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El capitán Custer miró el reloj de la pared de su despacho. Casi era mediodía. Notando que su vasto estómago rugía, tuvo ganas —por como mínimo, vigésima vez— de que llegaran las doce cuanto antes, para poder salir a Dilly’s Deli, pedir un bocadillo con doble comed beefy queso y ración extra de mayonesa, y meterse el monstruo en la boca. Cuando estaba nervioso siempre tenía hambre, y estaba teniendo un día de muchísimos nervios. No llevaba ni cuarenta y ocho horas al frente del caso y ya había recibido llamadas impacientes: del alcalde, del jefe de policía… Los tres asesinatos tenían a toda la ciudad al borde del pánico. Él, por desgracia, no tenía nada nuevo que aportar. El balón de oxígeno que, por iniciativa suya, le había reportado el artículo sobre los huesos viejos ya casi no tenía fuelle. Los cincuenta detectives asignados al caso seguían las pistas como desesperados, pero nada. Además, ¿seguirlas adónde? A ningún sitio. Custer resopló y cabeceó. Pandilla de lameculos incompetentes…

Volvió a hacerle ruido el estómago, esta vez con más fuerza que antes. La presión y los nervios le envolvían como una toalla mojada. Si tener asignado un caso importante era eso, no estaba muy seguro de que le gustara. Echó otro vistazo al reloj. Cinco minutos más. Nunca salía a comer antes de las doce, por cuestión de disciplina. Como policía, sabía que la disciplina era algo clave. De eso se trataba. No podía dejar que la presión le afectara.

Se acordó de la mirada de reojo del jefe de policía al asignarle la investigación en el tugurio de la calle Doyers. No se podía decir que Rocker hubiera expresado una gran confianza en sus facultades. Se acordó con absoluta claridad de su consejo: «Le sugiero que se ponga a trabajar en el caso que acaba de serle asignado. Ponga enseguida manos a la obra, y coja al asesino. Porque no querrá que aparezca otro fiambre estando usted al cargo, ¿verdad?».

El minutero dio otro salto.

Puede que se trate de aumentar la dotación, pensó. Le convenía asignar otra docena de detectives al asesinato del archivo del museo, que era el más reciente y el que contendría las pistas más frescas. La conservadora que había encontrado el cadáver —¿cómo se llamaba, la muy repelente?— no había dicho ni mu. Si se pudiera…

Justo entonces, en el momento en que el minutero daba el salto a las doce en punto, Custer tuvo una revelación. El archivo del museo, la conservadora… Era tan abrumador, tan deslumbrante, que por un momento borró cualquier idea sobre bocadillos.

El museo, pensó. El eje de todo era el museo.

El tercer asesinato, la brutal operación: ocurrió, pensó, en el museo.

¿Y la arqueóloga, Nora Kelly? Trabaja, pensó, en el museo.

¿Y la carta que había filtrado el periodista, Smithbank, o como se llamara? ¿La que estaba en el origen de todo? La encontraron, pensó, en el archivo del museo.

¿Y aquel tío que daba repelús, Collopy, el carcamal que había autorizado su salida del archivo? Director, pensó, del museo.

¿Y Fairhaven? Miembro, pensó, del consejo de administración del museo.

¿Y el asesino del siglo XIX? Relacionado, pensó, con el museo.

¿Y el propio archivero, Puck? ¿Por qué le habían asesinado? Pues porque, pensó, había descubierto algo; algo en el archivo.

El cerebro de Custer, más despejado que de costumbre, empezó a devanar a toda prisa las diversas posibilidades, las mil combinaciones y permutaciones. Se imponía actuar con firmeza y con rotundidad. Pensó que lo que hubiera encontrado Puck también lo encontraría él. Y que le suministraría la pista para encontrar al asesino. No había tiempo que perder. Ni un sólo minuto. Se levantó y pulsó el intercomunicador.

—¿Noyes? Ven enseguida.

Ni siquiera había soltado el botón y ya le tenía en la puerta.

—Quiero que vengan los diez mejores detectives asignados al caso del Cirujano, para una reunión confidencial en mi despacho. Dentro de media hora.

—A la orden.

Noyes arqueó una ceja, consiguiendo un gesto interrogante que renunciaba a la obsequiosidad.

—Ya lo tengo. Lo he solucionado, Noyes.

Noyes dejó de mascar chicle.

—Perdone, pero…

—La clave de los asesinatos del Cirujano está en el museo, concretamente en el archivo. ¡Y a saber si el asesino no estará en el mismo sitio! ¡Igual le tienen en plantilla! —Cogió al vuelo la chaqueta— Noyes, vamos derechos para allá. No saben la que les espera.