La habitación del sótano era pequeña y silenciosa. Su sencillez hacía que recordase a una celda de monje. Lo único en romper la monotonía del suelo, una superficie de piedra irregular, y la de las paredes, húmedas e inacabadas, eran una mesa estrecha de madera y una silla rígida e incómoda. La lámpara negra del techo, con su luz espectral, bañaba de azul los cuatro objetos de la mesa: un libro con muescas y moho, una pluma de esmalte, una tira de caucho marrón y una jeringuilla hipodérmica.
El ocupante de la silla fue mirando uno por uno los objetos, perfectamente alineados, y acercó con lentitud una mano a la jeringa. El reflejo de la luz ultravioleta confería a la aguja una belleza de otro mundo. Dentro del tubo de cristal, el suero casi parecía humear.
Contempló el suero y lo hizo correr de un lado para otro, fascinado por sus remolinos y sus infinitos, minúsculos giros. Tenía ante sus ojos el objeto de seculares desvelos: la piedra filosofal, el santo grial, el único nombre verdadero de Dios. Su consecución había exigido muchos sacrificios, tanto por parte de él como de la larga serie de fuentes de suministro humanas que habían dado la vida en aras de su perfeccionamiento. En un caso así, sin embargo, cualquier cantidad de sacrificio era aceptable. Tenía delante todo un universo de vida, confinado en una prisión de cristal. Su vida. ¡Pensar que en el origen de todo estaba un único material, la membrana neuronal de la cola de caballo, el haz de ganglios medulares donde se situaban los nervios de mayor longitud! Bañar todas las células del cuerpo en la esencia de las neuronas, las células que no morían: un concepto sencillísimo, pero, en su desarrollo, de una dificultad lamentable.
El proceso de síntesis y refinamiento era tortuoso. Aun así le procuraba placer, al igual que el rito que estaba a punto de poner en práctica. Para él, crear la reducción final, proceder paso por paso, se había convertido en una experiencia religiosa. Eran como las innumerables claves gnósticas que debe ejecutar el creyente como requisito para que empiece la auténtica plegaria; o como cuando el clavecinista progresa por las veintinueve Variaciones Goldberg antes de llegar a la verdad final, pura y sin adornos, concebida por Bach.
El placer de sus reflexiones quedó empañado fugazmente por el recuerdo de las personas que con mucho gusto le habrían parado los pies; las que se proponían descubrirle, seguir la pista (borrada con esmero) hasta su habitación y detener su noble obra. El más peligroso ya había sido castigado por su osadía, aunque menos terminantemente de lo planeado. Habría, sin embargo, otros métodos y oportunidades.
Dejó en la mesa la jeringa, cogió el diario con encuadernación de piel y levantó la tapa, provocando la brusca irrupción de un nuevo olor en la sala: moho, podredumbre y descomposición. No dejaba de sorprenderle la ironía de que un volumen tan afectado por el paso de los años lograra contener el antídoto contra el desgaste provocado, precisamente, por ellos.
Pasó lentamente las páginas, con ternura y deteniéndose en los años iniciales: años de trabajo duro, de meticulosas investigaciones. Después de un rato llegó al final, donde las anotaciones se conservaban nuevas y frescas. Entonces destapó la pluma y la aplicó cerca de la última entrada, listo para poner por escrito sus nuevas observaciones.
Le habría gustado tomárselo con calma, pero no se atrevía. El suero requería una temperatura muy determinada, y a partir de cierto tiempo perdía su estabilidad. Su mirada recorrió la superficie de la mesa, y suspiró con algo que se parecía a la decepción. Por descontado que no se trataba de tal cosa, puesto que la inyección tendría por resultado la anulación de los venenos y oxidantes del cuerpo, y la detención del proceso de envejecimiento; todo lo que, en suma, se les había escapado durante tres docenas de siglos a los mejores cerebros.
Acelerando sus movimientos, cogió la tira de caucho, se la ató por encima del hombro del brazo derecho, dio un golpecito de uña a la vena que empezaba a marcarse, aplicó la aguja a la fosa antecubital y la clavó.
Cerró los ojos.