En su leonera del quinto piso del edificio Times, Smithback, descontento, examinaba la lista que había escrito a mano en su libreta. Las palabras que la encabezaban, «empleados de Fairhaven», estaban tachadas. A la sede de la constructora ya se había encargado Fairhaven de que no pudiera volver. También estaba tachado «vecinos». Del bloque de pisos donde vivía Fairhaven le habían echado a patadas, a pesar de todas sus estratagemas y sus trucos. En cuanto a lo de investigar el pasado del magnate, las consultas a sus primeros socios sólo habían dado dos resultados: o bien una ristra de elogios de puro trámite, o una simple negativa a hacer comentarios.
Lo siguiente que había investigado eran las obras de beneficencia de Fairhaven. El Museo de Historia Natural, para empezar, había sido una auténtica pérdida de tiempo: por razones obvias, quienes conocían a Fairhaven no estaban dispuestos a hablar de él. En cambio, otro proyecto del magnate (la clínica infantil Little Arthur) había arrojado un éxito mayor, suponiendo que en un caso así pudiera hablarse de «éxito». Se trataba de un hospital pequeño de investigación, reservado a niños con enfermedades «huérfanas»: dolencias muy poco frecuentes para las que las empresas farmacéuticas no tenían interés en encontrar una cura. Smithback había conseguido entrar como lo que era (un periodista del New York Times interesado por la obra) sin levantar sospechas, y hasta le habían obsequiado con una visita informal de las instalaciones, pero, al final, más agua de borrajas: los médicos, las enfermeras, los padres y los propios niños entonaban alabanzas a Fairhaven. Daba incluso asco: días de Acción de Gracias, pagas extras navideñas, juguetes y libros para los niños, excursiones al estadio de los Yankees… Fairhaven había llegado al extremo de asistir a algunos entierros, un trago nada agradable. A pesar de los pesares, Smithback, resentido, pensaba lo siguiente: que lo único que demostraba era que Fairhaven ponía mucho esmero en cuidar su imagen pública.
Tenía una larga trayectoria como profesional de las relaciones públicas. Smithback no había encontrado nada. Nada.
Entonces, acordándose de algo, cogió un diccionario hecho polvo de una estantería y buscó la B. Baladí: de escasa importancia.
Devolvió el diccionario a su sitio.
No había más remedio que seguir profundizando, remontarse a la época en que Fairhaven aún no enfocaba su vida con tanta profesionalidad; cuando sólo era un adolescente con acné, un alumno entre tantos. Conque Fairhaven le consideraba un periodista del montón que hacía cosas baladíes. Pues el lunes, al abrir el periódico, no se reiría tanto.
El filón sólo tardó diez minutos de internet en aparecer. Hacía poco que la clase de Fairhaven en el instituto 84, el de la avenida Amsterdam, había celebrado el decimoquinto aniversario de su graduación, y lo había conmemorado con una página web que reproducía el anuario. Fairhaven no había asistido a la reunión, y hasta era posible que no estuviera al corriente de la página web, pero los datos del anuario sobre su persona estaban colgados en la red, y eran de libre acceso: fotos, apodos, clubes, aficiones… Todo. En efecto, allí estaba: un chaval con buena pinta, que salía con sonrisa de engreído en una foto borrosa de graduación. Jersey de pico, camisa a cuadros… Respondía al prototipo de chico urbano de familia rica. Su padre se dedicaba a la construcción, y su madre era ama de casa. En poco tiempo, Smithback se enteró de mil cosas: que había sido capitán del equipo de natación, que su signo del horóscopo era Géminis, que dirigía el club de debate, que su grupo de rock favorito eran los Eagles, que tocaba mal la guitarra, que quería ser médico, que su color preferido era el burdeos, y que había sido votado como el que tenía más posibilidades de acabar siendo millonario.
Mientras recorría la web, Smithback sufrió una recaída en su estado de ánimo. Era todo tan insoportablemente aburrido… Sin embargo, había un detalle que le llamó la atención. Como todos los alumnos, Fairhaven tenía un apodo, y en su caso era «el Cortes». Sintió que su decepción se aliviaba un poco. «El Cortes». No estaría mal que el apodo delatara un interés secreto por torturar animales. Algo era algo.
Además, sólo hacía dieciséis años que se había graduado, y habría gente que se acordara de él. Si existía algún punto negro, Smithback lo encontraría. Que la semana siguiente abriera el periódico, el muy cerdo; vería lo deprisa que se le borraba aquella sonrisa de fatuo.
El instituto 84. Por suerte, sólo quedaba a unos minutos en taxi. Smithback dio la espalda al ordenador, se levantó y cogió la chaqueta.
El instituto estaba en el Upper West Side, en una manzana con muchos árboles entre Amsterdam y Columbus; quedaba relativamente cerca del museo, y era un edificio largo y ocre de ladrillo rodeado por una verja forjada. Para ser un colegio de Nueva York no estaba mal. Smithback se acercó a la puerta principal, la encontró cerrada (claro, por seguridad) y llamó al timbre. Contestó un policía. Smithback le enseñó la acreditación de prensa, y el poli le dejó entrar.
Parecía mentira, pero olía exactamente igual que el instituto donde había estudiado él, lejos en el espacio y el tiempo. Otra coincidencia era la pintura marrón de las paredes. Debe de ser que todos los directores de instituto leen los mismos manuales, pensó al pasar por el detector de metales y seguir al policía hacia el despacho del director.
Éste le remitió a la señorita Kite. Smithback la encontró corrigiendo deberes en su mesa durante una pausa entre clases. Era una mujer guapa y de pelo gris. Al pronunciar el apellido Fairhaven, Smithback se llevó la satisfacción de ver que sonreía, señal de que se acordaba.
—¡Desde luego! —dijo la profesora. Su tono de voz era amable, pero con un matiz de seriedad que a Smithback le informó de que no estaba en presencia de ninguna abuelita inofensiva—. De Tony Fairhaven me acuerdo muy bien, porque iba a la primera clase de duodécimo curso que me asignaron y era uno de los mejores alumnos del colegio. Llegó a la final nacional.
Smithback asintió con deferencia y tomó algunos apuntes. No pensaba usar la grabadora, porque era una manera de que la gente no hablara.
—Cuénteme algo de él. Entre nosotros. ¿Cómo era?
—Un chico muy alegre y popular. Me parece que era capitán del equipo de natación. Un buen alumno, trabajador y versátil.
—¿Tuvo algún lío?
—Claro, como todos. Smithback se esforzó por no demostrar especial interés.
—¿Ah, sí?
—Solía traer la guitarra y tocarla en los pasillos, contraviniendo el reglamento. Tocaba fatal. Más que nada era para hacer reír a los demás alumnos. —Pensó un poco—. Un día provocó un atasco en el pasillo.
—Un atasco. —Smithback hizo una pausa—. ¿Y qué pasó?
—Que le confiscamos la guitarra, y ahí quedó la cosa. Se la devolvimos después de la graduación.
Smithback asintió. Se le había quedado helada la sonrisa de buena educación.
—¿Conocía a sus padres?
—Su padre se dedicaba a la construcción, aunque claro, el que ha llegado tan alto en el negocio ha sido Tony. De su madre no me acuerdo.
—¿Tenía hermanos o hermanas?
—Entonces era hijo único. Por la tragedia familiar, se entiende.
Smithback se inclinó hacia delante sin querer.
—¿Tragedia?
—Su hermano mayor, Arthur, que murió. Alguna enfermedad rara, no sé cuál.
Smithback lo relacionó de golpe.
—¿Y no le llamarían Little Arthur, por casualidad?
—Me parece que sí. Su padre era Big Arthur. Tony se quedó muy afectado.
—¿Cuándo sucedió?
—Estando Tony en décimo curso.
—¿Y dice que su hermano era el mayor? ¿También iba al colegio?
—No. Llevaba muchos años en el hospital. Era una enfermedad muy poco frecuente, que le deformaba.
—¿Cuál?
—Pues la verdad es que no lo sé.
—Dice que Tony estaba muy afectado. ¿En qué sentido?
—Se volvió introvertido, antisocial; pero a la larga lo superó.
—Ya. Claro. A ver, a ver… —Smithback consultó sus apuntes—. ¿Algún problema de alcohol, drogas, delincuencia…?
Intentó decirlo como si no le diera importancia.
—No, no, al contrario. —La respuesta fue seca. La expresión de la profesora se había endurecido—. Oiga, señor Smithback, ¿por qué escribe el artículo, exactamente?
Smithback se esmeró en poner cara de inocente.
—Sólo es un perfil biográfico del señor Fairhaven. Es que queremos dar una imagen completa, con lo bueno y lo malo, ¿sabe? No busco nada en especial. No, claro.
—Ah, bueno. Pues Tony Fairhaven era buen chico, muy antidrogas, antialcohol e incluso antitabaco. Me acuerdo de que ni siquiera tomaba café. —Titubeó—. No sé. Hasta le diría que se pasaba de buen chico. Y a veces no sabías qué pensaba. Era bastante cerrado.
Smithback garabateó unos cuantos apuntes por pura formalidad.
—¿Aficiones?
—Hablaba bastante de ganar dinero. Fuera del colegio trabajaba mucho, y el resultado es que tenía mucho dinero de bolsillo; claro que, teniendo en cuenta su trayectoria, no sorprende. De vez en cuando leo artículos sobre él: que si ha seguido construyendo tal o tal promoción, aunque el barrio proteste… También leí el de usted sobre los descubrimientos de la calle Catherine, desde luego, y no me sorprendió. Es el mismo Tony de antes, pero en adulto.
Smithback se quedó de piedra. Hasta entonces la profesora no había dado indicios de saber con quién hablaba, ni tampoco de haber leído sus artículos.
—Ya que hablamos de su artículo, me pareció muy interesante. E inquietante.
Smithback sintió una oleada de satisfacción.
—Gracias.
—Supongo que es la razón de que le interese Tony. Pues mire, lo de darse tanta prisa y levantar el yacimiento para acabar el edificio es típico de él. Siempre se marcaba muchas metas, y estaba impaciente por llegar al final, acabar, tener éxito. Debe de ser la razón de que le haya ido tan bien como constructor. Por otro lado, cuando consideraba inferior a alguien podía llegar a ser muy sarcástico e impaciente.
No me digas, pensó Smithback.
—¿Y enemigos? ¿Tenía alguno?
—Déjeme pensar… No, no me acuerdo. Era de esos chicos que no son nada impulsivos, de los que siempre piensan todo lo que hacen. Aunque parece que una vez pasó algo por una chica. Se metió en una pelea, y pasó la tarde expulsado. Sin que hubiera puñetazos, eso no.
—¿Y el otro?
—Debía de ser Joel Amberson.
—¿Qué le pasó a Joel Amberson?
—Pues nada. ¿Qué quiere que le pasara?
Smithback asintió y cruzó las piernas. No estaba llegando a ninguna parte. Era el momento de entrar a matar.
—¿Tenía algún apodo? Ya sabe que en el instituto, entre chavales, es lo más normal.
—No me acuerdo de que le llamaran de ninguna otra manera.
—He consultado el anuario que han colgado en la página web.
La profesora sonrió.
—Sí, empezamos hace un par de años y se ve que está teniendo mucho éxito.
—Desde luego. Pues en el anuario sale un apodo.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—«El Cortes».
La profesora contrajo la cara, y volvió a relajarla de golpe.
—Ah, sí, eso.
Smithback se inclinó hacia ella.
—¿Eso?
La profesora soltó una risita.
—Tenían que diseccionar ranas en clase de ciencias naturales.
—¿Y?
—Que a Tony le daba reparo. Se pasó dos días intentándolo, pero no podía. Los demás alumnos le tomaban el pelo, y hubo uno que empezó a llamarle así, «el Cortes». Fue un chiste que se le pegó. Al final superó el apuro, y me acuerdo de que sacó un sobresaliente en ciencias naturales, pero ya sabe que cuando empiezan a llamar a alguien de alguna manera…
Smithback no movía un sólo músculo. Estaba alucinado. Cada vez era peor. Aquel tío era candidato a la beatificación.
—¿Señor Smithback?
Hizo ver que consultaba sus apuntes.
—¿Algo más?
La profesora, amable, rio con suavidad.
—Oiga, señor Smithback, si lo que busca es hacer quedar mal a Tony (y ya veo que sí, porque se le nota en la cara), no se esfuerce. Era un chico normal, y muy trabajador, y parece que de adulto sigue siendo normal y muy trabajador. Si no le importa, tengo que seguir poniendo notas.
Smithback salió del instituto 84 y caminó apesadumbrado hacia la avenida Columbus. No le había salido en absoluto como quería. Había derrochado cantidades ingentes de tiempo, energía y esfuerzo, y volvía con las manos vacías. ¿Podía ser que le fallara la intuición? ¿Que fuera una pérdida de tiempo, un callejón sin salida instigado por las ganas de vengarse? No, impensable. Era un periodista curtido, y sus corazonadas solían ser correctas. Entonces, ¿por qué no encontraba nada sobre Fairhaven?
Al llegar a la esquina, se le fue la vista por casualidad hacia un quiosco, y a la primera plana del New York Post recién salido de imprenta. El titular le dejó paralizado.
¡EXCLUSIVA!
APARECE EL SEGUNDO CADÁVER MUTILADO
El artículo de debajo estaba firmado por Bryce Harriman. Buscó calderilla en el bolsillo, la dejó en el mostrador de madera rayada y cogió un ejemplar, que leyó con las manos temblando:
NUEVA YORK, 10 de octubre. Esta mañana, en Tompkins Square Park (East Village), se ha encontrado un cadáver pendiente de identificar. Se trata, al parecer, de otra víctima del brutal asesino que hace dos días mató a una turista en Central Park.
En ambos casos el asesino diseccionó una parte de la columna vertebral en el momento de la muerte, extrayendo un tramo de ella que, según ha averiguado el Post, recibe el nombre de cola de caballo y consiste en un haz de nervios situado en la base de la columna, semejante a una cola de caballo.
Todo indica que la causa de la muerte fue la disección en sí.
Las mutilaciones de ambas víctimas parecen haber sido efectuadas con cuidado y precisión. Es muy posible que se empleara instrumental quirúrgico. Según ha confirmado una fuente anónima, la policía investiga la posibilidad de que el asesino sea cirujano o médico de otra especialidad.
La disección se ajusta a la descripción de un procedimiento quirúrgico descubierta en un antiguo documento del Museo de Historia Natural. Dicho documento, que estaba escondido en el archivo, describe con detalle una serie de experimentos realizados a finales del siglo XIX por un tal Enoch Leng; experimentos con los que Leng trataba de prolongarse la vida. El 1 de octubre, durante las obras de cimentación de un edificio en la calle Catherine, fueron descubiertas treinta y seis presuntas víctimas de Leng. De éste no se sabe nada más, salvo que tenía relación con el Museo de Historia Natural de Nueva York.
«Se trata de un caso de asesinato por imitación —ha declarado el jefe de policía Karl C. Rocker—. Alguien muy retorcido leyó el artículo sobre Leng y está intentando hacer lo mismo». Rocker se ha abstenido de hacer más comentarios sobre la investigación, salvo que el caso tiene asignados a más de cincuenta detectives, y que se le está dando «la máxima prioridad».
Smithback profirió un grito de angustia. La turista de Central Park era la noticia de asesinato que había cometido la estupidez de rechazar, prefiriendo comprometerse con su director a que traería la cabeza de Fairhaven en una bandeja. Ahora, por si fuera poco haberse pasado un día entero pateando infructuosamente la ciudad, le quitaban de las manos una noticia que había sido el primero en anunciar. ¿Y quién, sino su antigua némesis, Bryce Harriman?
Si a alguien iban a cortarle la cabeza, era a él, a Smithback.