombrar. Casi llegó a ganar el campeonato nacional hace un par de años. Luego se perdió de vista. La familia se fue de aquí y ella abandonó las competiciones amateur. No sabía que se había casado hasta que apareció de nuevo.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace cinco o seis meses. Seis meses, en junio. Parecía haberlo pasado bastante mal. Había hecho giras con un espectáculo acuático durante un tiempo, pero perdió su empleo y se encontraba sola en Toronto. Conoció a este joven canadiense, periodista deportivo, y, en su desesperación, se casó con él. Por lo visto, el matrimonio no resultó. Lo dejó antes del año de estar juntos y volvió aquí. Estaba en las últimas y bastante abatida espiritualmente. Naturalmente, hice lo que pude por ella. Convencí a la junta directiva de que le permitieran usar la piscina para dar clases de natación por un sueldo. Trabajó bien mientras duró la temporada de verano. Y cuando se quedó sin alumnos, se lo digo con franqueza, le ayudé algo económicamente —extendió las manos blandamente—. Si esto es un crimen, soy un criminal.
—Si eso es todo, no sé qué teme.
—No entiende. No entiende la situación en que me encuentro, las enemistades y las intrigas a las que tengo que enfrentarme aquí. Hay un grupo de socios a quienes les gustaría verme despedido. Si George Wall hiciera ver que estoy usando mi posición para conseguir mujeres jóvenes…
—¿Cómo podría hacer eso?
—Quiero decir si promoviera una acción judicial, como me amenazó. Un abogado poco escrupuloso podría hacer algún tipo de juicio contra mí. La chica me dijo que pensaba divorciarse y supongo que no fui bastante discreto. Me han visto con ella más de una vez. En realidad preparé varias cenas para ella —se ruborizó algo—. Cocinar es uno de mis hobbies. Ahora comprendo que no fue muy inteligente invitarla a mi casa.
—No pueden hacerle nada por eso. No estamos en la época victoriana.
—En ciertos círculos sí. No comprende lo precaria que es mi situación. Me temo que la sola acusación bastaría.
—¿No está exagerando?
—Ojalá lo estuviera.
—Mi consejo es que hable con Wall. Dígale la verdad.
—Traté de hacerlo por teléfono anoche. Se negó a escucharme. Está loco de celos. Cualquiera pensaría que tengo a su mujer escondida en algún lado.
—Pero no la tiene, ¿no?
—Por supuesto que no. No la he visto desde principios de septiembre. Se fue repentinamente sin despedirse, ni darme las gracias. Ni siquiera dejó una dirección.
—¿Se fue con un hombre?
—Es muy probable —dijo.
—Dígaselo a Wall. Personalmente.
—Oh, no, no puedo. Es un loco suelto, me atacaría.
Bassett se pasó los dedos tensos por el pelo. Sobre sus sienes estaba empapado y pequeños hilos de sudor corrían delante de sus orejas. Tomó el pañuelo doblado que estaba en el bolsillo de su chaqueta y se enjugó la cara. Empecé a sentir un poco de lástima por él. La cobardía física duele como ninguna otra cosa.
—Puedo manejarlo —dije—. Llame a la garita. Si todavía está allí iré a traerlo.
—A no ser que piense en otro sitio mejor.
—¿Aquí?
Después de un momento de tensión, dijo:
—Supongo que debo verlo. No debo permitir que ande armando alborotos en público. Varios socios están al llegar para darse el chapuzón matinal.
Cada vez que mencionaba a los socios, su voz tomaba un colorido religioso. Se diría que pertenecían a una raza superior, de superhombres, o de ángeles vengadores. Y que el propio Bassett estaba a punto de resbalar del borde del paraíso terrenal. De mala gana levantó el teléfono empotrado.
—¿Tony? El señor Bassett. ¿Ese joven maníaco todavía anda por ahí? ¿Está seguro? ¿Completamente seguro…? Bueno, muy bien. Avíseme si vuelve a aparecer. Colgó.
—¿Se fue?
—Así parece —inspiró profundamente por la boca abierta—. Dice Torres que se alejó a pie hace un buen rato. Le agradecería, de todos modos, que se quedara un poco por si vuelve.
—Muy bien. Esta visita le va a costar veinticinco dólares de todas maneras.
Captó la insinuación y me pagó en efectivo con dinero que sacó de un cajón. Luego tomó una máquina de afeitar eléctrica y un espejo de otro cajón. Me senté a observarlo. Se afeitó la cara y el cuello. Se cortó los pelitos de la nariz con unas tijeras y se arrancó algunos de las cejas. Era la típica ocasión que me hacía odiar el trabajo de guardaespaldas.
Miré los libros del escritorio. Había un Dun y Bradstreet, un Libro Azul de California del Sur, un almanaque cinematográfico del año anterior y un grueso volumen encuadernado en gastada tela verde y titulado, sorprendentemente, La familia Bassett. Lo abrí por la primera página, donde decía que era una relación de la genealogía y las obras de los descendientes de William Bassett, que había llegado a Massachusetts en 1634, hasta la declaración de la guerra mundial de 1914, escrito por Clarence Bassett.
—No creo que le interese —dijo Bassett—, pero es una historia bastante interesante para un miembro de la familia. Lo escribió mi padre. Le ocupó sus últimos años. Tuvimos una verdadera aristocracia nativa en Nueva Inglaterra, sabe, gobernadores, profesores, clérigos, hombres de negocios.
—He oído rumores al respecto.
—Lo siento, no quise aburrirle —dijo en un tono más ligero, casi de auto-burla—. Es curioso, soy el último de mi rama de la familia que lleva el nombre de Bassett. Es la única razón por la cual lamento no haberme casado. Pero nunca me he preocupado por problemas de descendencia.
Inclinándose hacia el espejo, empezó a apretarse un punto negro en una de las hendiduras simétricas que partían de la base de su nariz. Me levanté a recorrer las paredes, examinando las fotografías. Me detuvo una de tres campeones de salto, un hombre y dos muchachas saltando juntos desde la plataforma alta. Los cuerpos estaban suspendidos, desprendidos del trampolín contra un claro cielo estival, arqueados como cisnes idénticos, captados en la cúspide de sus parábolas antes que la gravedad se hiciera cargo de ellos para atraerlos de vuelta a la tierra.
—La de la izquierda es Hester —dijo Bassett detrás de mí.
Su cuerpo era como una flecha. Su pelo brillante estaba peinado por el viento hacia atrás del óvalo borroso de su rostro. La chica de la derecha era morena, igualmente llamativa en su tipo de busto abundante. El hombre que estaba en medio era moreno también, de cabello negro y ondulado y músculos que parecían de bronce.
—Es una de mis fotografías favoritas —dijo Bassett—. Fue tomada hace un par de años cuando Hester se entrenaba para las nacionales.
—¿Sacada aquí?
—Sí. Le dejábamos usar nuestra piscina para entrenarse, como le dije.
—¿Quiénes son sus amigos en la foto?
—El muchacho era el vigilante de la piscina. La chica era una amiga de Hester. Trabajaba aquí en el bar, pero Hester la entrenaba para competiciones de salto.
—¿Todavía anda por aquí?
—Me temo que no —su rostro se alargó—. Gabrielle se mató.
—¿En un accidente de salto?
—No. Murió de un disparo.
—¿Asesinada?
Asintió solemnemente.
—¿Quién lo hizo?
—El crimen nunca fue aclarado. Dudo de que alguna vez lo sea. Sucedió hace casi dos años, en marzo del año pasado.
—¿Cómo dijo que se llamaba?
—Gabrielle. Gabrielle Torres.
—¿Pariente de Tony?
—Era su hija.