Al entrar en la sala, Fairhaven vio enseguida a Pendergast. Estaba de rodillas en un charco de sangre cada vez mayor, con la cabeza inclinada. Se le había acabado el esconderse, el huir, el fingir astutamente.
Viéndole así, se acordó de la manera de morirse de los animales cuando se les disparaba en el vientre: no se derrumbaban muertos al instante, sino por fases. Primero el animal quedaba inmovilizado por el susto, temblando un poco. Después se arrodillaba lentamente y mantenía la misma postura un minuto o más, como rezando. Luego se le doblaban las patas traseras y se quedaba sentado. A continuación, podían pasar varios minutos antes de que, bruscamente, cayera de costado. El ballet a cámara lenta siempre acababa con un espasmo, una violenta contracción de las patas que anunciaba la muerte.
Pendergast estaba en la segunda fase. Podía llegar a sobrevivir varias horas, claro que con la impotencia de un bebé; pero no, no viviría tanto. La persecución había sido amena, pero arriba había cuestiones urgentes por resolver. A esas alturas, Smithback ya no le era útil, pero quedaba la chica.
El Cirujano se acercó con la pistola en la mano y el brazo extendido, saboreando brevemente la victoria. Tenía ante sí, en el suelo, al inteligentísimo, al diabólicamente astuto agente especial Pendergast; y le tenía aturdido, a su merced. Retrocedió para tener margen para el disparo final, y levantó la linterna para iluminar la sala, aunque con escasa curiosidad. No quería estropear nada con la bala, por si se daba el caso, remotamente posible, de que la habitación contuviera algo valioso.
Lo que vio le dejó atónito. Otra de las colecciones estrambóticas de Leng, sólo que distinta, porque consistía exclusivamente en armas y armaduras. Las espadas, dagas, ballestas y saetas, arcabuces, lanzas, flechas y mazas aparecían mezcladas sin orden ni concierto con pistolas, escopetas, cachiporras, granadas y lanzacohetes modernos. También había armaduras, yelmos y cotas de malla medievales, cascos de varias guerras —la de Crimea, la de 1898 contra España y la Primera Guerra Mundial—, chalecos antibalas de la primera hornada y abundante munición. Un verdadero arsenal que cubría desde los tiempos romanos hasta principios del siglo XX.
El Cirujano sacudió la cabeza. La ironía era increíble. Sólo con que Pendergast hubiera conseguido llegar unos minutos antes y en mejores condiciones, habría tenido a su disposición armamento suficiente para derrotar a todo un batallón. Entonces el duelo habría cambiado mucho. En fin, el caso era que había perdido demasiado tiempo en fijarse en las primeras colecciones y había llegado allí demasiado tarde. Ahora estaba arrodillado sobre su propia sangre, medio muerto y con el farol a sus pies. Fairhaven soltó una risa ronca que resonó por todo el sótano, y levantó la pistola.
Pareció que el ruido de la risa despertara al agente, que levantó la mirada hacia él con los ojos vidriosos.
—Lo único que le pido es que sea rápido —dijo.
No dejes que hable, decía la voz. Mátale y punto.
Fairhaven apuntó, haciendo coincidir la cabeza de Pendergast con el punto central de las miras de tritio. El disparo a bocajarro de una bala de punta hueca decapitaría al agente, ni más ni menos. Más rápido, imposible. Aumentó la presión del dedo en el gatillo.
Pero entonces le pasó algo.
Pendergast no se merecía ni por asomo tanta rapidez. Por su culpa, Fairhaven había salido muy perjudicado. Le había seguido el rastro, le había estropeado el último espécimen y, en el mismo momento del triunfo, le había provocado angustia y sufrimientos.
Fairhaven, con el agente a sus pies, sintió crecer en su interior el odio, un odio que era el mismo que el que le había inspirado Leng, tan parecido físicamente a Pendergast. El mismo odio, también, que había sentido hacia el consejo y los profesores de la facultad de medicina, que se habían negado a compartir su punto de vista: odio hacia la mezquindad y la estrechez de miras que impedía a la gente como él alcanzar la grandeza para la que estaban hechos.
¿Conque Pendergast quería que fuera rápido? Con semejante arsenal a mano, la respuesta era no. Se acercó al agente y volvió a registrarle a fondo, aunque evitó el contacto con la sangre pegajosa y caliente que empapaba un lado del cuerpo. Nada. Pendergast no había podido descolgar un arma de las paredes de la sala. De hecho, se veía que las huellas, vacilantes, iban derechas al centro de la sala, al lugar de la caída. Con todo, valía la pena ser prudente. Pendergast era peligroso, incluso en condiciones tan penosas. Si intentaba hablar, lo mejor era pegarle un tiro. En boca de un hombre así, las palabras eran sutiles y perniciosas.
Volvió a mirar en derredor, pero esta vez con más detenimiento. En las paredes había todas las armas imaginables. Algunas las conocía por lecturas, y otras por haberlas visto en museos. La elección iba a tener su gracia. Se le ocurrió el verbo «divertirse». Atento a que Pendergast no saliera de su campo de visión, buscó con la linterna hasta decidirse por una espada con piedras preciosas, que descolgó de la pared, sopesó e iluminó en todos sus ángulos. Habría servido, de no ser porque pesaba demasiado y estaba tan oxidada que no parecía capaz ni de cortar mantequilla. Además, el mango estaba pegajoso, y daba asco. Volvió a colgarla en la pared y se limpió las manos.
Pendergast seguía sentado, mirándole con los ojos turbios. Fairhaven sonrió burlón.
—¿Tiene alguna preferencia?
Pendergast no contestó, pero Fairhaven vio que su expresión era de angustia.
—En efecto, agente Pendergast. La palabra «rápido» ya no se contempla.
La única reacción de Pendergast fue abrir un poco más los ojos en señal de miedo. No hacía falta nada más. El Cirujano se sintió henchido de satisfacción. Recorrió la colección hasta coger una daga con empuñadura de oro y plata. La hizo girar y la dejó en su sitio. Al lado había un yelmo en forma de cabeza humana, dotado de púas en el interior. Se podía ir atornillando, de modo que se perforase el cráneo progresivamente con los pinchos. Demasiado primitivo, y demasiado sucio. En la misma pared había un enorme embudo de cuero. Fairhaven lo conocía por referencias: el torturador lo metía en la boca de la víctima y vertía agua hasta que el pobre desgraciado se ahogaba o explotaba. Exótico, pero demasiado largo. Cerca había una rueda grande para quebrar el esqueleto. Demasiado lío. Un azote de nueve nudos con ganchos de hierro. Lo sopesó, simuló un latigazo, lo dejó en su sitio y volvió a limpiarse las manos. Estaba todo muy sucio. Seguro que toda aquella chatarra llevaba más de un siglo en aquel sótano pestilente de Leng.
Tenía que haber algo que se ajustara a sus necesidades. Justo entonces se fijó en un hacha de verdugo.
—¡Anda! —dijo, sonriendo más que antes—. ¡A ver si al final se le cumple su deseo!
La descolgó de los ganchos y repitió varias veces el movimiento de descargarla. El mango de madera medía casi un metro y medio, y tenía clavadas varias hileras de tachuelas de latón empañadas. Pesaba, pero estaba equilibrada, y afilada como una hoja de afeitar. Al cortar el aire, silbaba. La segunda parte del equipo de verdugo estaba debajo: un tronco cortado, muy rozado y cubierto de una pátina oscura. Tenía rebajada la mitad de un círculo; para poner el cuello, evidentemente. Lo habían usado varias veces, como demostraba la abundancia de cortes. Fairhaven soltó el hacha, hizo rodar el tajo en dirección a Pendergast y, poniéndolo derecho, lo dejó frente al agente.
De pronto Pendergast forcejeó un poco, resistiéndose. Entonces el Cirujano le dio una patada brutal en las costillas, y el agente quedó sucesivamente tieso de dolor y flácido. El Cirujano tuvo la breve y desagradable sensación de que la historia se repetía. Se acordó de cuando, con Leng, se había pasado de la raya y se había encontrado con un cadáver en las manos. Pero no, Pendergast aún estaba consciente. Tenía los ojos abiertos, aunque enturbiados por el dolor. El momento del hachazo le cogería despierto y sabiendo lo que se avecinaba. El Cirujano daba mucha, muchísima importancia a esto último.
Entonces tuvo otra idea. Se acordó de que Ana Bolena, al saber que la ejecutarían, había mandado traer a un verdugo francés experto en el arte de decapitar con espada. Era una muerte más limpia, rápida y segura que con el hacha. Ana se había colocado de rodillas y con la cabeza erguida, sin necesidad de algo tan indecoroso como un tajo. Además le había dado una generosa propina al verdugo.
El Cirujano sopesó el hacha y le pareció más pesada que antes, pero se consideró capaz de no errar el golpe. Prescindir del tajo sería un reto interesante. Apartó el tronco con el pie. Pendergast ya estaba de rodillas, como si se preparara: con las manos colgando, la cabeza inclinada y una actitud de impotencia y de resignación.
—Por culpa de resistirse tanto, ya no morirá tan deprisa como quería —dijo Fairhaven—. Aunque estoy seguro de que no nos va a costar más de… veamos… dos o tres hachazos. En todo caso, está a punto de vivir algo que siempre me ha inspirado curiosidad. Después de seccionar la cabeza, ¿cuánto tiempo conserva el cuerpo la consciencia? Cuando la cabeza cae rodando en el cesto de serrín, ¿se ve todo dando vueltas? En el patio de la Torre de Londres, cuando el verdugo mostraba las cabezas y gritaba «¡He aquí la cabeza de un traidor!», aún se movían los ojos y los labios. ¿Llegaban a ver su propio cadáver decapitado?
Levantó el hacha para ensayar el golpe. ¿Por qué pesaba tanto? En fin, pesara o no pesase, era un placer ir aplazando el momento.
—¿Sabía usted —continuó— que durante la revolución francesa, cuando guillotinaron a Charlotte Corday por asesinar a Marat, y el verdugo, con el público delante, le dio una bofetada a la cabeza cortada, Charlotte se ruborizó? ¿Y lo del capitán pirata condenado a muerte? Formaron a sus hombres y le dijeron que indultarían a la parte de la fila que hubiera recorrido después de decapitado. Total, que le cortaron la cabeza estando de pie, y, aunque parezca mentira, el capitán empezó a caminar sin cabeza a lo largo de la fila. Al verdugo le disgustó tanto no tener más víctimas que sacó el pie y le puso la zancadilla.
La frase hizo soltar carcajadas al Cirujano, pero no a Pendergast.
—En fin —dijo Fairhaven—. Supongo que nunca llegaré a saber cuánto dura la consciencia después de quedarse sin cabeza. En cambio, usted sí. Y dentro de muy poco.
Levantó el hacha por encima de su hombro derecho, como un bate, y apuntó con cuidado.
—Dele recuerdos a su tío tatarabuelo —dijo al tensar los músculos para asestar el hachazo.