Cruzando lentamente el gentío, Nora abandonó la calle Canal y se metió por Mott. Eran las siete de la tarde, viernes, y Chinatown era un hervidero. Las alcantarillas aparecían cubiertas por hojas de periódicos en apretada letra china. En las aceras, los puestos de venta de pescado ofrecían una gama muy variada y exótica de especies sobre hielo. Los escaparates exhibían patos y calamares en ganchos. Los clientes, chinos en su mayoría, se empujaban y gritaban como locos bajo la mirada curiosa de los turistas.
El Ten Ren’s Tea and Ginseng Company quedaba en la misma manzana, a un centenar de metros. Nora abrió la puerta y penetró en un sala larga, luminosa y ordenada. El aire de la tetería estaba perfumado por incontables aromas. Al principio le pareció que no había nadie en la tienda, pero se fijó un poco más y vio a Pendergast en una mesa del fondo, entre expositores de ginseng y jengibre. Habría jurado que segundos antes la misma mesa estaba desocupada.
—¿Toma té? —preguntó Pendergast viéndola acercarse, y le hizo señas de que se sentara.
—A veces.
Por una avería del metro entre estación y estación, Nora había dispuesto de veinte largos minutos para ensayar lo que diría. Su intención era acabar cuanto antes y poner tierra de por medio.
Por desgracia, Pendergast no tenía ninguna prisa. Saltaba a la vista. Se quedaron sentados y mudos, enfrascado el agente en una hoja llena de ideogramas chinos. Nora pensó que quizá fuera la lista de tés, pero le pareció que había demasiados artículos. Seguro que en el mundo no había tantos tés.
Pendergast se giró hacia la dependienta (una mujer menuda y vivaracha) y le dijo algo muy deprisa.
—Knee hway shoh gwahng dong hwa ma?
Ella negó con la cabeza.
—Bu, woa hway shoh gwo yu.
—Na yieh hng how. Knee jin tien yi nar tsong tsa?.
La dependienta se marchó y volvió con una tetera de cerámica, con la que llenó una minúscula taza que dejó frente a Nora.
—¿Habla chino? —preguntó esta a Pendergast.
—Mandarín, sólo un poco. Reconozco que con el cantonés me manejo bastante mejor.
Nora se quedó callada. En el fondo no le sorprendía.
—Té real oolong de osmanthus —dijo Pendergast, señalando la taza de Nora con la cabeza—. Uno de los mejores del mundo. Los arbustos crecen en laderas orientadas al sol, y sólo se recogen los brotes en primavera.
Nora levantó la taza, y le llegó a la nariz un aroma muy fino. Probó un sorbo y descubrió una mezcla compleja de té verde y otros gustos de gran exquisitez.
—Muy bueno —dijo al dejar la taza en la mesa.
—Sí, mucho.
Pendergast la miró un rato y volvió a decir algo en mandarín. La dependienta llenó una bolsa, la pesó, la etiquetó y garabateó el precio en el envoltorio de plástico, que entregó a Nora.
—¿Es para mí? —preguntó ella.
Pendergast asintió.
—De usted no quiero regalos.
—Acéptelo, por favor. Va muy bien para la digestión, y como antioxidante es insuperable.
Nora la cogió de mala gana, hasta que vio el precio.
—¡Eh, un momento! ¿El precio son doscientos dólares?
—Le durará tres o cuatro meses —dijo Pendergast—. En el fondo es barato, porque si tiene en cuenta…
—Oiga, señor Pendergast —dijo Nora, dejando la bolsa en la mesa—, venía a decirle que ya no puedo colaborar con usted. Me juego mi carrera en el museo, y no pienso dejarme convencer por una bolsita de té, aunque valga doscientos dólares.
Pendergast escuchaba atentamente, con la cabeza un poco inclinada.
—Me han dado a entender, y de manera bastante clara, que tengo prohibido seguir ayudándole. A mí me gusta mi trabajo, y, como siga con esto, me despiden. Ya me despidieron una vez, al cerrar el museo Lloyd, y no puedo permitirme la segunda. Necesito el empleo.
Pendergast asintió.
—Brisbane y Collopy me han dado los fondos para las pruebas de carbono. Ahora tengo mucho trabajo por delante, y no me queda ni un minuto libre.
Pendergast seguía atento y a la espera.
—Además, ¿para qué me necesita? Soy arqueóloga, y ya no queda ningún yacimiento por investigar. La carta ya la tiene fotocopiada. Por otro lado, usted es del FBI, y seguro que hay un montón de especialistas a su servicio.
Pendergast se quedó callado mientras Nora tomaba un poco de té y hacía mucho ruido al depositar la taza.
—Pues nada, ya está todo dicho —concluyó ella.
Pendergast se decidió a hablar.
—Mary Greene vivía a pocas manzanas de aquí, en la calle Water. En el dieciséis. La casa todavía existe. Son cinco minutos a pie.
Nora le miró con una contracción de sorpresa en las cejas. No se le había ocurrido que estuvieran tan cerca del barrio de Mary Greene. Se acordó de la nota escrita con sangre. Mary Greene había sido consciente de que la matarían, y su deseo era muy simple: no morir en el completo anonimato.
Pendergast le cogió el brazo suavemente y dijo:
—Vamos.
Nora no lo apartó. Pendergast volvió a hablar con la dependienta, cogió el té con una ligera inclinación, y al poco tiempo estaban en la calle, entre la muchedumbre. Caminaron por la calle Mott y, tras cruzar la calle Bayard y la plaza Chatham, penetraron en un laberinto de callejones oscuros que lindaba con East River. El ruido y el ajetreo del barrio chino dieron paso al silencio de los edificios industriales. Se había puesto el sol, dejando en el cielo un resplandor que apenas recortaba los edificios por arriba. Al llegar a la calle Catherine se dirigieron al sudeste, no sin que Nora, curiosa al pasar por la calle Henry, echara un vistazo al nuevo rascacielos residencial de Moegen-Fairhaven. Las excavaciones habían ganado mucha profundidad, y del fondo oscuro surgían, robustos, cimientos y paredes maestras, entre barras metálicas que brotaban como juncos del hormigón recién vertido. No quedaba nada del túnel de la carbonera.
Llegaron enseguida a la calle Water, bordeada por fábricas y almacenes antiguos, y casas de pisos decrépitas. Al fondo se movía lentamente East River, morado, casi negro a la luz de la luna. Tenían el puente de Manhattan prácticamente encima, y a la derecha el de Brooklyn, que al salvar el río reflejaba toda su extensión en las oscuras aguas, pautada por una hilera de luces brillantes.
Cerca de Market Slip, Pendergast se detuvo frente a una casa de pisos vieja. Se veía luz amarillenta en una ventana, señal de que aún había inquilinos. A pie de calle, en la fachada, había una puerta de metal, y al lado un interfono abollado con una serie de botones.
—Ya hemos llegado —dijo Pendergast—. Es el dieciséis.
Siguió hablando mientras oscurecía cada vez más.
—Mary Greene era de familia trabajadora. Su padre había sido granjero al norte del estado, pero al arruinarse vino aquí con toda la prole. Trabajaba de estibador en los muelles, pero cuando Mary tenía quince años se quedó huérfana de padre y madre, por culpa de una pequeña epidemia de cólera. El agua estaba contaminada. Tenía un hermano menor de siete años, Joseph, y una hermana de cinco, Constance.
Nora no dijo nada.
—Mary Greene intentó trabajar de lavandera y de costurera, pero se ve que no le llegaba para pagar el alquiler. No había más trabajo, ni ninguna otra manera de ganar dinero, y les echaron. Al final Mary hizo lo necesario para dar de comer a sus hermanos, a quienes, evidentemente quería mucho: se hizo prostituta.
—Qué horror —murmuró Nora.
—Pues aún falta lo peor. A los dieciséis años la arrestaron. Debió de ser entonces cuando sus dos hermanos menores se convirtieron en niños de la calle. Después de eso ya no constan en ningún archivo de la ciudad. Lo más probable es que se murieran de hambre. En mil ochocientos setenta y uno se calculaba que había veintiocho mil niños sin casa viviendo por las calles de Nueva York; pero bueno, volviendo a Mary Greene, más tarde la ingresaron en un asilo de la calle Delancey. Más que nada las hacían trabajar, pero era mejor que la cárcel. A primera vista debió de parecer que Mary Greene había tenido suerte.
Pendergast se quedó callado. Sonó a lo lejos la nota triste de una barcaza en el río.
—¿Qué le pasó luego?
—La pista de los documentos termina en la puerta del asilo —contestó Pendergast.
Se giró hacia ella. En el crepúsculo, su cara, de tan blanca, casi parecía que brillara.
—Enoch Leng, el doctor Enoch Leng, ofrecía sus servicios médicos tanto al asilo de Mary como al hogar industrial de Five Points, un orfanato que estaba en lo que ahora es la plaza Chatham. Lo hacía gratis. Ya sabemos que en la década de mil ochocientos setenta el doctor Leng tenía habitaciones alquiladas en el último piso del gabinete de Shottum. Me imagino que tendría casa en alguna otra parte de la ciudad. Su relación con los dos asilos empezó más o menos un año antes de que se incendiara el gabinete de Shottum.
—La carta de Shottum demuestra que los asesinatos los cometió Leng.
—En efecto.
—Entonces, ¿para qué quiere que le ayude?
—Leng casi no está documentado. He buscado en la Historical Society, en la biblioteca municipal y en el ayuntamiento, y es como si lo hubieran borrado de los archivos. Sospecho, y con fundamento, que la documentación la destruyó el propio Leng. Por lo visto, fue de los primeros que apoyaron al museo, y le entusiasmaba la taxonomía. Considero posible que en el museo haya más documentos referentes a él, al menos de manera indirecta. Tienen un archivo tan grande y desorganizado que sería prácticamente imposible expurgarlo.
—¿Y por qué yo? ¿No sería más fácil que el FBI pidiera los documentos con una orden judicial?
—En cuanto se pide un documento de manera oficial, lo típico es que desaparezca. Eso suponiendo que supiéramos cuáles pedir. Por otro lado, la he visto trabajar, y hay poca gente con su grado de competencia.
Nora se limitó a negar con la cabeza.
—El señor Puck nos ha ayudado mucho —dijo Pendergast—, y es de suponer que siga haciéndolo. Y otra cosa: la hija de Tinbury McFadden aún está viva. Vive en una casa vieja de Peekskill. Tiene noventa y cinco años, pero me han dicho que conserva la lucidez. Es posible que pueda decirnos muchas cosas acerca de su padre, y tengo la intuición de que con una mujer joven, como usted, se le soltará mucho más la lengua que con un agente del FBI.
—En todo este tiempo aún no ha explicado por qué le interesa tanto el caso.
—El motivo de mi interés por el caso carece de importancia. Lo importante es que no se puede permitir que un ser humano salga impune de un crimen así. Ni siquiera si hace tiempo que murió. A Hitler no le perdonamos. Es importante recordar. El pasado forma parte del presente. A veces demasiado, como ahora.
—Lo dice por los dos asesinatos de estos días.
Era la comidilla de toda la ciudad, y se observaba un consenso sobre tres palabras: «asesinato por imitación».
Pendergast asintió sin decir nada.
—Pero ¿a usted, sinceramente, le parece que los asesinatos están relacionados con lo nuestro? ¿Que hay un loco que ha leído el artículo de Smithback y se dedica a copiar los experimentos de Leng?
—Sí, yo creo que están relacionados.
Ya era de noche. La calle Water, y los muelles del fondo, estaban despoblados. Nora volvió a estremecerse.
—Oiga, señor Pendergast, me gustaría ayudar, pero es lo que le he dicho: no veo ninguna manera de seguir colaborando. Personalmente, le aconsejaría investigar los asesinatos de ahora, no los otros.
—Es justo lo que estoy haciendo. La solución de los últimos asesinatos está en los anteriores.
Nora le miró con curiosidad.
—¿En qué sentido?
—No es el momento de explicarlo, Nora. Todavía me falta información. De hecho, es posible que ya haya dicho demasiado.
Nora suspiró de irritación.
—Pues lo siento mucho, pero el fondo de la cuestión es que no puedo jugarme otra vez el empleo. Y menos si no me da más datos. Me entiende, ¿no?
Hubo un momento de silencio.
—Desde luego. Respeto su decisión.
Pendergast se inclinó ligeramente, y se las arregló para conferir un toque de elegancia a tan sencillo gesto.
Pendergast pidió al chófer que le dejara a una manzana de donde tenía su apartamento. El Rolls-Royce se alejó como una seda, mientras él, ensimismado, caminaba por la acera. A los pocos minutos se detuvo y contempló su residencia: el edificio Dakota, una mole llena de gárgolas que hacía esquina con Central Park West. Sin embargo, la imagen que tenía en la cabeza no era la de aquella construcción, sino la de la casa de pisos, pequeña y vetusta, que correspondía al número 16 de la calle Water, antigua residencia de Mary Greene.
Como la casa no podía contener datos concretos, no había valido la pena registrarla, pero algo poseía, algo menos definido. En un momento así, lo que necesitaba Pendergast, además de los hechos y los personajes del pasado, era sentirlo, palparlo. En aquella casa había crecido Mary Greene. Su padre había participado en el gran éxodo posterior a la guerra civil: de las granjas a las ciudades. La infancia de Mary había sido difícil, pero nada impedía que hubiera sido, también, feliz. Los estibadores se ganaban bien la vida. Aquellos adoquines habían asistido a los juegos de Mary, hasta que el cólera le había arrebatado a sus padres, y había vuelto su vida del revés. Existían como mínimo treinta y cinco historias equivalentes a la suya, y todas habían terminado con la mayor crueldad en el osario de cierto sótano.
Al fondo de la manzana se movió algo, y Pendergast se giró. Un viejo vestido de negro, con bombín y cartera de piel, caminaba trabajosamente por la acera. Iba encorvado, y usaba bastón. Casi parecía que las reflexiones de Pendergast hubieran hecho aparecer a una figura del pasado. El viejo se acercaba lentamente, produciendo un sonido débil con los golpes del bastón.
Después de un rato de mirarle por curiosidad, Pendergast se giró de nuevo hacia el Dakota y se concedió unos instantes de ociosidad, a fin de que el aire fresco de la noche le despejara la cabeza; pero no era claridad lo que acudía a ella, sino la imagen de Mary Greene, una niña jugando en un suelo de adoquines.