A base de alusiones a gente importante, y de algunas presiones, Bill Smithback había conseguido el mejor asiento. ¿Dónde? En la sala de prensa de la jefatura de policía, una sala enorme cuya pintura tenía ese color institucional que se conoce en todo el mundo como «verde vómito». En aquel momento estaba a reventar de equipos de televisión y periodistas, atareados los unos, enloquecidos los otros. A Smithback le encantaba la atmósfera electrizante de las ruedas de prensa importantes, las que se convocan con prisas cuando ha pasado algo muy grave, y a las que asisten cantidades industriales de funcionarios y polis convencidos (craso error) de poder manipular a un cuarto poder tan revoltoso como el de Nueva York.
Mientras alrededor reinaba el caos más absoluto, él se quedó tranquilamente en su butaca, con las piernas cruzadas, cinta virgen en la grabadora y el micro a punto. Su olfato profesional le decía que no era lo de siempre. Se percibía un matiz de miedo; o, más que de miedo, de histeria mal disimulada. Lo había notado por la mañana, al ir en metro y caminar por la zona del ayuntamiento. Los tres asesinatos seguidos eran demasiado raros. No se hablaba de nada más. Toda la ciudad estaba al borde del pánico.
Reconoció a Bryce Harriman en un lateral, quejándose a un policía de que no le dejara acercarse. Tanto gastar los codos en la facultad de periodismo de la Columbia para derrochar sus exquisitos conocimientos en el New York Post. Habría hecho mejor en ocupar una cátedra en su antigua alma máter, y enseñar a los imberbes a escribir una pirámide invertida perfecta. Cierto, el muy hijo de puta le había robado la exclusiva del segundo asesinato y del carácter imitativo de los crímenes, pero bueno, eso más que nada era chiripa, ¿no?
Se observó cierto revuelo. La puerta de la sala de prensa escupió a un grupo de polis seguidos por el alcalde de Nueva York, Edward Montefiori. Era alto, fornido y muy consciente de acaparar todas las miradas. Mientras se tomaba el tiempo de saludar a algunos conocidos con gestos de la cabeza, su expresión reflejó la gravedad del momento. La precampaña a la alcaldía de Nueva York ya estaba muy encarrilada, y, como siempre, se llevaba a un nivel de niño de dos años. Montefiori estaba obligado a capturar al asesino y poner fin a los asesinatos por imitación, so pena de darle más pasto a su rival para aquella porquería de espacios televisivos donde salía denunciando el repunte de la delincuencia de los últimos meses. Fue subiendo más gente al estrado: la portavoz del alcalde, Mary Hill (una mujer negra muy alta y con clase), el gordo de Sherwood Custer (el capitán de policía en cuyo distrito había empezado el follón), el jefe de policía Rocker (alto y con aspecto fatigado) y, por último, el doctor Frederick Collopy, director del Museo de Historia Natural, seguido por Roger Brisbane. Al ver a Brisbane hecho un figurín, con traje gris, Smithback sucumbió a un momento de rabia. Era el culpable del encontronazo entre él y Nora. Incluso después del horrible descubrimiento del cadáver de Puck, y de que el Cirujano la persiguiera y estuviera a punto de cogerla, Nora se había negado a verle y dejarse consolar. Casi parecía que le echara la culpa de lo que les había ocurrido a Puck y Pendergast.
El nivel sonoro de la sala empezaba a ser ensordecedor. El alcalde subió al estrado y levantó una mano, gesto que tardó muy poco en verse recompensado por el silencio. A continuación leyó las declaraciones que llevaba preparadas, llegando hasta el último rincón de la sala con su acento de Brooklyn.
—Señoras y señores de la prensa —dijo—: nuestra gran ciudad, precisamente por ser tan grande y tan diversa, sufre de vez en cuando la acción de asesinos en serie. Afortunadamente, desde la última vez han pasado muchos años. Sin embargo, todo indica que volvemos a encontrarnos con la presencia de un asesino en serie, un verdadero psicópata. En el transcurso de una semana han sido asesinadas tres personas, cuya muerte ha revestido una especial violencia. En un momento así, en que la ciudad goza del índice de asesinatos más bajo entre todas las regiones metropolitanas del país (gracias al vigor de nuestras medidas de seguridad y nuestra política de tolerancia cero ante el delito), es evidente que esos tres asesinatos están de más, y no se pueden permitir. He convocado esta rueda de prensa con dos objetivos: exponer a la ciudadanía las iniciativas, firmes y eficaces, que estamos adoptando para encontrar al asesino, y responder lo mejor que podamos a las preguntas que puedan tener ustedes sobre el caso, y sus aspectos digamos que sensacionalistas. Ya saben que una de mis máximas prioridades en el ejercicio del cargo siempre ha sido la transparencia. Por eso me acompaña Karl Rocker, el jefe de policía, Sherwood Custer, capitán de distrito, y Frederick Collopy y Roger Brisbane, director y vicepresidente, respectivamente, del Museo de Historia Natural de Nueva York, lugar donde ha sido descubierto el último homicidio. Las preguntas las responderá mi portavoz, Mary Hill, pero antes voy a pedirle al señor Rocker que les facilite un resumen del caso.
Retrocedió, y cedió el micrófono a Rocker.
—Gracias, señor alcalde. —La voz grave e inteligente del jefe de policía, de una extrema sequedad, resonó en la sala—. El jueves pasado, en Central Park, se descubrió el cadáver de una joven, Doreen Hollander. La habían asesinado, y le habían practicado una disección u operación quirúrgica muy peculiar en la región inferior de la espalda. Antes de que hubiera concluido la autopsia oficial, y con los resultados pendientes de análisis, ocurrió otro asesinato: el de Mandy Eklund, una joven cuyo cadáver apareció en Tompkins Square Park. Por último, ayer se descubrió en el archivo del Museo de Historia Natural el cadáver de un hombre de cincuenta y cuatro años, Reinhart Puck. Era el archivero del museo. El cadáver presenta mutilaciones idénticas a las de Mandy Eklund y Doreen Hollander.
Se produjo un revuelo de manos levantadas, exclamaciones y gestos, que el jefe de policía aplacó levantando las suyas.
—Sabrán ustedes, también, que en el mismo archivo apareció una carta referente a un asesino en serie del siglo diecinueve. En ella se describían mutilaciones similares, con calidad de experimento científico, llevadas a cabo hace ciento veinte años, en la parte baja de Manhattan, por un médico llamado Leng. En un solar en obras de la calle Catherine, que se supone que es donde realizó el doctor Leng su depravada obra, han sido encontrados los restos de treinta y seis seres humanos.
Más alboroto, y más exclamaciones. Volvió a intervenir el alcalde:
—La semana pasada, en el New York Times, se publicó un artículo sobre la carta, donde se describían en detalle las mutilaciones a las que Leng sometió hace más de un siglo a sus víctimas, además del motivo que le movió a hacerlo.
La mirada del alcalde recorrió la multitud y se detuvo unos segundos en Smithback, quien, ante el reconocimiento implícito, sintió un escalofrío de orgullo. Era el autor.
—Por lo visto, el artículo en cuestión ha tenido un efecto poco deseable. Todo indica que ha servido de estímulo a un asesino por imitación, un psicópata de nuestra época.
¿A qué venía eso? Smithback pasó de satisfecho a progresivamente indignado.
—Los psiquiatras de la policía me han informado de que el asesino tiene la retorcida convicción de que matar a esas personas es una manera de conseguir lo que intentó hace un siglo Leng: es decir, alargarse la vida. Consideramos que el enfoque… digamos que sensacionalista del artículo del Times inspiró al asesino y le incitó a entrar en acción.
Vergonzoso. ¡El alcalde estaba acusándole a él! Smithback miró alrededor y descubrió que le observaban muchos pares de ojos, pero reprimió el impulso de ponerse de pie y protestar. Él había hecho su trabajo de periodista. Era una simple noticia. ¿Cómo se atrevía el alcalde a elegirle como chivo expiatorio?
—No acuso a nadie en concreto —siguió perorando Montefiori—, pero sí les ruego a ustedes, señoras y señores periodistas, que sean comedidos en su labor de información. Ya tenemos tres asesinatos brutales entre manos, y estamos decididos a no permitir ni uno más. La investigación se está llevando a cabo con la mayor energía. No agravemos la situación. Gracias.
Mary Hill se adelantó para abrir el turno de preguntas, convirtiendo el silencio en un guirigay de exclamaciones y gestos. Smithback permaneció sentado y con el rostro encendido; se sentía violentado. Intentó serenarse, pero estaba tan sorprendido, tan indignado, que no podía pensar. Mientras tanto, Mary Hill ya daba paso a la primera pregunta.
—Se ha dicho que el asesino sometió a sus víctimas a una operación —preguntó alguien—. ¿Podrían dar más detalles?
—Para resumir, a las tres víctimas se les había extraído la parte inferior de la columna vertebral —se encargó de responder el jefe de policía.
—También se ha dicho que la última de las operaciones se hizo en el propio museo —vociferó otro periodista—. ¿Es eso cierto?
—Es verdad que en el archivo apareció un gran charco de sangre a poca distancia de la víctima, y que al parecer la sangre pertenece a ella, pero aún estamos pendientes del informe forense. Es pronto para saber si la… esto… «operación» fue realizada in situ. Faltan los resultados del laboratorio.
—Tengo entendido que el FBI ha estado presente en el lugar de los hechos —berreó una joven—. ¿Podría aclararnos su papel en la investigación?
—No es del todo correcto —contestó Rocker—. Un agente del FBI se ha interesado extraoficialmente por los asesinatos en serie del siglo diecinueve, pero no está relacionado con este caso.
—¿Es verdad que el tercer cadáver estaba ensartado en los cuernos de un dinosaurio?
El jefe de policía no pudo evitar una mueca.
—En efecto, el cadáver apareció unido a un cráneo de triceratops. Es evidente que nos enfrentamos con una persona gravemente perturbada.
—Sobre la mutilación de los cadáveres: ¿es verdad que sólo podría haberlo hecho un cirujano?
—Es una de las pistas que seguimos.
—Sólo quiero aclarar un punto —dijo otro reportero—. ¿Han querido decir que el artículo de Smithback en el Times es la causa de los asesinatos?
Smithback se giró. Era Bryce Harriman, el muy cabrón. Rocker frunció el entrecejo.
—Lo que ha dicho el alcalde…
Volvió a intervenir el propio Montefiori.
—Me he limitado a pedir contención. Está claro que preferiríamos que el artículo no se hubiera publicado, porque entonces quizá no hubieran muerto esas tres personas; personalmente, opino que los métodos usados por el periodista para conseguir la información son éticamente cuestionables, pero no he dicho que el artículo fuera la causa de los asesinatos.
Otro reportero:
—Señor alcalde, ¿echarle la culpa a un periodista que sólo hacía su trabajo no es lanzar balones fuera?
Smithback giró al máximo la cabeza. ¿Quién había sido? Le invitaría a una copa.
—Es que yo no he dicho eso; me he limitado a…
—Pero ha insinuado claramente que el artículo desencadenó los asesinatos.
No sólo a una copa, sino a toda una cena. Al girarse, Smithback vio simpatía en muchos ojos. Atacándole a él, el alcalde había atacado indirectamente a toda la profesión. A Harriman le había salido el tiro por la culata. Smithback se envalentonó.
—Siguiente pregunta, por favor —dijo Mary Hill.
—¿Tienen sospechosos?
—Se nos ha facilitado una descripción muy clara del posible atuendo del culpable —dijo Rocker—: más o menos a la misma hora en que se encontró el cadáver del señor Puck, hay testigos de que en el archivo había un hombre blanco, delgado, sobre el metro ochenta y cinco de estatura, con abrigo negro pasado de moda y bombín. Por otro lado, cerca del lugar del segundo asesinato se vio a un hombre vestido de manera parecida y con un paraguas largo, o un bastón. Aparte de esto, no estoy en posición de proporcionarles más detalles.
Smithback se levantó e hizo señas, pero Mary Hill no le hizo caso.
—Señora Pérez, de la revista New York. Su pregunta, por favor.
—Es para el doctor Collopy, del museo. ¿Cree que el asesino a quien llaman el Cirujano es un empleado del museo? Lo digo porque parece que fue donde asesinaron y diseccionaron a la última víctima.
Collopy carraspeó y avanzó un paso.
—Creo que la policía está investigando —dijo con una voz bien modulada—. Parece bastante inverosímil. Hoy día se consultan los antecedentes penales de todos nuestros empleados, se les hace un perfil psicológico y se les somete a fondo a una prueba de detección de drogas. Por otro lado, permítame decirle que no está demostrado que el asesinato se produjera en el museo.
Hill buscó más preguntas, mientras volvía a imponerse el vocerío. Smithback pegaba gritos y movía los brazos como el que más. ¡Pero… bueno! ¿En serio que no pensaban hacerle caso?
—Señor Diller, de Newsday, haga su pregunta, por favor.
Pues sí, la muy bruja le estaba toreando.
—Es para el alcalde. Señor alcalde, ¿cómo explica la destrucción «involuntaria» del yacimiento de la calle Catherine? ¿No era muy importante, históricamente?
El alcalde se adelantó.
—No, carecía de relevancia histórica, y…
—¿Que carecía de relevancia? ¿El asesinato en serie más importante del país?
—Señor Diller, la rueda de prensa es sobre los homicidios actuales. No los mezcle, por favor. Se fotografiaron los huesos y los efectos, los estudió el forense, y se retiraron para seguir analizándolos. No podía hacerse nada más.
—¿No será porque Moegen-Fairhaven es uno de los principales contribuyentes a su campaña…?
—Siguiente pregunta —dijo Hill bruscamente.
Smithback se levantó y vociferó:
—Señor alcalde, puesto que mi nombre ha sido puesto en entredicho…
—Señora Epstein, de la WNBC —exclamó Mary Hill, venciéndole con la potencia de su voz.
Se levantó una reportera con el micro en la mano y una cámara enfocándola. Smithback, rápido de reflejos, aprovechó el momento de silencio.
—¡Perdone! Señora Epstein, ¿me permite contestar, ya que me han atacado personalmente?
La célebre presentadora no se lo pensó.
—Faltaría más —dijo educadamente, y se giró hacia el cámara para asegurarse de que lo hubiera rodado.
—Deseo dirigir mi pregunta al señor Brisbane —continuó Smithback sin perder ni un segundo—. Señor Brisbane, ¿a qué se debe que la carta, el desencadenante de todo, ya no pueda consultarse, ni tampoco los demás objetos de la colección Shottum? ¿No será que el museo tiene algo que esconder?
Brisbane se levantó, sonriendo beatíficamente.
—En absoluto. La retirada de esos materiales responde a su conservación. Es pura rutina museística. En todo caso, la carta ya ha incitado al asesino, y ahora sería una irresponsabilidad devolverla al fondo de libre acceso. Todo el material sigue abierto a la consulta de investigadores acreditados.
—¿Niega que intentó evitar que algunos empleados trabajaran en el caso?
—Sí, lo niego. Hemos cooperado desde el principio. El informe habla por sí mismo.
Maldita sea. Smithback pensó deprisa.
—Señor Brisbane…
—Señor Smithback, ¿le importaría dejar paso a sus colegas?
—¡Sí! —exclamó Smithback, provocando algunas risas—. Señor Brisbane, ¿es cierto que Moegen-Fairhaven, que el año pasado donó dos millones al museo (y paso por alto el hecho de que el propio Fairhaven forme parte de la junta directiva), ha presionado al museo para que paralice la investigación?
Viendo ruborizarse a Brisbane, Smithback supo que la pregunta había dado en el blanco.
—Es una acusación irresponsable. Repito que hemos cooperado desde el…
—Entonces, ¿niega haber amenazado a la doctora Nora Kelly, empleada suya, y haberle prohibido investigar el caso? Tenga en cuenta, señor Brisbane, que la doctora Kelly aún no ha efectuado ninguna declaración. Le recuerdo que se trata de la persona que encontró el cadáver de la tercera víctima, además de haber sido perseguida por el Cirujano en persona, que estuvo a punto de matarla.
La insinuación, clarísima, era que Nora Kelly podía tener algo que decir en desacuerdo con la versión de Brisbane. Este puso mala cara, dándose cuenta de que estaba acorralado.
—No pienso contestar a unas preguntas tan agresivas.
Collopy, que estaba al lado de él, tampoco parecía muy contento. Smithback paladeó el sabor de la victoria.
—Señor Smithback —dijo Mary Hill, enfatizando mordazmente la primera palabra—, ¿piensa seguir acaparando la rueda de prensa? Es evidente que los homicidios del siglo diecinueve no tienen nada que ver con los asesinatos en serie de estos días, como no sea a título de incentivo.
—¿Y usted cómo lo sabe? —exclamó Smithback, seguro ya de su triunfo.
El alcalde se dirigió a él.
—Oiga —dijo en tono de burla—, ¿insinúa que el doctor Leng aún está vivo, y que sigue con sus actividades?
La carcajada, rotunda, se generalizó por la sala.
—No, claro que no…
—Pues entonces le aconsejo que se siente.
Smithback se sentó, mientras seguían las carcajadas y echaban por tierra su victoria. Les había metido un gol, pero eran expertos en el contraataque. Mientras se reanudaba la letanía de preguntas, fue dándose cuenta de lo que había hecho: introducir el nombre de Nora en la rueda de prensa. Tardó mucho menos en imaginarse la reacción de ella.