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El Cirujano no daba crédito a sus ojos. Donde tendría que haber estado Pendergast, muerto en un charco de sangre, no se veía nada. Había desaparecido.

Miró alrededor con cara de desquiciado. Era inconcebible, una imposibilidad física. Entonces se fijó en que la parte de pared donde había estado apoyado Pendergast correspondía a una puerta que se había desplazado en paralelo al plano de piedra restante. Una puerta cuya existencia ignoraba, a pesar de sus registros diligentes de la casa.

Aguardó a poder pensar con serenidad, haciendo un gran esfuerzo de voluntad. Había descubierto que hacer las cosas con calma era una condición sine qua non para el éxito. Gracias a ello había llegado tan lejos, y gracias a ello saldría vencedor.

Dio un paso hacia delante con la pistola de Pendergast a punto. Al fondo del vano había una escalera de piedra que se perdía en la oscuridad. Evidentemente, el agente del FBI le invitaba a seguirle por ella. La curvatura del muro de piedra, con su oscuridad, impedía ver el final. Podía ser perfectamente una trampa. De hecho, era lo único que podía ser.

No obstante, el Cirujano comprendió que no había alternativa. Era necesario detener a Pendergast. Y averiguar qué había abajo. Contaba con una pistola, mientras que Pendergast iba desarmado, y quizá el disparo le hubiera herido. Hizo una breve pausa para examinar la pistola. Conocedor como era de las armas, reconoció en ella una Les Baer de modelo gubernamental. La hizo girar en sus manos. Mira nocturna de tritio, láser activado desde la empuñadura… No debía de bajar de los trescientos dólares. Pendergast tenía buen gusto. Qué ironía que un arma de tan buena calidad estuviera a punto de ser utilizada en contra de su dueño.

Se apartó de la pared falsa y, vigilando la escalera, sacó una linterna muy potente de un cajón. Por último, echó un vistazo apenado a su espécimen. Las constantes vitales empezaban a caer en picado. Estaba claro que la operación se había ido al garete.

Volvió a la escalera y la iluminó con la linterna. Las huellas de las pisadas de Pendergast se apreciaban con gran nitidez en la capa de polvo de los peldaños. Y junto con ellas, algo más: una gota de sangre. Y otra.

Conque le había dado. Aun así, se imponía extremar las precauciones. Los seres humanos heridos solían ser los más peligrosos, como en el caso de los animales.

Se quedó en el primer escalón, preguntándose sobre la conveniencia de ir primero en busca de la mujer. ¿Aún estaba encadenada a la pared? ¿O Pendergast también la había soltado? No planteaba una gran amenaza en ninguno de los dos casos. La casa era una fortaleza, y el sótano estaba cerrado a cal y canto. No podía escaparse. El problema más acuciante era Pendergast. Una vez muerto, sólo sería cuestión de encontrar la fuente de suministro restante y obligarla a ocupar el lugar de Smithback. Ya había cometido una vez el error de escuchar a Pendergast. Cuando le encontrara, no lo cometería por segunda vez. Moriría sin haber podido abrir la boca.

La escalera de caracol era como un sacacorchos que se hundía y se hundía en la tierra, interminable. El Cirujano bajaba despacio, tomándose cada recodo como una posible emboscada de su enemigo. Al llegar al final, se encontró en una sala densamente oscura, con fuerte olor a moho, tierra mojada y… ¿Qué más? Amoniaco, sales, benceno y vagos efluvios de productos químicos. En ese punto se agolpaban las huellas y las gotas de sangre. Era donde Pendergast había hecho un alto en su camino. El Cirujano iluminó con la linterna la pared más cercana y vio una hilera de faroles antiguos de latón colgados de clavos de madera. Faltaba uno.

Dio un paso de costado. Parapetado en el pilar de piedra de la escalera, levantó la linterna, bastante pesada, y dirigió su luz hacia la oscuridad. Lo que descubrió era increíble: toda una pared de piedras preciosas, que parecían guiñarle el ojo. Eran mil, no, diez mil reflejos de otros tantos colores, como la superficie reflectante de un ojo de mosca muy aumentado. Se tragó su sorpresa y siguió caminando, con pies de plomo y la pistola preparada.

Llegó a una sala estrecha de piedra, con columnas y bóveda baja, cuyas paredes presentaban una interminable alineación de frascos de cristal, todos iguales en tamaño y forma. Las estanterías de roble que les servían de soporte iban desde el suelo hasta el techo: infinidad de hileras muy juntas protegidas con cristal ondulado. Nunca había visto tantos frascos juntos. De hecho, parecía un museo de líquidos.

Se le aceleró la respiración. Había llegado al último laboratorio de Leng. Sólo podía tratarse del espacio donde había perfeccionado el arcano, la fórmula para alargar la vida. El secreto por el que había torturado inútilmente a Leng tenía que estar allí. Recordó su decepción, rayana en desesperación, al darse cuenta de que Leng ya no tenía pulso, que se había excedido en sus torturas. Ahora ya no importaba. Tenía la fórmula delante de las narices, tal como había dicho Pendergast.

Entonces se acordó de que Pendergast había dicho algo más, algo sobre que Leng trabajaba en otra cosa totalmente distinta. Absurdo. Seguro que lo había dicho para despistar, porque ¿podía concebirse algo superior a la prolongación del ciclo vital humano? Aquella colección mastodóntica de productos químicos, ¿qué utilidad podía tener sino aquella?

Borró las conjeturas de su cabeza. En cuanto se hubiera ocupado de Pendergast y sacado fruto a la joven, le sobraría tiempo para indagaciones. Barrió el suelo con el haz de la linterna. Había más sangre, y una hilera irregular de huellas que penetraban en el pasillo de frascos. Había que tener mucho cuidado, muchísimo. Sólo le faltaba empezar a pegar tiros tan cerca de esos líquidos preciosos, y destruir ni más ni menos que el tesoro en cuya búsqueda había invertido tanto esfuerzo. Levantó la mano, apuntó con la pistola y, al presionar la empuñadura, apareció un puntito rojo en la pared del fondo. Perfecto. Aunque el láser no garantizara una precisión absoluta, reduciría el margen de error al mínimo.

Aflojó la presión sobre la empuñadura láser y se acercó con pies de plomo a la inmensa botica. Entonces vio que cada frasco poseía su correspondiente etiqueta, con el nombre y la fórmula química escritos con una letra alargada y fina. Al llegar al fondo, cruzó un arco agachando la cabeza y entró en una sala igual de estrecha. Los frascos de la segunda estancia contenían productos químicos sólidos: trozos de minerales, cristales que brillaban, polvos obtenidos por molido y virutas de metal. Por lo visto el arcano, la fórmula, era mucho más complicada de lo previsto por el Cirujano. Si no, ¿qué falta le habrían hecho a Leng tantos productos químicos?

Reanudó el seguimiento del rastro de Pendergast. Las huellas habían dejado de formar una línea recta entre las estanterías de frascos. Empezó a ver que en muchos casos se desviaban hacia algún armario concreto, como si Pendergast buscara algo.

Tardó poco en llegar al final del bosque de armarios y acceder a una sala con bóveda de medio punto. El arco del fondo estaba cubierto por un tapiz con ribetes de brocado de oro. Se acercó con sigilo y, antes de emboscarse detrás de una columna, apartó la cortina con el cañón de la pistola y enfocó el hueco con la linterna. Había otra sala, de mayor anchura y superficie y llena de vitrinas de roble y cristal. El rastro de Pendergast iba directamente hacia ellas.

El Cirujano avanzó midiendo cada paso. Las huellas de Pendergast volvían a insinuar que había estudiado la colección, con especial atención hacia determinados armarios. Su rastro empezaba a formar un dibujo más errático, el rastro de un animal gravemente herido. La hemorragia seguía siendo igual de intensa, o más: señal casi segura de que una bala había penetrado en su vientre. No hacía falta darse prisa ni forzar el cara a cara. Cuanto más esperara, más se debilitaría Pendergast.

Llegó a un punto en que la luz de la linterna se reflejó en un charco de sangre de mayor tamaño. Estaba claro que Pendergast se había detenido. Buscaba algo. El Cirujano se acercó a la vitrina para averiguar de qué se trataba, pero vio desmentida su previsión de encontrar más productos químicos. Detrás del cristal había millares de insectos idénticos entre sí: un escarabajo muy raro, con la cabeza irisada y unos cuernos afilados. Pasó a la siguiente vitrina, y le extrañó que sólo contuviera frascos con partes de insectos. En algunos casos eran alas transparentes de libélula; en otros, lo que parecían abdómenes de abeja retorcidos. También había frascos con infinidad de arañitas blancas secas. Cambió de vitrina. La siguiente contenía salamandras disecadas y ranas arrugadas de colores intensos y diversos. Había una hilera de tarros con varias clases de colas de escorpión. Tampoco faltaban tarros llenos de avispas, cuyo sólo aspecto era amenazador. La vitrina de al lado contenía tarros con pececitos secos, caracoles e insectos que al Cirujano no le sonaban de nada. Era como la despensa de una bruja, el lugar donde cocer brebajes y pócimas, pero a lo grande.

Francamente, era muy raro que Leng hubiera considerado necesaria una colección tan nutrida de pócimas y productos químicos. Quizá le hubiera pasado lo mismo que a Isaac Newton: una vejez malgastada en experimentos de alquimia. A fin de cuentas, quizá «el gran proyecto» mencionado por Pendergast fuera algo más que un simple señuelo. Podía tratarse, por qué no, de una lucha infructuosa por convertir el plomo en oro, o de alguna tontería por el estilo.

El rastro de Pendergast se apartaba de las vitrinas y cruzaba otro arco. El Cirujano lo siguió pistola en mano. Detrás parecía que hubiera una serie de salas más pequeñas —más que salas, criptas o recámaras—, cada una de ellas con su correspondiente colección. El rastro de Pendergast iba en zigzag de unas a otras. Más vitrinas de roble, con lo que parecían cortezas de árbol, hojas y flores secas. El Cirujano se detuvo y miró alrededor con curiosidad.

Entonces se recordó que lo más urgente era Pendergast. A juzgar por lo errático de las huellas, ya le costaba caminar. Claro que, conociéndole, podía ser un truco. Se le despertó una sospecha, y se puso de cuclillas al lado del grupo de manchas rojas que tenía más cerca. Aplicó los dedos a una de ellas, se los frotó y se los llevó a la lengua. No cabía duda: era sangre humana, y aún estaba caliente. Eso no se podía simular. Pendergast, sin duda, estaba herido. Gravemente herido.

Se puso de pie, volvió a levantar la pistola y avanzó con sigilo, clavando la luz de la linterna en la oscuridad aterciopelada que tenía delante.