Hubo un momento en que la niebla se hizo más densa. Pendergast mantuvo la concentración, hasta que saltaron chispazos anaranjados y amarillos. Notó calor en la cara. La bruma empezaba a disiparse.
Estaba en la calle, delante del Gabinete de Producciones y Curiosidades Naturales J. C. Shottum. Era de noche. El gabinete se había incendiado. Por las ventanas de la planta baja y el primer piso salían llamas muy grandes rodeadas por un remolino de humo negro y pestilente. Varios bomberos y un grupo de policías corrían como locos alrededor del edificio, aislándolo con cuerdas y empujando a los mirones para que se apartaran del fuego. En el lado interior de la cuerda, varios pelotones de bomberos lanzaban chorros de agua a las llamas sin conseguir apagarlas, mientras otros corrían a mojar las farolas de gas de la acera.
El calor era una fuerza física, un muro. Pendergast, que estaba de pie en la esquina, miró con interés el coche de bomberos: consistía en una caldera grande y negra con ruedas de carro, que escupía vapor, y en cuyos laterales empañados se leía en letras de oro AMOSKEAG MANUFACTURING COMPANY. A continuación se giró hacia los mirones. ¿Estaría Leng entre ellos, admirando su obra? No, seguro que se había marchado mucho antes. No era ningún pirómano. Estaría a salvo en su casa de los barrios altos, cuya situación exacta se desconocía.
Gran pregunta, la de la situación de la casa, pero había otra que podía ser aún más urgente: ¿adónde había trasladado Leng su laboratorio?
Se oyó un ruido tremendo, de algo rompiéndose. Las vigas del techo se hundieron entre una lluvia de chispas, y la multitud, impresionada, elevó un coro de murmullos. Tras un último vistazo al edificio, que estaba condenado a durar muy poco, Pendergast se metió entre el público.
Llegó corriendo una niña pequeña, como mucho de seis años, con ropa muy gastada y un demacramiento que asustaba. Tenía en la mano una escoba de paja hecha polvo, con la que barrió a conciencia la esquina de la calle, limpiándola de estiércol y basura pestilente con la patética esperanza de recibir algo de calderilla.
—Gracias —dijo Pendergast, arrojándole varios centavos grandes de cobre.
La niña los miró con los ojos como platos, sin dar crédito a su suerte, e hizo una torpe reverencia.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó amablemente Pendergast.
A juzgar por la mirada de sorpresa de la niña, los adultos no solían dirigirse a ella con tanta afabilidad.
—Constance Greene, señor —contestó.
—¿Greene? —Pendergast frunció el entrecejo—. ¿De la calle Water?
—No, señor; ya no.
Parecía asustada por algo. Volvió a hacer una reverencia y, dando media vuelta, se mezcló con la multitud de una bocacalle. Pendergast contempló el sucio panorama de hirviente humanidad, hasta que, con expresión turbada, rehízo su camino. En la entrada del restaurante Brown’s, un pregonero recitaba el menú en forma de letanía vociferante, atropellada y sin fin. Pendergast caminaba pensativo, oyendo la campana del ayuntamiento, que daba la voz de alarma del incendio. Al cruzar Bowery y meterse por Park Row pasó al lado de una farmacia cerrada a cal y canto, en cuyo escaparate se alineaban botellas de tamaños y colores diversos, milagrosos elixires para cualquier menester.
De repente, cuando llevaba recorridas dos manzanas de Park Row, se detuvo. Su atención ya era completa, y tenía abiertos los ojos al mínimo detalle. Aquella zona de la vieja Nueva York la había investigado de manera exhaustiva; tanto, que la bruma de su construcción mental se retiró a la lejanía. En aquel punto, las calles Baxter y Warth formaban ángulos cerrados con Park Row, formando un mosaico de cruces que recibía el nombre de Five Points. En el paisaje urbano de desolación y deterioro que se ofrecía a su vista, faltaban por completo el jolgorio y la despreocupación observadas en Bowery.
Treinta años antes, en la década de 1850, Five Points había sido el peor barrio, no sólo de toda Nueva York, sino de Estados Unidos; peor, incluso, que los Seven Dials de Londres. Triste, miserable y peligroso, lo seguía siendo; en él vivían cincuenta mil delincuentes, drogadictos, prostitutas, huérfanos, timadores y maleantes de todo pelaje. Las calles eran torcidas, llenas de agujeros y de surcos peligrosos que rebosaban basura. Los cerdos se paseaban a sus anchas, hozando y revolcándose en la podredumbre de las cunetas. Las casas presentaban un aspecto de envejecimiento prematuro, con las ventanas rotas, los tejados de cartón alquitranado medio suelto y las vigas combadas. El cruce sólo estaba iluminado por una farola de gas. Todo eran callejones perdiéndose en la oscuridad. En las plantas bajas, las puertas de las tabernas, abiertas de par en par, aliviaban el calor del verano y dejaban salir un olor pestilente a alcohol y humo de puro. Apenas había portal sin una mujer que, con los pechos al aire, entretuviera la espera cruzando insultos con las putas de los salones vecinos, o bien interpelando al transeúnte con tono provocativo. En la acera de enfrente, las pensiones de mala muerte, de cinco centavos por noche, plagadas de bichos y de enfermedades, alternaban con establos medio en ruinas donde se daba salida a lo robado.
Pendergast lo observó todo con gran detenimiento, fijándose en la topografía y la arquitectura por si le proporcionaban alguna pista o eslabón oculto al que no se pudiera acceder mediante el simple estudio de las fuentes históricas. Después de un rato dirigió sus pasos hacia el este y se encaminó a un edificio muy grande de cinco plantas que, maltrecho y escorado, ni a la luz de la farola perdía su oscuridad. Se trataba de la antigua Old Brewery, la que fuera la peor casa de pisos de Five Points, así llamada por albergar una fábrica de cerveza. Se sabía de niños que, por la mala suerte de haber nacido en ella, habían tardado años, y hasta meses, en respirar el aire exterior. Hacía cierto tiempo que, gracias a una iniciativa benéfica, se había convertido en el «hogar industrial de Five Points», proyecto pionero de renovación urbana al que, en 1880, el doctor Enoch Leng había ofrecido gratuitamente sus servicios médicos. La colaboración se había extendido hasta principios de los años noventa, en concreto hasta la fecha en que la pista del buen doctor se cortaba bruscamente.
Pendergast se acercó lentamente al edificio. En el último piso, un resto de letras pintadas —un viejo anuncio de la Old Brewery— dominaba en altura al rótulo del hogar industrial Five Points, más nuevo y más limpio. Se planteó entrar, pero renunció. Antes tenía pendiente otra visita.
Detrás y al este del hogar industrial, partía hacia el norte una angosta calleja sin salida. Su oscuridad filtraba un aire húmedo y fétido. Muchos años antes, en la época en que Five Points no pasaba de ser una especie de estanque pantanoso conocido como el Collect, Aaron Burr había instalado una bomba subterránea de gran tamaño para los manantiales naturales de la zona, y con ello había fundado la Compañía de Aguas de Nueva Amsterdam. Sin embargo, el estanque se había ido contaminando, hasta su conversión en tierra firme destinada a la construcción de casas.
Pendergast se detuvo, pensativo. En fechas posteriores el callejón había recibido el nombre de Cow Bay, y había sido la calle más peligrosa de Five Points, agolpamiento de casas altas de madera que alojaban a alcohólicos violentos, capaces de pegarle un navajazo a cualquiera sólo para robarle la ropa que llevaba encima. Consistían, como tantos edificios de Five Points, en un laberinto de estancias pestilentes dotadas de puertas secretas por las que, a través de una red de pasadizos subterráneos, se accedía a otras casas de otras calles, gracias a lo cual los delincuentes no tenían problemas a la hora de escaparse de las fuerzas del orden. A mediados del siglo XIX, la calle presumía de una media de un asesinato por noche. En el momento de la visita de Pendergast era la sede de una empresa de reparto de hielo, un matadero y una subestación abandonada de la red de aguas de la ciudad, clausurada en 1879, al dejarla obsoleta el embalse de la parte alta.
Pendergast recorrió otra manzana y se metió por la calle Little Water, a mano izquierda. Al fondo, haciendo esquina, se hallaba el otro orfanato que gozaba de las atenciones médicas de Enoch Leng. Se trataba de un edificio alto de estilo Beaux Arts, que en su extremo norte contaba con una torre. Sobre el tejado de esta, abuhardillado, había una plataforma pequeña y rectangular protegida por una baranda metálica. El contraste de aquel edificio con las casuchas de madera de su entorno movía a lástima.
Pendergast miró las ventanas, que tenían los dinteles en saliente. ¿A qué se debía que Leng hubiera decidido prestar sus servicios sucesivamente a aquellas dos instituciones benéficas, y en ambos casos en 1880, justo un año antes de quemarse el gabinete de Shottum? Si buscaba una fuente inagotable de víctimas pobres cuya ausencia no quitara el sueño a nadie, mejor elección era el museo que un hogar industrial. A fin de cuentas, a partir de cierto número de desapariciones era inevitable despertar sospechas. Además, ¿por qué aquellos dos asilos en concreto, cuando en la parte baja de Manhattan había tantos? ¿A qué se debía que Leng hubiera elegido actuar —y era de suponer que conseguir sus víctimas— justo en aquel emplazamiento?
Volvió a bajar al empedrado, pensativo, y miró a ambos lados de la calle. De todas las vías públicas por las que había paseado, la única que ya no existía en el siglo XX era Little Water. Habían construido encima de ella, y se había borrado su recuerdo. Desde luego que Pendergast la había visto representada en planos antiguos, pero no existía ninguno que recogiera su trazado en el Manhattan actual.
Llegó un carro de un caballo, seguido por dos cerdos mansos. Las riendas las llevaba un hombre sucio y vestido con harapos, que se anunciaba con una campanilla y cobraba propina por recoger la basura. Pendergast no le prestó atención, sino que volvió a deslizarse hacia la entrada de la callejuela y se detuvo a medio camino. Los planos modernos no lo recogían, a causa de la desaparición de la calle Little Water, pero constató que los dos asilos debían de haber sido contiguos a aquellas casas de pisos tan atroces. Las casas en sí ya no existían, pero debía de haberse conservado el laberinto de túneles que había prestado servicio a sus poco respetables residentes.
Miró a izquierda y derecha de la calle. Matadero, fábrica de hielo, subestación abandonada… De repente todo adquiría sentido.
Se alejó con mayor lentitud, en dirección a la calle Baxter y otros lugares más al norte. Naturalmente que podría haber dado término a su viaje en aquel punto (haber abierto los ojos a los libros, tubos y monitores del presente), pero prefirió mantener la disciplina de su ejercicio mental y volver al hospital Lenox Hill por el camino más largo. Tenía curiosidad por saber si habían controlado el incendio del gabinete de Shottum. Quizá fuera a la parte alta en carruaje. O no, mejor: pasaría por el circo de Madison Square Garden, por Delmonico’s y los palacios de la Quinta Avenida. Había mucho que pensar, mucho más de lo que había previsto. Y no tenía nada de malo hacerlo en 1881.