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Examinó la incisión que recorría la parte baja de la columna vertebral de la fuente de suministro, desde el L2 hasta el hueso sacro. Era una verdadera obra de arte, de las que le habían granjeado tan buena fama en la facultad de medicina. Eso antes de que empezasen los contratiempos.

La prensa le había puesto el sobrenombre de Cirujano, y le gustaba. Al mirar hacia abajo, además, lo encontró muy pertinente. Había definido la anatomía a la perfección. Primero una incisión vertical larga desde el punto de referencia por la apófisis espinal, un corte seguido en la piel. Segundo paso, extender la incisión por el tejido subcutáneo, llegando hasta la fascia, dividiendo y ligando las venas mayores con Vicryl 3-0. Tras abrir la fascia, había usado un elevador periostal a fin de separar el músculo de las apófisis y láminas espinales. Había disfrutado tanto que había tardado más de lo previsto, con el resultado de que los efectos paralizantes de la succinilcolina habían empezado a debilitarse, y que desde ese momento había tenido que soportar mucha resistencia y mucho ruido, aunque sin renunciar a la meticulosidad absoluta, como de costurera, de su trabajo. Al retirar los tejidos blancos con una legra, fue apareciendo la columna vertebral, cuyo color gris claro contrastaba con el rojo intenso de la carne que la rodeaba.

El Cirujano sacó otro retractor autoestático de la cubeta de instrumentos y dio un paso atrás para examinar la incisión. Quedó satisfecho: era de manual, con los extremos muy juntos y la parte central en dilatación progresiva. Se veía todo: los nervios, las venas… Toda la arquitectura interior, espléndida. Detrás de las láminas y el ligamento amarillo reconoció la dura transparente de la médula espinal, en cuyo interior latía azulado el fluido espinal, al ritmo de la respiración de la fuente de suministro. Viendo bañada la cola de caballo por el fluido, se le aceleró el pulso. Era, indiscutiblemente, su mejor incisión hasta la fecha.

Pensó que la cirugía era más arte que ciencia, porque requería paciencia, creatividad, intuición y buen pulso. El raciocinio casi no intervenía. Las dosis de intelecto empleadas eran bajas. Se trataba de una actividad que simultaneaba lo físico y lo creativo, como la pintura y la escultura. Él, en caso de haber elegido ese camino, habría sido un buen artista plástico. Claro que tendría tiempo para todo. Tiempo, sí…

Volvió a acordarse de la facultad de medicina. Una vez definida la anatomía, lo siguiente a definir, en circunstancias normales, habría sido la patología. Y lo último, corregirla. Claro que ese, justamente, era el estadio en que su obra empezaba a divergir de una operación normal y a parecerse más a una autopsia.

Se aseguró de tenerlo todo a punto para la extirpación: escoplos, perforador con broca de diamante, cera para huesos… Después miró los monitores que le rodeaban. Aunque se diera la mala suerte de que la fuente de suministro se hubiera desmayado, las constantes vitales se mantenían vigorosas. Ya no se podían hacer más experimentos de mejora, pero en principio no había ningún obstáculo que se opusiera al éxito de la extracción y la preparación.

De momento todo se había ceñido a sus previsiones. Al final resultaba que Pendergast, el gran detective a quien tanto temía, no era tan fiero como lo pintaban. Su captura, gracias a una de las muchas trampas que ofrecía aquella casa tan rara, había sido de una sencillez casi ridícula. En cuanto a los demás, no pasaban de ser un simple incordio. Casi era risible la facilidad con que los había ido eliminando a todos, como de un manotazo. ¿Casi? No, de hecho eran tan patéticos que daban auténtica risa. ¿Y qué decir de la monumental estupidez de la policía? ¿De la gilipollez de los funcionarios del museo? ¡Cuántos buenos momentos! ¡Cuánta diversión! La situación no carecía de justicia, aunque el único en poder apreciarla fuera él.

En fin, ya tenía la meta al alcance de la mano. Estaba seguro de que sólo era cuestión de procesar a los tres que quedaban. ¡Qué irónico que los que le ayudaran a conseguirlo fueran justamente ellos!

Se agachó, sonriendo suavemente, para insertar otro retractor, y fue en ese momento cuando vio moverse algo en el límite de su campo de visión. Se giró. Era el agente del FBI, Pendergast, tranquilamente apoyado en una pared del arco de entrada de la sala de operaciones.

Se irguió, dominando la sorpresa que crecía enojosamente en su interior. Sin embargo, Pendergast tenía las manos vacías. Claro, cómo no iba a estar desarmado. Mediante un movimiento rápido y de máxima eficacia, el Cirujano se apoderó de la pistola del propio Pendergast —una Colt 1911 que estaba sobre la mesa de instrumentos—, quitó el seguro con el pulgar y apuntó al agente. Este seguía apoyado en la pared. Al producirse el cruce de miradas, los ojos claros de gato registraron brevísimamente algo parecido a la sorpresa. Luego Pendergast habló.

—Conque el que torturó y mató a Enoch Leng fue usted. Tenía curiosidad por identificar al impostor. No me gustan las sorpresas, pero reconozco que acabo de llevarme una.

El Cirujano apuntó el arma con cuidado.

—Ya tiene mi pistola en la mano —dijo Pendergast, enseñando las suyas—. Estoy desarmado.

Permanecía apoyado en el arco, como si nada. El Cirujano presionó el gatillo con el índice, y en ese momento, por segunda vez, experimentó algo desagradable: un conflicto interior. Pendergast era muy peligroso. Sin duda, lo mejor era apretar el gatillo y acabar con él de una vez por todas. Sin embargo, pegarle un tiro significaba estropear un espécimen. Por otro lado, tenía que enterarse de cómo había conseguido salir. Y, en tercer lugar, había que tener en cuenta a la chica…

—Aunque empiezo a ver la lógica de todo esto —siguió diciendo Pendergast—. Sí, ahora lo entiendo. El rascacielos de la calle Catherine lo construye usted. Lo de descubrir los cadáveres no fue casualidad. Qué va. Los estaba buscando. ¿A que sí? Ya sabía que era donde los había enterrado Leng hacía ciento treinta años. ¿Cómo se enteró? Ah, sí, ya veo que todo coincide: su interés por el museo, sus visitas al archivo… El que había consultado los fondos de Shottum antes de la doctora Kelly era usted. No me extraña que estuvieran tan desordenados. Ya había sacado lo que le parecía útil. En cambio, no sabía lo de Tinbury McFadden y la pata de elefante. La primera vez que se enteró de lo de Leng y su proyecto, lo de su laboratorio y sus diarios, fue leyendo los papeles personales de Shottum. Claro que luego, al seguirle la pista y encontrarle vivo, no resultó tan hablador como usted quería. No le dio la fórmula. ¿A que ni torturándole? A partir de entonces, a usted no le quedaba más remedio que recurrir a lo que había dejado Leng: sus víctimas, su laboratorio y no sé si su diario, que estarían enterrados debajo del gabinete de Shottum. Y la única manera de conseguirlo era comprar el solar, derribar las casas antiguas y excavar los cimientos de otro edificio. —Pendergast asintió para sí—. La doctora Kelly comentó que en el libro de registro del archivo faltaban páginas, que habían sido cortadas con una hoja de afeitar. Eran las páginas donde salía usted, ¿verdad? Y el único que podía identificarle como asiduo del archivo era Puck. O sea, que tenía que matarle. A él y a los que para entonces ya le estaban siguiendo la pista, que éramos la doctora Kelly, O’Shaughnessy y yo. Porque cuanto menos nos faltara para encontrar a Leng, más cerca estaríamos de usted. —El agente hizo una mueca de dolor—. ¿Cómo es posible que yo no lo entendiera? Menudo botarate. Lo lógico habría sido darse cuenta nada más ver el cadáver de Leng. Y entender que le habían torturado y matado no antes, sino después de que aparecieran los cadáveres de la calle Catherine.

Fairhaven no sonrió. La cadena deductiva era de una precisión pasmosa. Mátale, decía una voz en su cabeza.

—¿Cómo llaman a la muerte los sabios árabes? —siguió diciendo Pendergast—. «La destructora de todos los placeres terrenales». ¡Y con qué razón! Al final, de la vejez, la enfermedad y la muerte no se salva nadie. Algunos se consuelan con la religión, otros negándolo y otros con la filosofía o con el simple estoicismo; pero a usted, que siempre había podido comprarlo todo, la muerte debía de parecerle una injusticia tremenda.

Sin querer, al Cirujano se le apareció la imagen de su hermano mayor, Arthur; vio su joven rostro aquejado de queratosis senil, sus brazos y piernas retorcidos, su piel agrietada por un envejecimiento prematuro atroz. El hecho de que fuera una enfermedad tan poco frecuente, y de que se desconocieran sus causas, no le había procurado ningún consuelo. Pendergast no lo sabía todo. Ni llegaría a saberlo.

Borró la imagen de su mente. Mátale. Sin embargo, y sin saber por qué, su mano se resistía a obedecer. Antes quería oír un poco más.

Pendergast señaló con la cabeza el cuerpo inmóvil que había encima de la mesa.

—Por ese sistema nunca lo conseguirá, Fairhaven. Las facultades de Leng eran infinitamente más refinadas que las suyas. Es imposible que lo consiga.

Falso, se dijo Fairhaven; ya lo he conseguido. Soy como tendría que haber sido Leng. La única manera de que su obra alcance la perfección que se merece es a través de mí.

—Sí, ya —dijo Pendergast—. Pero está mal planteado. Cree que ya lo ha conseguido; pero no lo ha conseguido ni lo conseguirá. Hágase una pregunta: ¿se siente diferente? ¿Nota alguna revivificación en las extremidades, o que la esencia vital se haya revivificado? Si es sincero consigo mismo, seguirá acusando el peso brutal del tiempo; esa corrupción corporal tan tremenda e implacable que sufrimos todos, y constantemente. —Sonrió, pero levemente y con cansancio, como si conociera de sobra lo que acababa de describir—. Resulta que ha cometido una equivocación gravísima.

El Cirujano se quedó callado.

—Lo cierto —dijo Pendergast— es que de Leng, y de su obra, pero de la de verdad, no sabe ni el principio. Una obra en la que el alargamiento de la vida era un simple medio.

Los años de autodisciplina y de aparentar inflexibilidad al más alto nivel empresarial habían enseñado a Fairhaven a no revelar nada, ni en la expresión facial ni en las preguntas que hacía, pero esta vez le costó disimular sus dos emociones sucesivas: sorpresa e incredulidad. ¿Qué obra de verdad? ¿A qué se refería Pendergast? No pensaba preguntárselo. El mejor interrogatorio siempre era el silencio. Quedarse callado era una manera segura de que a la larga a los demás se les escapara la respuesta. Así era el ser humano.

Excepcionalmente, fue Pendergast quien se quedó callado. Continuaba apoyado en el marco de la entrada, mirando las paredes de la sala con una actitud que bordeaba el descaro. El silencio fue alargándose, y el Cirujano empezó a pensar en la fuente de suministro que tenía en la camilla. Echó un vistazo a las constantes vitales sin dejar de apuntar a Pendergast. Buenas, pero a la baja. O reanudaba el trabajo en poco tiempo, o se le estropearía el espécimen.

Mátale, volvió a decir la voz.

—¿Qué obra de verdad? —preguntó Fairhaven.

Viendo que Pendergast seguía callado, notó una contracción de duda, que se apresuró a eliminar. ¿A qué jugaba? Estaba haciéndole perder el tiempo. Seguro que Pendergast también lo perdía con algún objetivo; por lo tanto, lo mejor era matarle cuanto antes. Al menos sabía que la chica no podía escaparse del sótano. A su debido tiempo se encargaría de ella. Tensó el dedo en el gatillo. Entonces Pendergast se decidió a hablar.

—¿Verdad que al final Leng no le dijo nada? No sirvió de nada torturarle, visto que aún sigue dando palos de ciego y asesinando en balde. En cambio, yo sí que conozco a Leng. Y mucho. ¿Se ha fijado en el parecido?

—¿Qué? —dijo Fairhaven. Habían vuelto a cogerle por sorpresa.

—Leng era tío tatarabuelo mío.

De repente, al comprenderlo, Fairhaven aflojó la presión de su mano en la pistola, mientras acudía a su memoria la cara pálida y de facciones delicadas de Leng, su cabello blanco y el azul clarísimo de sus ojos; unos ojos que ni siquiera en los más crueles momentos le habían dirigido una mirada de súplica, de ruego. Los ojos de Pendergast eran idénticos. Sin embargo, Leng había muerto, y su pariente también moriría.

También, dijo la voz, cada vez más insistente. La información que tenga no es tan importante como su muerte. No vale la pena arriesgarse por esta fuente de suministro. Mátale.

Volvió a presionar el gatillo. A aquella distancia no podía fallar.

—¿Sabe que está escondido aquí, en la casa? El gran proyecto de Leng. Y usted sin encontrarlo. Siempre ha buscado lo que no había que buscar. El resultado es que se morirá de viejo, lentamente, con mucho sufrimiento. Igual que todos. No puede tener éxito.

Aprieta el gatillo, insistía la voz en su cabeza.

Sin embargo, el tono del agente le hizo titubear. No sólo sabía algo, sino que ese algo era importante. No hablaba por hablar. Fairhaven tenía experiencias con faroleros, y no era el caso.

—Diga enseguida lo que tenga que decir —le ordenó—. Si no, le mato ahora mismo.

—Acompáñeme y se lo enseñaré.

—¿Enseñarme el qué?

—En lo que de verdad estaba trabajando Leng. Está en la casa. Justo delante de sus narices.

Ahora, lo que tenía Fairhaven en su cabeza ya no era una sutil voz, sino prácticamente un grito. No le dejes seguir hablando. Da igual lo importante que sea la información. Al final reconoció lo acertado del consejo, y lo siguió.

Pendergast estaba apoyado en la pared, con el cuerpo desequilibrado y las manos a la vista. Era imposible que, en lo que duraba un disparo, metiera una de ellas en la chaqueta y sacara un arma de reserva. Además no iba armado, porque Fairhaven le había registrado a fondo. Volvió a apuntarle, contuvo la respiración e incrementó la presión sobre el gatillo. De repente se oyó una detonación, y Fairhaven notó el culatazo en la mano. Supo enseguida que el disparo había dado en el blanco.