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A Paul Karp le parecía increíble que por fin fuera a probarlo. Había llegado la hora tan esperada, a sus diecisiete años.

Se adentró con ella en el Ramble, la parte más agreste y menos visitada de Central Park. Sin ser perfecto, era lo que había.

—¿Por qué no vamos a tu casa, que sería más fácil? —preguntó ella.

—Es que están mis padres. —Paul la rodeó con sus brazos y le dio un beso—. Tranquila, que aquí se está genial.

La oía respirar, con la cara enrojecida. Miró alrededor, buscando el rincón más oscuro y apartado, y, con las prisas de no querer desaprovechar el momento, se salió del camino y se internó en un matorral de rododendros. Ella le seguía, y sin hacerse la remolona. La idea le dio un pequeño escalofrío de impaciencia. Se dijo que la sensación de soledad era ficticia, que de hecho venía gente a todas horas.

Se abrió camino hasta la parte más frondosa del matorral. Era un día de otoño y, aunque aún faltara un poco para la puesta de sol, el dosel de sicomoros, laureles y azaleas generaba una penumbra verdosa. Intentó convencerse de que era un lugar acogedor, casi romántico.

Acabaron llegando a un claro oculto, un lecho muelle de vinca rodeado de arbustos oscuros. Estaban a salvo de miradas, completamente a solas.

—Paul… ¿Y si nos atracan?

—Aquí dentro no puede vernos ningún atracador —se apresuró a decir él, al mismo tiempo que la abrazaba y la besaba.

La reacción de la joven pasó de vacilante a ardorosa.

—¿Seguro que aquí estamos bien? —susurró.

—Segurísimo. Estamos completamente solos.

Después de un último vistazo a la redonda, Paul se tumbó en la hierba, hizo sentarse a su chica y volvieron a besarse. Entonces Paul le metió las manos por dentro de la blusa, y ella no se lo impidió. Notaba el movimiento de su respiración, la subida y bajada de los pechos. Los pájaros, arriba, montaban un escándalo, y la vinca era como una alfombra verde que les acogía. Bonito marco. Paul pensó que para la primera vez no podía pedirse más. Ya tenía algo que contar. Pero lo importante era que iba a probarlo. Dejaría de ser el hazmerreír de sus amigos, el último virgen del último curso de Horace Mann.

Con renovada urgencia, se arrimó a la joven y le desabrochó algunos botones.

—No aprietes tanto —susurró ella, retorciéndose—, que en el suelo hay muchos bultos.

—Perdona.

Se movieron por el manto de hierba, buscando una superficie más cómoda.

—Ahora se me clava una rama en la espalda.

De repente se quedó callada.

—¿Qué pasa?

—He oído algo.

—Es el viento.

Paul se desplazó un poco más y volvieron a abrazarse. Después se bajó la cremallera y le desabrochó a ella el resto de la blusa, con la sensación de tener los dedos de salchicha y no saber moverlos. El espectáculo de los pechos balanceándose libremente hizo que se le pusiera todavía más dura. Le tocó la barriga desnuda, y deslizó la mano hacia abajo. La de ella, mucho más experta, fue la primera en llegar al objetivo. Al notar que le ceñía, tibia y suavemente, Paul ahogó una exclamación y levantó las caderas.

—Uy, espera, que aún tengo una rama debajo.

Ella se incorporó jadeando y con la melena por los hombros. Paul hizo lo mismo con una mezcla de frustración y deseo, y vio la superficie que habían ocupado. Bajo la hierba aplastada se distinguía una rama de color claro. Metió los dedos por la vinca, la cogió y tiró con rabia para arrancarla, pensando: Maldita rama.

Pasaba algo muy raro. El tacto de la rama no era normal, sino frío y gomoso. Al desenredarla de la hierba, vio que no era ninguna rama, sino un brazo. Las hojas, apartándose con languidez y reticencia, dejaron a la vista el resto del cuerpo. Los dedos de Paul quedaron flácidos, y el brazo volvió a hundirse en la vegetación. La primera en gritar fue ella, que retrocedió con pies y manos, se levantó, tropezó, volvió a levantarse y salió corriendo con los vaqueros desabrochados y la blusa por fuera. Paul también se había levantado, pero parecía que sólo oyera el ruido que hacía la joven en su huida, partiendo ramas. Había ocurrido todo tan deprisa que se le antojó una especie de sueño. Notó que se le desvanecía el deseo, dejando su lugar al horror. Dio media vuelta, pero antes de correr giró enloquecido la cabeza, como si le venciera el impulso de comprobar que era cierto. Los dedos estaban un poco contraídos y con manchas de barro en la piel blanca. El resto estaba en la penumbra, cubierto de hierbajos.