La calle Doyers era una vía corta y estrecha, que formaba un recodo en el extremo sudeste de Chinatown. Al fondo había una concentración de tiendas de té y de comestibles, engalanadas con letreros en chino de potente iluminación. Por el cielo corrían nubes negras, que hacían revolotear los papeles y las hojas de la acera. Sonó un trueno lejano. Se avecinaba una tormenta.
O’Shaughnessy se quedó a la entrada de la calle desierta, y Nora, a su lado, tiritó de miedo y frío. Vio que el policía miraba a ambos lados de la acera, ojo avizor por si había señales de peligro o posibilidades de que les hubieran seguido.
—El noventa y nueve queda a media manzana —dijo él en voz baja—. Es aquella casa vieja.
Nora siguió la indicación con la mirada. Era un edificio estrecho, como todos los demás; una construcción de tres plantas hecha de ladrillos de color verde sucio.
—¿Seguro que no quiere usted que la acompañe? —preguntó O’Shaughnessy.
Nora tragó saliva.
—Me parece que es mejor que se quede y vigile la calle.
O’Shaughnessy asintió con la cabeza y se metió en la oscuridad de un portal. Nora respiró hondo y empezó a caminar. Parecía que el sobre que llevaba en el bolso, cerrado y con el dinero de Pendergast, pesara como plomo. Volvió a tener escalofríos y, mientras miraba a izquierda y derecha de la calle, se esforzó por controlar los nervios.
El ataque contra ella, y la muerte brutal de Puck, lo habían cambiado todo. Eran la prueba de que no se trataba de simples asesinatos por imitación, de meros actos de locura, sino de golpes minuciosamente planeados. El asesino tenía acceso a las partes del museo cerradas al público. Había usado la vieja máquina de escribir de Puck, la Royal, para redactar la nota, y así tener a Nora en el archivo, y su persecución había sido de una frialdad espeluznante. Nora, en el archivo, había notado su presencia a una distancia de centímetros, y hasta la mordedura de su escalpelo. No, no era ningún loco, sino alguien muy consciente de qué hacía y por qué. Al margen de la relación entre los asesinatos antiguos y los recientes, había que detenerles, y Nora estaba dispuesta a hacer lo que hiciera falta para atrapar al asesino.
Algunas respuestas estaban en el subsuelo del 99 de la calle Doyers. Y pensaba dar con ellas.
Revivió en su memoria la aterradora persecución, sobre todo el destello del escalpelo del Cirujano al acometerla con la rapidez, como mínimo, de una serpiente al ataque. No conseguía apartar la imagen de su cabeza. Después de eso, el interrogatorio de la policía, interminable, y a continuación la visita a Pendergast en el hospital para comunicarle que había cambiado de idea sobre lo de la calle Doyers. La noticia del ataque había alarmado a Pendergast, que, pese a su inicial reticencia, había tenido que ceder a la firmeza de Nora. Pensaba ir a Doyers, con él o sin él. Al final Pendergast había dado su brazo a torcer, pero con la condición de que Nora no se separase ni un momento de O’Shaughnessy. Además, se había encargado de que recibiera aquel fajo tan considerable de billetes.
Subió a la puerta principal y, mientras se armaba de valor, observó que los nombres del interfono estaban en chino. Pulsó el botón del primer apartamento. Contestó una voz en chino.
—Soy la que quiere alquilar el apartamento del sótano —dijo ella en voz alta.
Al oír el zumbido de apertura, empujó la puerta y se encontró en un pasillo con luces fluorescentes. A la derecha había una escalera de subida. Oyó que al fondo del pasillo se descorrían multitud de cerrojos. Al final se abrió la puerta, y apareció, mirándola, un individuo encorvado y de aspecto tristón, que iba en mangas de camisa y pantalones holgados.
Nora se acercó.
—¿El señor Ling Lee?
El hombre asintió y le sujetó la puerta. Al otro lado había una sala de estar con un sofá verde, una mesa de formica, varios sillones y, en la pared, un bajorrelieve en rojo y dorado que representaba en detalle una pagoda entre árboles. La estancia estaba presidida por un candelabro enorme, en total desacuerdo con sus proporciones. El papel de la pared era lila, y la alfombra roja y negra.
—Siéntese —dijo el señor Lee con voz débil y cansada.
Nora tomó asiento, y le dio un poco de reparo hundirse tanto en el sofá.
—¿Cómo sabe de apartamento? —preguntó Lee.
Nora vio en su expresión que no se alegraba de verla. Empezó a soltar el cuento.
—Me lo dijo una señora que trabaja en el Citibank de al lado.
—¿Qué señora? —preguntó Lee con mayor brusquedad.
Pendergast le había explicado a Nora que en Chinatown la mayoría de los caseros preferían alquilar a su gente.
—No sé cómo se llama. Mi tío me dijo que hablara con ella, que conocía un piso de alquiler en esta zona. Luego ella me dio este teléfono.
—¿Su tío?
—Sí, el tío Huang. Trabaja en la DHCR.
El dato fue acogido con un silencio de consternación. Pendergast había supuesto que tener parientes chinos facilitaría el acceso de Nora al apartamento. El hecho de que trabajara para la División de Renovación Comunitaria y de la Vivienda, el organismo municipal que garantizaba la legalidad de los alquileres, era otra ventaja.
—¿Cómo llama, usted?
—Betsy Winchell.
Nora vio una silueta oscura que salía de la cocina y se quedaba en la puerta de la sala de estar. Por lo visto era la mujer de Lee, que era el triple de alta que él y estaba muy seria, con los brazos cruzados.
—Por teléfono me ha dicho que el piso estaba libre. Mi intención es quedármelo ahora mismo. Enséñemelo, por favor.
Lee se levantó de la mesa y miró brevemente a su mujer, cuyos brazos se tensaron.
—Venga —dijo.
Volvieron al pasillo, salieron por la puerta principal y bajaron por la escalera. Nora echó un vistazo alrededor, pero no vio a O’Shaughnessy. Lee sacó una llave, abrió la puerta de la vivienda del sótano y encendió la luz. Nora le siguió al interior. Lee ajustó la puerta y, ostentosamente, volvió a echar ni más ni menos que cuatro cerrojos.
El apartamento, tétrico, alargado y oscuro, sólo tenía una ventana al lado de la puerta principal, y para colmo era pequeña, con barrotes. Las paredes eran de ladrillo, con una mano de pintura antes blanca que se había vuelto gris; el suelo, de baldosas viejas de ladrillo, estaba lleno de grietas y roturas. Nora lo observó con interés profesional. Las baldosas estaban sin pegar. ¿Qué había debajo? ¿Tierra? ¿Arena? ¿Cemento? Se veía tan irregular y húmedo que podía ser perfectamente tierra.
—Cocina y dormitorio, al fondo —dijo Lee sin molestarse en señalar.
Nora fue a la parte trasera del apartamento y encontró una cocina muy pequeña, por la que se accedía a dos dormitorios oscuros y a un baño. En la pared del fondo había una ventana por debajo del nivel de la calle, por cuyos gruesos barrotes entraba una luz muy pobre de un patio de luces.
Volvió a salir. Lee examinaba la cerradura de la puerta principal.
Tengo que arreglar —dijo con tono solemne—. Quiere entrar mucho ladrones.
—¿En el barrio entran a menudo?
Lee asintió con entusiasmo.
—Sí, sí, mucho ladrones. Mucho peligroso.
—¿En serio?
—Mucho ladrones. Mucho atraco.
Movió la cabeza, apesadumbrado.
—Este piso, como mínimo, parece seguro.
Nora permaneció a la escucha. El techo parecía bastante bien insonorizado. Al menos no se oía nada encima.
—Este barrio no seguro para chica. Cada día asesinato, atraco, robo. Violación.
Nora estaba informada de que Chinatown, pese a su aspecto cutre, era uno de los barrios más seguros de la ciudad.
—A mí no me preocupa —dijo.
—En este piso mucho reglamento —dijo Lee, cambiando de estrategia.
—¿Ah, sí?
—Nada música. Nada ruido. Nada hombres por la noche. —Se notaba que buscaba restricciones que pudieran incomodar a una mujer joven—. Nada fumar. Nada beber. Limpiar todos días.
Nora escuchó con atención, y asintió con la cabeza.
—Ah, pues me parece perfecto. A mí me gustan los sitios limpios y tranquilos. Además, no tengo novio.
Acordándose de Smithback, del artículo con que la había metido en aquel lío, se le reavivó la rabia. Smithback, hasta cierto punto, era efectivamente responsable de los asesinatos por imitación; y encima el muy caradura iba y sacaba su nombre en la rueda de prensa del alcalde, la de ayer, para que se enterara toda la ciudad. Nora tuvo la certeza de que después de lo ocurrido en el archivo sus perspectivas de futuro en el museo estaban más pendientes de un hilo que nunca.
—Gastos aparte.
—Sí, claro.
—Sin aire acondicionado.
Asintió. Lee parecía haberse quedado sin argumentos, hasta que le iluminó la cara otra idea.
—Desde suicidio no permite pistolas en apartamento.
—¿Un suicidio?
—Sí, chica que ahorcó. Misma edad que usted.
—¿Que se ahorcó? ¿No ha dicho pistolas?
A Lee, tras unos instantes de confusión, volvió a animársele la cara.
—Ahorcó, pero no funciona y pega tiro.
—Ya. Era partidaria del método integral.
—No tenía novio, como usted. Muy triste.
—Hay que ver.
—Pasa justo aquí —dijo Lee, señalando en dirección a la cocina—. Tres días hasta encuentra cadáver. Mucha peste. —Puso los ojos en blanco, y adoptó un tono dramático para añadir en voz baja—: Mucho gusanos.
—Qué horror —dijo Nora. Luego sonrió—. Pero bueno, el apartamento es ideal. Me lo quedo.
A Lee se le acentuó el aspecto tristón, pero no dijo nada. Nora le siguió a su apartamento y se sentó en el sofá sin que la invitaran a hacerlo. La mujer seguía en la puerta de la cocina, imponente, con una mueca de recelo y mal humor. Sus brazos cruzados parecían jamones.
Su marido se sentó, descontento.
—Bueno —dijo Nora—, ahora los trámites. Quiero alquilar el apartamento, y lo necesito ya. Hoy. Ahora mismo.
—Tengo que comprobar referencia —replicó Lee sin convicción.
—No hay tiempo. Puedo pagar en metálico. Necesito el apartamento esta misma noche. Si no, no tendré donde dormir.
Mientras hablaba, sacó el sobre de Pendergast, metió la mano y sacó un fajo de billetes de cien dólares. La aparición del dinero suscitó enérgicas protestas en la señora de la casa. Lee no contestó. Tenía la mirada fija en los billetes.
—Traigo el alquiler del primer mes, el del último y otra mensualidad de fianza. —Nora dejó que el dinero chocase contra la mesa—. Seis mil seiscientos dólares. En efectivo. Traiga el contrato.
El apartamento era siniestro, y el alquiler rozaba lo escandaloso (razón, sin duda, de que aún no tuviera inquilinos). Nora confió en que el pago en metálico fuera para Lee un argumento irrefutable.
La mujer hizo otro comentario acerado, pero Lee no le hizo caso. Se fue al fondo de la casa, y a los pocos minutos volvió con dos copias del contrato. Estaban en chino. Se produjo un silencio.
—Necesita referencia —dijo su esposa, impasible, pasando a hablar en inglés para que la entendiera Nora—. Necesita comprobar crédito.
Nora no le hizo caso.
—¿Dónde firmo?
Lee señaló.
—Aquí.
Nora firmó los dos contratos como «Betsy Winchell», y redactó en cada uno un recibo rudimentario: «Pagados 6.600 dólares al señor Ling Lee».
Me lo traducirá mi tío Huang, y espero por su bien que no haya nada ilegal. Ahora firme usted. Ponga el visto bueno en el recibo.
Se oyó otro gruñido iracundo de la esposa. Lee firmó en chino, como si la oposición de su mujer hubiera acabado de convencerle.
—Ahora me da las llaves y listos.
—Tengo que hacer copia llaves.
—Usted démelas, que ahora el apartamento es mío. Las copias ya las haré yo de mi bolsillo. Tengo que empezar ahora mismo a mudarme.
Lee le hizo entrega de las llaves a regañadientes. Nora las cogió, se metió una copia doblada del contrato en el bolsillo y se levantó.
—Muchas gracias —dijo alegremente y con la mano tendida.
Lee se la estrechó fofamente. Al cerrarse la puerta, Nora oyó otro estallido de mal genio de la esposa, y esta vez parecía que fuese a durar mucho tiempo.
—A ver de qué es la base del suelo.