El otoño había dado paso al invierno: era uno de esos días de principios de diciembre despejados y con sol, antes de la primera nevada; días en que el mundo parece de una perfección casi cristalina. Nora Kelly, que caminaba por Riverside Drive de la mano de Bill Smithback, miró el Hudson. Ya empezaban a bajar placas de hielo del norte. La cruda luz del sol dibujaba el contorno de los montes Palisades de Nueva Jersey. Parecía que el puente George Washington flotara sobre el agua como un objeto ingrávido de plata.
Nora y Smithback habían encontrado piso en West End Avenue, a la altura de las calles noventa. Al recibir una llamada de Pendergast, proponiéndoles quedar delante del 891 de Riverside Drive, habían decidido recorrer los tres kilómetros y pico a pie, a fin de aprovechar un día tan bonito. Nora sentía que, por primera vez desde el horrible descubrimiento de la calle Catherine, su vida recuperaba cierta serenidad. En el museo, el trabajo iba bien. Ya había recibido el resultado de todas las pruebas de carbono 14 con los especímenes de Utah, gratificantes en el sentido de que confirmaban su teoría sobre el vínculo entre los anasazi y los aztecas. El museo había sufrido una limpieza a fondo, y ahora contaba con una administración completamente renovada. La única excepción era Collopy, que se las había arreglado para mantener intactos su reputación y su prestigio, o mejorarlos. De hecho, había ofrecido a Nora un cargo administrativo de importancia, que ella había rechazado con educación. En cuanto al pobre Roger Brisbane, le habían soltado. La orden de arresto se había levantado un día antes de las elecciones, después de que su abogado proporcionara coartadas irrebatibles para las fechas y horas de los tres asesinatos por imitación, y de que el juez, irritadísimo, hiciera constar la inexistencia de pruebas físicas que le hicieran sospechoso de homicidio. Ahora Brisbane estaba en pleitos con el ayuntamiento por detención improcedente, y la prensa ponía el grito en el cielo diciendo que el Cirujano todavía andaba suelto. El alcalde no había sido reelegido. En cuanto al capitán Custer, le habían degradado a simple policía de calle.
La desaparición repentina de Anthony Fairhaven había generado un aluvión de conjeturas periodísticas, rápidamente atajadas por una inspección de hacienda a su empresa. Desde entonces se daba por supuesto que el motivo de su desaparición eran problemas de impuestos. Corría el rumor de que le habían visto en una playa de las Antillas neerlandesas, bebiendo daiquiris y leyendo el Wall Street Journal
Smithback había permanecido ingresado dos semanas en la clínica Feversham, al norte de Cold Spring, donde, una vez cosida y vendada, su herida había cicatrizado con inusitada rapidez. Pendergast también había pasado unas semanas en Feversham, recuperándose de varias operaciones en el codo y el abdomen. Después había desaparecido, y ni Nora ni Smithback habían tenido noticias suyas. Hasta la misteriosa cita.
—Aún no me creo que volvamos a estar aquí arriba —dijo Smithback mientras caminaban hacia el norte.
—¡Venga, Bill! ¿No te apetece saber por qué nos ha llamado Pendergast?
—Sí, claro, pero es que no entiendo que no podamos citarnos en otra parte. Un sitio donde estemos a gusto, como el restaurante del Carlyle.
—Ya nos enteraremos.
—Sí, eso seguro; pero como me ofrezca un cóctel Leng en un tarro de esos, me marcho.
Ya se veía la mansión a lo lejos. Ni siquiera con tanto sol dejaba de parecer oscura. Era una mole asimétrica y que infundía miedo, enmarcada por varios árboles desnudos y con unas ventanas negras que desde la planta superior miraban al oeste como órbitas vacías.
Nora y Smithback se detuvieron a la vez, como si se hubieran leído el pensamiento.
—¿Sabes qué? Que sólo con ver el trasto ese ya me muero de miedo —murmuró Smithback—. Cuando Fairhaven me tenía en la mesa de operaciones, y noté que me hacía un corte con el cuchillo en el…
—Bill, por favor —suplicó Nora.
Smithback se había aficionado a deleitarla con detalles morbosos. Le pasó a Nora un brazo por la espalda. Aún llevaba el traje azul de Armani, pero ahora le quedaba un poco flojo, porque la aventura le había hecho adelgazar. Tenía la cara pálida y flaca; en cambio, sus ojos habían recuperado su humor de siempre, aquel brillo pícaro habitual en él.
Siguieron caminando hacia el norte y cruzaron la calle Ciento treinta y siete. La entrada de carruajes aún estaba parcialmente bloqueada por la basura que traía el viento. Smithback volvió a detenerse, y Nora se fijó en que su mirada recorría la fachada de la casa hacia una ventana rota del primer piso. Aunque se hiciera el valiente, se había puesto pálido; pero enseguida reemprendió la marcha y siguió a Nora hasta la puerta cochera, a la que llamaron.
Pasó un minuto, y luego dos. Al final la puerta crujió, y apareció Pendergast. Llevaba guantes gruesos de goma, y el traje, negro y elegante, manchado de yeso. Les dio la espalda sin saludarles. Ellos le siguieron hasta la biblioteca, cruzando varios pasillos silenciosos y de techo alto. Ahora había varias lámparas halógenas portátiles que bañaban las paredes de la vieja casa con una luz blanca y fría, pero ello no impidió que Nora, al volver a recorrer los pasillos, sintiera un escalofrío de miedo. Ya no olía a podredumbre, sino a desinfectante, y tenuemente. El interior estaba casi irreconocible: trozos de pared sin revestimiento, cajones abiertos, cañerías de agua y gas a la vista o arrancadas, tablones del suelo levantados… Parecía que toda la casa estuviera patas arriba como resultado de un registro increíblemente exhaustivo.
En la biblioteca, los esqueletos y animales ya no estaban cubiertos con sábanas. Había menos luz que en los pasillos, pero Nora vio que la mitad de las estanterías estaban vacías, y el suelo lleno de montañas de libros cuidadosamente apilados. Pendergast fue esquivándolas hasta llegar a la chimenea del fondo. Entonces se decidió a mirar a sus dos invitados.
—Doctora Kelly… —dijo, saludándola con un gesto de la cabeza—. Señor Smithback… Me alegro de verles con tan buen aspecto.
—Ese médico conocido suyo, el doctor Bloom, tiene tanto de artista como de cirujano —repuso Smithback con una efusividad forzada—. Espero que acepte mi seguro, porque aún no he visto la factura.
Pendergast esbozó una sonrisa, y se quedaron callados hasta que Nora preguntó:
—Bueno, señor Pendergast, ¿para qué nos ha llamado?
—Han pasado los dos una prueba muy dura —contestó Pendergast quitándose los guantes—. Tanto, que no debería pasarla nadie, y en gran medida me siento responsable.
—¿Para qué están las herencias, hombre? —replicó Smithback.
—Desde hace unas semanas he averiguado bastantes cosas. Ya hay demasiadas personas a quienes no se puede ayudar: Mary Greene, Doreen Hollander, Mandy Eklund, Reinhart Puck, Patrick O’Shaughnessy… Pero he considerado que a ustedes dos oír la verdad (la que no conviene que nadie llegue a saber) podría servirles de exorcismo contra sus fantasmas.
Se produjo otra breve pausa.
—Adelante —dijo Smithback con un tono de voz que no se parecía en nada al de antes.
Pendergast miró primero a Nora, luego al periodista, y por último a ella otra vez.
—Fairhaven estaba obsesionado desde niño con la inmortalidad. Su hermano mayor se había muerto a los dieciséis años a causa del síndrome de Hutchinson-Guilford.
—Little Arthur —dijo Smithback.
Pendergast le miró con curiosidad.
—Exacto.
—¿Síndrome de Hutchinson-Guilford? —preguntó Nora—. No me suena.
—También se llama progeria. El niño nace normal, pero envejece muy deprisa. Se queda bajo de estatura. Le salen canas y se le cae el pelo, dejando unas venas muy marcadas. Normalmente no tienen cejas ni pestañas, y los ojos crecen demasiado para el tamaño del cráneo. La piel se vuelve marrón, y se arruga. Los huesos largos se descalcifican. Resumiendo, que al llegar a la adolescencia se tiene cuerpo de viejo, y se es vulnerable a la arteriosclerosis, las embolias y los infartos. Arthur Fairhaven murió de lo último, a los dieciséis años.
»Su hermano vio comprimida la mortalidad en cinco o seis años de pesadilla, y no lo superó. La muerte le da miedo a todo el mundo, pero en el caso de Anthony Fairhaven más que miedo era obsesión. Entró en la facultad de medicina, pero le expulsaron a los dos años por unos experimentos que había hecho, y que aún no sé en qué consistían exactamente. A falta de alternativa, se metió en el negocio inmobiliario de la familia, pero seguía estando obsesionado con la salud. Experimentaba con alimentos naturales, dietas, vitaminas, suplementos, balnearios alemanes, saunas finlandesas. Como el cristianismo promete la vida eterna, se hizo muy religioso, pero, al ver que rezar no le daba resultados inmediatos, para mayor eficacia complementó su fervor religioso con otro igual de intenso y equivocado por la ciencia, la medicina y la historia natural. Empezó a donar auténticas fortunas a varios centros de investigación poco conocidos, además de a la facultad de medicina de la Columbia, al Smithsonian… y al Museo de Historia Natural de Nueva York, claro. También fundó la clínica Little Arthur, que la verdad es que ha obtenido resultados importantes en la investigación de varias enfermedades poco comunes de la infancia.
»Es imposible saber en qué momento exacto se enteró Fairhaven de la existencia de Leng. Pasaba mucho tiempo hurgando en el archivo del museo, investigando varios temas a la vez. Gracias a ello consiguió dos datos fundamentales: las características de los experimentos de Leng y el emplazamiento de su primer laboratorio. De repente resultaba que había alguien que decía que había conseguido alargarse la vida. Imagínense la reacción de Fairhaven. Tenía que informarse a toda costa sobre las actividades del hombre en cuestión, y sobre si era verdad que lo había conseguido. Lo cual, naturalmente, es la razón de que tuviera que matar a Puck, puesto que era la única persona que estaba al corriente de las visitas de Fairhaven al archivo. Aparte de Puck, nadie sabía qué había consultado. Antes de encontrar nosotros la carta de Shottum, no pasaba nada. Después, en cambio, la eliminación de Puck se convirtió en una prioridad. La menor referencia a las visitas de Fairhaven por parte de Puck, el más inocente comentario, habrían vinculado directamente a Fairhaven con Leng, convirtiéndole en el sospechoso número uno. Luego pensó que tenderle a usted una trampa, doctora Kelly, era una manera de matar dos pájaros de un tiro, visto lo peligrosa y eficaz que estaba resultando.
»Pero, bueno, me estoy precipitando. Después de descubrir la obra de Leng, lo siguiente que quiso saber Fairhaven fue si había tenido éxito. Dicho de otro modo, si Leng aún estaba vivo. Por eso empezó a seguirle el rastro. Yo, cuando empecé a buscar el paradero de Leng, a menudo tenía la sensación de que se me habían adelantado, y en fecha reciente.
»A la larga, Fairhaven descubrió el antiguo domicilio de Leng, y llegó a esta casa. Imagínense su euforia al encontrar con vida a mi tío tatarabuelo y comprender que sí, que Leng había tenido éxito en su pretensión de alargarse la vida. Leng tenía en sus manos el secreto que Fairhaven buscaba desesperadamente.
»Al principio intentó que se lo entregara, pero ya sabemos que Leng había abandonado su principal proyecto. Ahora sé por qué. Al estudiar los papeles de su laboratorio, me di cuenta de que el trabajo de Leng se interrumpía de golpe alrededor del uno de marzo de mil novecientos cincuenta y cuatro. Pasé mucho tiempo pensando en el significado de la fecha, hasta que lo entendí: era la de Castle Bravo.
—¿Castle Bravo? —repitió Nora.
—La primera bomba termonuclear, que explotó en las Bikini. Tenía una potencia de quince megatones, y la bola de fuego alcanzó un diámetro de seis kilómetros y medio. Leng estaba convencido de que con el invento de la bomba termonuclear la humanidad estaba destinada a aniquilarse, y con una eficacia a la que él ni siquiera podía aspirar. El progreso tecnológico había resuelto su problema. Por lo tanto, renunció a descubrir el veneno perfecto. Ya podía envejecer y morir en paz, sabiendo que el cumplimiento de su sueño de curar a la Tierra de su plaga humana sólo era cuestión de tiempo.
»Por eso, cuando Fairhaven le encontró, ya hacía mucho tiempo que Leng no tomaba el elixir, ni más ni menos que desde marzo de mil novecientos cincuenta y cuatro, y estaba viejo. Quizá casi tuviera ganas de morirse. El caso es que se negó a revelar la fórmula, incluso sometido a una tortura brutal. A Fairhaven se le fue la mano, y le mató.
»Sin embargo, aún le quedaba una oportunidad: el primer laboratorio de Leng, con toda la información que podía suministrarle en forma de restos humanos o, sobre todo, del diario de su antiguo dueño. En lo que respecta a su localización, Fairhaven ya la conocía: debajo del gabinete de Shottum. La desgracia es que habían construido otra casa encima, y la suerte, que Fairhaven estaba en la situación perfecta para comprar el solar y echar abajo las casas viejas con el pretexto de la renovación urbana. Los obreros de la construcción con los que he hablado me han dicho que al excavar los cimientos veían muy a menudo a Fairhaven. Fue la segunda persona que entró en el osario, después de que huyera el obrero que descubrió los huesos. Debió de encontrar el diario de Leng. Más tarde, dispuso de todo el tiempo del mundo para estudiar los efectos encontrados en el túnel, incluidos los huesos. Que debe de ser la razón de que se parezcan tanto las marcas de los cadáveres de antes y de los de ahora.
»Ya tenía los cuadernos de Leng. Lo siguiente que hizo fue empezar a reproducir los experimentos de Leng con la esperanza de seguir sus pasos; pero, claro, se trataba de un trabajo de aficionado, sin entender la verdadera obra de su predecesor.
Cuando Pendergast interrumpió su relato, un profundo silencio se adueñó de la vieja mansión.
—Me parece mentira —se decidió a comentar Smithback—. Cuando entrevisté a Fairhaven, me pareció tan seguro de sí mismo, tan tranquilo, tan… tan cuerdo…
—La locura tiene muchos disfraces —contestó Pendergast—. La obsesión de Fairhaven era muy profunda, y estaba muy enraizada, demasiado para expresarla abiertamente. Además, al infierno se llega igual de bien con pasos cortos que con pasos largos. Es evidente que Fairhaven consideraba que la fórmula de la longevidad siempre había sido su destino. Después de ingerir la esencia vital de Leng, empezó a convencerse de que era él, de que era Leng como tendría que haber sido. Adoptó la imagen y el vestuario de Leng. Y empezaron los asesinatos por imitación. Pero no imitación en el sentido que creía la policía. Ah, y otra cosa, señor Smithback: su artículo no tuvo nada que ver con que empezaran.
—¿Por qué intentó matarle a usted? —preguntó Smithback—. Suponía arriesgarse demasiado. Nunca lo he entendido.
—Fairhaven era una persona que se adelantaba mucho a los acontecimientos. Por eso le iba tan bien en los negocios; y por eso le daba tanto miedo la muerte, claro. Cuando conseguí encontrar la dirección de Mary Greene, se dio cuenta de que en algún momento encontraría la de Leng. Daba igual que yo diera a Leng por vivo o por muerto. Fairhaven sabía que a la larga yo iría a la casa de Leng, y que mi visita malograría todos sus esfuerzos, porque dejaría en evidencia la relación entre el asesino actual, apodado el Cirujano, y el antiguo, cuyo apellido era Leng. Con Nora, tres cuartos de lo mismo: seguía la pista muy de cerca, había ido a ver a la hija de McFadden y poseía los conocimientos arqueológicos que a mí me faltaban. Estaba claro que era cuestión de tiempo que acabásemos descubriendo el domicilio de Leng. No podía permitir que siguiéramos investigando.
—¿Y O’Shaughnessy? ¿Por qué le mató?
Pendergast inclinó la cabeza.
—Eso nunca me lo perdonaré. Le encargué algo que no me parecía peligroso, investigar la farmacia New Amsterdam, que era donde Leng, antiguamente, había comprado los productos químicos. Parece ser que en su visita O’Shaughnessy tuvo la suerte de encontrar cuadernos viejos con listas de compras de productos químicos durante la década de mil novecientos veinte. Digo suerte, aunque al final resultó lo contrario. No me di cuenta de que Fairhaven estaba en alerta máxima, vigilando cada paso que dábamos. Cuando se enteró de que O’Shaughnessy, aparte de saber dónde compraba Leng los productos químicos, se había agenciado una serie de libros antiguos de contabilidad que en nuestras manos podían ser muy útiles, y está claro que peligrosísimos, no tuvo más remedio que matarle. Y enseguida.
—Pobre Patrick —dijo Smithback—. Qué muerte tan horrible.
—Sí, mucho —musitó Pendergast con la angustia grabada en las facciones—. Y la responsabilidad es mía. Era buena persona, y muy buen policía.
Al mirar las hileras de libros con encuadernación de piel y los tapices apolillados, Nora se estremeció.
—Dios mío —acabó murmurando Smithback con un movimiento lateral de la cabeza—. Pensar que no puedo publicar nada de todo esto. —Miró a Pendergast—. Bueno, ¿y a Fairhaven qué le pasó?
—Pobre, al final sucumbió a lo que más temía: la muerte. Le he emparedado en una salita del sótano, como homenaje a Poe. No vaya a ser que se descubra su cadáver.
Sus palabras provocaron un momento de silencio.
—¿Y qué piensa hacer con esta casa y con todas las colecciones? —preguntó Nora.
Una leve sonrisa curvó los labios de Pendergast.
—Gracias a los sinuosos caminos de la herencia, tanto la casa como su contenido han acabado por pertenecerme. Es posible que algún día las colecciones sean cedidas anónimamente a los grandes museos del mundo, pero sería en un futuro muy lejano.
—¿Y qué le ha pasado a la casa, que está medio reventada?
—La respuesta está relacionada con lo último que deseo pedirles a los dos.
—¿Qué?
—Que me acompañen.
Siguieron a Pendergast por varios pasillos llenos de recodos, hasta llegar a la puerta que daba a la puerta cochera. El Rolls de Pendergast esperaba fuera, silencioso pero con el motor en marcha, desentonando con lo destartalado del barrio. Pendergast abrió la puerta.
—¿Adónde vamos? —preguntó Smithback.
—Al cementerio Gates of Heaven.
Tardaron media hora en salir de Manhattan e internarse en el desnudo paisaje invernal de las colinas de Westchester; media hora durante la que Pendergast no se movió ni abrió la boca, enfrascado como estaba en sus propios pensamientos. Al fin cruzaron la verja de metal oscuro y empezaron a subir por la suave cuesta de una colina. Detrás había otra, y luego otra: una gran ciudad de los muertos, llena de panteones y voluminosas tumbas. Finalmente, el coche se detuvo en un rincón apartado del cementerio, en una loma sembrada de lápidas de mármol blanco y elegantes panteones.
Pendergast bajó y les guio por un sendero muy cuidado que llevaba a una hilera de tumbas recientes. Consistían en montones alargados de tierra helada, dispuestos con precisión geométrica y sin lápidas ni flores ni ninguna clase de indicador aparte de un pincho en la cabecera. Cada pincho tenía un marco de aluminio con un letrero de cartón, y cada letrero, un número que con la humedad y el moho ya se había puesto borroso.
Recorrieron la hilera de tumbas hasta llegar a la número 12, donde Pendergast se detuvo, inclinó la cabeza y juntó las manos como si rezara. El sol de invierno, débil y lejano, brillaba entre las ramas retorcidas de los robles. La loma se difuminaba en la niebla.
—¿Dónde estamos? —preguntó Smithback, mirando alrededor—. ¿De quién son las tumbas?
—Es donde Fairhaven enterró los treinta y seis esqueletos de la calle Catherine. Una medida muy inteligente. Para exhumar un cadáver hace falta una orden judicial, y un proceso largo y difícil. Lo único preferible era incinerarlos, y claro, eso la ley no se lo permitía. Fairhaven no quería que estos esqueletos estuvieran al alcance de nadie.
Pendergast hizo un gesto con la mano.
—Esta, la número doce, es la última morada de Mary Greene. Ya tiene quien la recuerde.
Metió una mano en el bolsillo y sacó un papelito arrugado en forma de acordeón, que la brisa hizo temblar levemente. Lo sostuvo sobre la tumba como si se tratase de una ofrenda.
—¿Qué es? —preguntó Smithback.
—El arcano.
—¿El qué?
—La fórmula de Leng para alargar la vida humana. Perfeccionada. Ya no requiere el uso de donantes humanos. Por eso dejó de asesinar en mil novecientos treinta y cinco.
Se hizo un silencio durante el cual Nora y Smithback se miraron.
—Al final Leng lo consiguió. Sólo fue posible a finales de los años veinte, cuando tuvo acceso a determinados opiáceos de síntesis y otras sustancias bioquímicas. Con esta fórmula ya no le hacían falta víctimas. Para Leng, matar no era ningún placer. Era un científico. Los asesinatos sólo eran una necesidad, que lamentaba. No como Fairhaven, que está claro que disfrutaba.
Smithback miraba el papel con expresión incrédula.
—¿Va a decirme que tiene en la mano la fórmula de la vida eterna?
—La «vida eterna» no existe, señor Smithback, al menos en este mundo. Este tratamiento extendería el ciclo vital humano, aunque ignoro en qué medida. Al menos un siglo, y es posible que más.
—¿Dónde la ha encontrado?
—Estaba escondida en la casa. Tal como supuse. Sabía que Leng no la habría destruido, que se habría guardado una copia. —Pareció que la expresión de conflicto interno de Pendergast se agudizaba—. Tenía que encontrarla. Dejar que cayese en otras manos habría sido…
Dejó la frase a medias.
—¿La ha mirado? —preguntó Nora.
Pendergast asintió.
—¿Y bien?
—Bioquímicamente es bastante sencilla. Se usan productos químicos que están a la venta en cualquier farmacia bien surtida. Es una síntesis orgánica que, con el equipo necesario, podría realizar cualquier licenciado; pero hay un truco, un giro original, que hace que sea difícil que vuelva a descubrirse de manera independiente, al menos a corto plazo.
Hubo un momento de silencio.
—¿Qué va a… qué vamos a hacer? —musitó Smithback.
La respuesta fue un ruido de fricción. De repente Pendergast tenía una llamita en la mano izquierda: un delgado mechero de oro que reflejaba la escasa luz del día. Aplicó la llama a una esquina del papel sin decir nada.
—¡Espere! —exclamó Smithback, lanzándose hacia él.
Pendergast demostró su habilidad esquivándole al tiempo que levantaba el papel.
—¿Qué hace? —Smithback giró sobre sus talones—. Démela, hombre de Dios…
El documento en forma de acordeón ya había quedado reducido a la mitad. Las cenizas negras que desprendía el papel al retorcerse caían poco a poco sobre la tierra helada de la tumba.
—¡Pare! —dijo Smithback, jadeando y dando otro paso—. ¡Piense un poco! No puede…
—Lo he pensado muy bien —dijo Pendergast—. De hecho, en estas seis semanas de registro lo único que he hecho ha sido pensar. La persona que sacó a la luz esta fórmula era miembro de la familia Pendergast, para eterna vergüenza mía. Por su culpa murió mucha gente, muchas Mary Greene cuyo recuerdo se ha perdido. Ya que la he descubierto yo, tengo que destruirla yo. Hágame caso: es la única manera. Algo así, creado a partir de tanto sufrimiento, no se puede permitir que exista.
La llama había reptado hasta el último borde. Pendergast abrió los dedos, y la esquina sin quemar se hizo cenizas durante su caída hacia la tierra excavada. Entonces la enterró con suavidad en la sepultura de Mary Greene. Al apartarse, sobre la tierra marrón sólo quedaba una mancha negra.
La conmoción se tradujo en un paréntesis de silencio, hasta que Smithback se llevó las manos a la cabeza.
—No puede ser. ¿Nos ha traído aquí sólo para esto?
Pendergast asintió.
—¿Por qué?
—Porque lo que acabo de hacer era demasiado importante para hacerlo solo. Era un acto que exigía testigos, aunque sólo fuera para la historia.
Al mirar a Pendergast, Nora, aparte del conflicto interno que se le seguía reflejando en la cara, vio un dolor infinito, un agotamiento espiritual. Smithback, abatido, negaba con la cabeza.
—¿Sabe qué ha hecho? Destruir el avance médico más importante de la historia.
Al volver a hablar, el agente del FBI lo hizo en voz baja, casi susurrando.
—Pero ¿no se da cuenta? Esta fórmula habría destruido el mundo. Leng ya tenía en sus manos la solución del problema. Si la hubiera divulgado, habría sido el final de todo. Sólo le faltó objetividad para entenderlo.
Smithback no contestó. Pendergast le observó un momento y volvió a mirar la tumba. Parecía más caído de hombros que antes.
Nora, mientras tanto, se había mantenido al margen, mirando y escuchando, pero sin decir nada. Se decidió a intervenir.
—Yo le entiendo —dijo—. Me doy cuenta de lo difícil que habrá sido tomar la decisión; y no sé si lo que opino tiene algún valor, pero considero que ha hecho lo que había que hacer.
Pendergast la escuchó con la mirada fija en el suelo. Luego, lentamente, la elevó hasta hacer coincidir las de los dos, y quizá fueran imaginaciones de Nora, pero le pareció que sus palabras, de manera casi imperceptible, habían aliviado la angustia de su rostro.
—Gracias, Nora —dijo Pendergast en voz baja.