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Smithback, completamente inmóvil, escrutó la oscuridad impenetrable del rincón, hasta que logró preguntar con voz quebrada:

—¿Quién es?

No hubo respuesta.

—¿Es el que cuida la casa? —Rio forzadamente—. Parece mentira, pero me he quedado encerrado.

Seguía sin oírse nada. Quizá fueran imaginaciones suyas. Con lo que llevaba visto en aquella casa, no volvería a ver una película de terror en la vida. Lo intentó otra vez.

—Pues le digo una cosa: me alegro de que haya venido. Si pudiera ayudarme a encontrar la puerta…

Se le quedó la frase a medias, a causa de un espasmo involuntario de terror. Había aparecido algo en la penumbra: una silueta con abrigo largo y negro, y un bombín que le cubría en parte el rostro. Tenía una mano levantada, y en ella un escalpelo macizo y anticuado. Sus dedos, largos y delgados, lo hicieron girar casi con cariño, de tal modo que la cuchilla brilló un poco. En la otra mano se observaban los reflejos de una jeringuilla.

—Es un placer inesperado verle aquí —dijo el desconocido con una voz grave y seca, acariciando el escalpelo—. Inesperado pero conveniente. De hecho, llega justo a tiempo.

Un instinto primitivo de supervivencia, tan fuerte que se sobrepuso al miedo que paralizaba a Smithback, le hizo entrar en acción. Dio media vuelta y echó a correr; pero estaba todo tan oscuro, y la silueta se movía con tan abrumadora rapidez…

Transcurrido un tiempo que no supo medir, se despertó a merced de un intenso sopor y una especie de languidez desorientada. Se acordó de haber soñado algo espantoso, pero, bueno, ya había vuelto todo a su sitio; cuando acabara de despertarse, en una mañana bonita de otoño, los recuerdos del sueño, fragmentarios y atroces, se desvanecerían en su subconsciente. Se levantaría, se vestiría, desayunaría lo de siempre en su bar griego favorito y, como todas las mañanas, se reincorporaría al trabajo, a otro día de rutina.

Sin embargo, a medida que se le aliviaba el embotamiento de sus facultades mentales, notó que los recuerdos fragmentarios, aquellas vislumbres de horror, se conservaban igual de presentes y reales. Sin saber cómo, le habían atrapado. En la oscuridad. En la casa de Leng.

La casa de Leng…

Sacudió la cabeza, y al moverla se le despertó un dolor feroz. El hombre del bombín era el Cirujano. Y estaba en la casa de Leng.

De repente, la sorpresa y el miedo le agarrotaron. Entre todas las ideas que cruzaban por su cerebro en un momento tan terrible, había una que descollaba sobre las demás: Pendergast tenía razón. La había tenido desde el principio. Enoch Leng aún estaba vivo. El Cirujano era Leng en persona. Y Smithback se había metido en su casa. Lo que oía, aquel jadeo tan repelente, era él mismo respirando demasiado deprisa, aspirando aire a través de la cinta adhesiva que le tapaba la boca. Hizo el esfuerzo de respirar con más calma y evaluar la situación. Había un fuerte olor a moho, y estaba todo más negro que el carbón. El aire era frío y húmedo. Notando que le dolía la cabeza más que antes, se acercó un brazo a la frente, y de repente no pudo seguir. Había notado en la muñeca el tirón de un grillete, y había oído el ruido metálico de una cadena. ¿Qué coño pasaba?

Se le aceleró el pulso. Empezaba a acordarse de todo: de la sucesión interminable de salas cavernosas, de la voz brotando de la oscuridad, de la aparición de aquel hombre… Y de los reflejos del escalpelo. ¿De verdad era Leng? ¡Dios mío! ¿Después de ciento treinta años? ¿Leng?

Atontado, muerto de miedo, intentó levantarse por acto reflejo, pero se cayó entre un ruido de piezas metálicas chocando. Estaba completamente desnudo, encadenado al suelo por los brazos y las piernas, y con la boca tapada con esparadrapo.

No podía ser. ¡Por Dios, era de locos!

No le había contado a nadie su intención de ir a la casa. No había nadie que estuviera al corriente de su paradero. Ni siquiera le echaban en falta. ¡Ojalá se lo hubiera dicho a alguien! A la secretaria, a O’Shaughnessy, a su bisabuelo, a su hermanastra… A quien fuera.

Se quedó tumbado con la cabeza martilleándole. Volvía a respirar demasiado deprisa, y el corazón le aporreaba la caja torácica. El hombre de negro le había drogado y encadenado. El del bombín. Hasta ahí estaba claro. La misma persona, sin duda, que había intentado matar a Pendergast; y probablemente la que había asesinado a Puck y los demás. El Cirujano. Estaba en las mazmorras del Cirujano.

El Cirujano. El profesor Enoch Leng.

Un ruido de pisadas le despertó del todo. Oyó el roce de algo, y apareció un rectángulo de luz en la pared de oscuridad que tenía delante. Gracias a la luz reflejada, Smithback vio que estaba en una habitación pequeña del sótano, con suelo de cemento, paredes de piedra y una puerta de hierro. Experimentó un rebrote de esperanza y hasta de gratitud. En la abertura de la puerta aparecieron unos labios húmedos, que se movieron.

—Por favor, no se altere —dijo una voz—, que pronto habrá acabado todo. No tiene sentido resistirse.

Casi le resultaba familiar, pero al mismo tiempo era una voz extraña y pavorosa, como un susurro en una pesadilla.

Al cerrarse, la mirilla volvió a sumir a Smithback en la oscuridad.