Nora se encerró con llave en el despacho, dejó el paquete en una silla y retiró todos los papeles y montañas inestables de publicaciones que había en el escritorio. Eran las ocho y pico de la mañana, y parecía que el museo todavía dormía. A pesar de todo, miró la ventanilla de la puerta, se acercó a ella (con un impulso de culpa que no acababa de entender) y bajó la persiana. Luego se esmeró en tapar el escritorio con papel blanco no ácido (que pegó con cinta adhesiva en las esquinas), añadió otra capa y colocó en un lado de la mesa una serie de bolsas de muestras, probetas tapadas y pinzas. Lo siguiente que hizo fue abrir un cajón y repartir los artículos que se había llevado del solar: monedas, un peine, cordel y vértebras. Por último, depositó el vestido sobre el papel. Lo manipulaba con suavidad, casi con miedo, como para compensar el mal trato que había recibido en las últimas veinticuatro horas.
La noche anterior, ante la negativa de ella a abrir enseguida el vestido y ver qué decía en el papel de dentro (suponiendo que dijese algo), Smithback se había puesto como una auténtica fiera. Nora evocó su imagen, con el disfraz de mendigo y la típica indignación de los periodistas que quieren saber algo. Pues no, no se había dejado convencer. Ahora que habían destruido el yacimiento, estaba decidida a exprimir el máximo de datos del vestido. Y como Dios mandaba.
Se apartó un poco del escritorio. La luz del despacho era abundante, y le permitía examinar el vestido con sumo detalle. Era largo, bastante sencillo, de lana verde y basta. Por la altura del cuello, el corte estilizado del cuerpo y los pliegues largos de la falda, parecía del siglo XIX. Tanto la parte superior como la falda presentaban un forro de algodón blanco, amarilleado por el tiempo.
Palpó la parte inferior y detectó un crujido de papel justo debajo de la cintura. Todavía no, se dijo, sentándose al escritorio; vayamos paso a paso.
El vestido estaba manchadísimo, aunque, a falta de análisis químico, no se podía saber de qué. Algunas manchas parecían de sangre y fluidos corporales; otras podían pasar por grasa, hollín o cera. Los bajos estaban deshilachados, y en varias partes rotos. En el resto de la tela también había desgarraduras, las más grandes de las cuales habían sido minuciosamente remendadas. Examinó con lupa las manchas y los rotos. Los arreglos estaban hechos con varios hilos de colores, ninguno de ellos verde: un apaño de chica pobre, aprovechando lo que hubiera a mano.
No se observaba acción de insectos ni de roedores. Tapiar el nicho había servido de medida protectora. Nora cambió la lente de la lupa y profundizó en el examen. Vio bastante tierra, con varios granos negros que parecían carbón. Cogió unos cuantos con las pinzas y los guardó en un sobrecito de glasina. En otras bolsas guardó arenilla, tierra, pelos e hilos. Había partículas todavía más pequeñas que las de arenilla. Cogió un estereomicroscopio portátil, lo puso encima de la mesa y lo enfocó.
Enseguida aparecieron decenas de piojos, muertos, secos y aferrados a la tela basta, entre algunos bichos de menor tamaño y varías pulgas gigantes. Sin querer, apartó la cabeza. Después sonrió y miró más a fondo. El vestido era un paisaje frondoso de extraños especímenes biológicos, amén de presentar toda una gama de sustancias que habrían dado varias semanas de trabajo a cualquier químico forense. Pensó si valía la pena pedir un análisis, pero al calcular el coste aparcó la idea para más adelante y acercó las pinzas con la intención de seguir cogiendo muestras.
De repente, el silencio del despacho parecía demasiado sepulcral. Notó un hormigueo en la nuca, y al girarse estuvo a punto de gritar. Tenía detrás al agente especial Pendergast, con las manos en la espalda.
—¡Caray! —dijo Nora, saltando de la silla—. ¡Qué susto me ha dado!
Pendergast hizo una pequeña reverencia.
—Mil disculpas.
—Creía que había cerrado con llave.
—En efecto.
—¿Entonces? ¿Es mago, agente Pendergast, o ha forzado la puerta?
—Puede que las dos cosas a la vez, aunque las cerraduras del museo son tan rudimentarias que el verbo «forzar» resulta excesivo. Tengo que ser discreto, porque aquí se me conoce.
—¿Sería mucho pedirle que la próxima vez avise?
Pendergast miró el vestido.
—Esto no lo tenía ayer por la tarde.
—Es verdad.
El agente asintió.
—Veo que es mujer de recursos, doctora Kelly.
—Volví ayer por la noche y…
—Por favor, no entremos en detalles sobre actividades dudosas. En todo caso, felicidades.
Nora vio que estaba satisfecho. Pendergast hizo un gesto con la mano.
—Siga.
Nora reanudó su trabajo, y al poco rato le oyó decir:
—En el túnel había muchas prendas. ¿Por qué ha elegido precisamente esta?
La respuesta de Nora consistió en dar la vuelta a los pliegues de la falda y revelar un retal mal cosido en el forro de algodón. Pendergast se acercó enseguida.
—Dentro hay un papel —dijo ella—. Lo encontré justo antes de que cerraran el yacimiento.
—¿Me presta la lupa?
Nora se la pasó por encima de la cabeza. Pendergast se inclinó hacia el vestido y lo examinó con tal profesionalismo que Nora quedó sorprendida, y admirada.
—Esto está cosido de cualquier manera —dijo el agente, poniéndose derecho—. Fíjese en lo cuidado que está el resto de las costuras, y de los remiendos. Se nota que era lo mejor del vestuario de su dueña. En cambio, estas costuras de aquí están hechas con hilos sacados del propio vestido, y los agujeros son irregulares. Para mí que están hechos con una astilla. La persona que lo cosió no disponía ni de tiempo ni de aguja.
Nora desplazó el microscopio hacia el remiendo y usó la cámara incorporada para hacer fotos con distintos aumentos. Después puso una lente macro y realizó otra serie. Sabiéndose observada por Pendergast, trabajaba con gran eficacia.
Apartó el microscopio y cogió las pinzas.
—Ahora a abrirlo.
Sacó con gran delicadeza el final del hilo, y empezó a deshacer la costura. Hicieron falta unos cuantos minutos de minuciosa labor para soltar el remiendo. Entonces metió el hilo en una probeta, y levantó el parche.
Debajo había un papel arrancado de la página de un libro, y doblado dos veces.
Nora metió el parche en otra bolsa hermética de plástico y desdobló el papel con dos pinzas de puntas de goma. Dentro había un mensaje garabateado en marrón. Pese a la presencia de algunas partes manchadas y descoloridas, se leía perfectamente:
Me YaMo MaY GreeNe de 19 aÑos bibo eN la caYe WaTTer 19.
Nora puso el papel en la bandeja del estereomicroscopio y lo examinó a poca potencia. Después de un rato se apartó, y Pendergast la sustituyó con impaciencia en los oculares. Al cabo de varios minutos de observación, también se apartó y dijo:
—Puede que esté escrito con la misma astilla.
Nora asintió con la cabeza. Las letras estaban raspadas.
—¿Me deja hacer una prueba? —dijo él.
—¿Cuál?
El agente sacó una probeta pequeña y con tapa.
—Consiste en quitar una pequeña muestra de tinta con un disolvente.
—Adelante.
—¡Qué raro que Pendergast llevara productos químicos de forense en los bolsillos! Claro que ¿dejaba de llevar algo en aquel traje negro sin fondo?
Pendergast destapó la probeta y sacó una torunda minúscula, que aplicó al extremo de una letra guiándose por el microscopio. Después volvió a meter la torunda en la probeta, la sacudió un poco y la acercó a la ventana. El líquido tardó poco en ponerse azul. Se giró hacia Nora y la miró.
—¿Qué? —preguntó ella.
Sin embargo, ya le había leído el resultado en la cara.
—Doctora Kelly, la nota está escrita con sangre humana, sin duda con la de la propia joven.