O’Shaughnessy entró en el antedespacho del capitán y buscó automáticamente a Noyes con la mirada. Ya se imaginaba el motivo de que Custer le hubiera convocado. Se preguntó si sacaría el tema de los doscientos dólares de la prostituta, como solía ocurrir cuando se pasaba de independiente, al menos para el gusto de según qué pelotillero. En otras circunstancias le habría dado igual. Había dispuesto de muchos años para practicar el arte de que los comentarios le entraran por una oreja y le salieran por la otra. Qué irónico, pensó, que el marrón fuera a caerle justo ahora, cuando había encontrado una investigación interesante.
Apareció Noyes por la esquina mascando chicle y con una montaña de papeles en las manos. Su labio inferior, perpetuamente húmedo, colgaba bajo una hilera de dientes marrones.
—Ah, eres tú.
Dejó los papeles en su mesa, se sentó con toda la tranquilidad del mundo y acercó la boca a un altavoz.
—Ya ha llegado —dijo.
O’Shaughnessy se sentó observando a Noyes. Siempre mascaba el mismo chicle, uno asqueroso y pasado de moda, con sabor a violeta, que sólo les gustaba a las viejas con dinero y a los alcohólicos. Todo el despacho exterior apestaba a chicle de violeta.
A los diez minutos apareció el capitán en la puerta, subiéndose los pantalones y metiéndose la camisa, y le hizo a O’Shaughnessy un gesto con la barbilla para indicarle que pasara. O’Shaughnessy le siguió al interior del despacho. El capitán se dejó caer en su sillón y le miró fijamente, queriendo ser duro y quedándose en torvo.
—Hay que ver, O’Shaughnessy. —Cabeceó, y le bailaron los mofletes como los de un bulldog—. ¡Hay que ver!
Silencio.
—Dame el informe.
O’Shaughnessy respiró hondo.
—No.
—¿Cómo que no?
—Ya no lo tengo. Se lo di al agente especial Pendergast.
El capitán miró a O’Shaughnessy durante un minuto o más.
—¿Que se lo diste a ese idiota?
—Sí.
—¿Se puede saber por qué?
O’Shaughnessy tardó un poco en responder. No quería que le apartaran del caso, la verdad. Le gustaba trabajar para Pendergast. Mucho.
Era la primera vez en varios años que se quedaba despierto en la cama pensando en el caso, intentando ordenar el rompecabezas y discurriendo nuevos enfoques para la investigación. No por ello, sin embargo, estaba dispuesto a ser un lameculos. Eso desde luego que no.
—Porque me lo pidió para su investigación. Usted me había dicho que le ayudara, ¿no? Pues le ayudé.
Los mofletes empezaron a palpitar.
—Yo creo que me había explicado bien, O’Shaughnessy. No se trataba de ayudarle de verdad, sino de que lo pareciera.
O’Shaughnessy intentó poner cara de desconcierto.
—No sé si le entiendo del todo.
El capitán se levantó, furibundo.
—Sabes perfectamente de qué hablo.
O’Shaughnessy sumó una expresión de sorpresa a la de desconcierto, sin dar su brazo a torcer.
—Pues no.
Ahora los mofletes temblaban de rabia.
—¡Encima descarado! ¡Serás…! —Custer tragó saliva a media frase e hizo un esfuerzo de autocontrol. En su labio superior, gordezuelo y carnoso, habían aparecido gotas de sudor. Respiró hondo—. Te suspendo de tus funciones.
Maldita sea.
—¿Por qué motivo?
—No me vengas con esas, que ya lo sabes. Desobedecer órdenes directas mías, trabajar por libre para el agente del FBI, perjudicar al departamento… y me salto lo de participar en la excavación de la calle Doyers, porque ya es el colmo.
O’Shaughnessy sabía que Custer se había beneficiado del descubrimiento. Para el alcalde había supuesto un desahogo, y en prueba de agradecimiento le había colocado al frente de la investigación.
—Mi misión de enlace con el agente especial Pendergast no ha incurrido en ninguna irregularidad.
—Y un cuerno. Desde el principio me has tenido in albis, aunque te dedicaras a redactar unos informes larguísimos sabiendo que no tengo tiempo de leerlos. Te me has saltado a la torera para conseguir el informe. ¡Coño, O’Shaughnessy! ¡Te doy todas las oportunidades del mundo, y tú me lo pagas así!
—Me quejaré al sindicato. Y otra cosa: que conste por escrito que como católico me ofenden profundamente las palabrotas que usan el nombre de nuestro Salvador.
Se produjo un silencio atónito. O’Shaughnessy vio que Custer estaba a punto de perder por completo los estribos. El capitán balbuceó, tragó saliva y cerró y abrió los puños.
—Sobre lo del sindicato —dijo con la voz ahogada—, tú verás. Sobre lo otro, a ver si te crees que me ganas a misas, beato de tres al cuarto. Yo también voy a la iglesia. Venga, deja aquí la placa. —Dio un puñetazo en la mesa—. Y ahora, en marcha. Te vas a casa y te hierves patata y col, que para algo eres irlandés. Quedas suspendido de tus funciones, pendiente de lo que decida una investigación de asuntos internos. La segunda, todo sea dicho. Ah, y en la sesión del sindicato pediré que te echen del cuerpo. Con el historial que tienes, no será muy difícil de justificar.
O’Shaughnessy sabía que no era ninguna amenaza sin fundamento. Cogió la pistola y la chapa y las dejó en la mesa, primero la una y después la otra.
—¿Algo más? —preguntó con toda su sangre fría.
Le satisfizo ver que la cara de Custer volvía a crisparse de rabia.
—¿Cómo que algo más? ¿Te parece poco? Más te vale ir preparando el currículo, O’Shaughnessy; conozco un McDonald’s de South Bronx donde necesitan un guardia de seguridad para el turno de noche.
Al marcharse, O’Shaughnessy se fijó en que los ojos de Noyes (llorosos, rebosantes de una satisfacción de adulador) seguían su camino hacia la puerta.
Se quedó a la salida de la comisaría, deslumbrado por el sol, y pensó en la cantidad de veces que había subido y bajado con desgana los mismos escalones, de camino hacia la enésima patrulla inútil o el enésimo papeleo sin sentido. No dejaba de ser un poco raro que (a pesar de su pose de despreocupación, mantenida a conciencia) experimentase algo más que una simple punzada de decepción. Pendergast, y el caso, iban a tener que arreglárselas sin él. Suspiró, se encogió de hombros y bajó a la calle. Había llegado al final de su carrera. Y punto.
Se llevó la sorpresa de ver que en la acera había un coche esperando, y de que le resultaba familiar. Era un Rolls-Royce Silver Wraith. Alguien, invisible, mantenía abierta la puerta trasera. Se acercó y metió la cabeza.
—Me han suspendido de mis funciones —dijo al ocupante del asiento de atrás.
Pendergast asintió apoyado en el respaldo de piel.
—¿Por el informe?
—Sí. Y mi error de hace cinco años tampoco es que me haya ayudado mucho.
—Lástima. Le pido disculpas por mi papel en el percance; pero tenga la amabilidad de subir, que no tenemos mucho tiempo.
—¿Ha oído lo que acabo de decir?
—En efecto. Ahora trabaja para mí.
O’Shaughnessy se quedó callado.
—Está todo arreglado. Ahora mismo están preparando los papeles. De vez en cuando necesito… esto… asesores especializados. —Pendergast tocó un fajo de papeles que tenía al lado, en el asiento—. Aquí consta todo por escrito. Ya los firmará en el coche. Pasaremos por la delegación del FBI que hay en el centro, y le haremos una foto de identificación. Desgraciadamente, no es una placa, pero en principio casi debería tener la misma utilidad.
—Perdone, señor Pendergast, pero se lo tengo que decir: van a abrir una…
—Sí, ya lo sé. Suba, por favor.
O’Shaughnessy subió y cerró la puerta, ligeramente ofuscado. Pendergast señaló los papeles.
—Léalos, que no hay ninguna mala sorpresa. Cincuenta dólares por hora, treinta horas semanales garantizadas, prestaciones… Todo.
—¿Por qué lo hace?
Pendergast le miró afablemente.
—Porque he comprobado que está a la altura del reto. Necesito a una persona valiente, de convicciones fuertes. Le he visto trabajar. Se conoce la calle, y sabe hablar con la gente de una manera que yo no sé. Es su mundo, no el mío. Yo solo, además, no puedo llevar este caso. Me hace falta una persona que sepa moverse por el laberinto del departamento de policía de Nueva York. Además, es una persona compasiva. Acuérdese de que vi el vídeo. Y esa compasión va a hacerme falta.
O’Shaughnessy acercó la mano a los papeles sin haberse sacudido el aturdimiento de encima, pero antes de cogerlos dijo:
—Con una condición. Usted sabe mucho más del caso de lo que dice. Y a mí no me gusta trabajar a ciegas.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Tiene razón. Va siendo hora de que hablemos. Será el primer paso, en cuanto hayamos tramitado los documentos. ¿Trato hecho?
—Trato hecho.
O’Shaughnessy cogió los papeles y los leyó por encima. Pendergast se dirigió al chófer.
—A Federal Plaza, Proctor, por favor. Y deprisa.