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El Silver Wraith se arrimó silenciosamente a la acera de la calle Setenta y dos. Pendergast se apeó y, mientras el coche esperaba delante del Dakota, se enfrascó en sus pensamientos.

La visita a su tía abuela le había dejado con un sentimiento de aprensión; sentimiento raro en él, pero que había ido creciendo en su interior desde la primera noticia sobre el descubrimiento del osario subterráneo de la calle Catherine.

Llevaba muchos años de guardia silenciosa, de estar pendiente de los comunicados del FBI y la Interpol por si aparecía un modus operandi muy concreto. A pesar de la esperanza de que jamás apareciera, en el fondo siempre había temido lo contrario.

—Buenas noches, señor Pendergast —dijo el vigilante, que al verle había salido de la garita.

Tenía un sobre en la mano, en la que llevaba un guante blanco. La visión del sobre incrementó considerablemente la aprensión de Pendergast, que contestó, sin cogerlo:

—Gracias, Johnson. ¿Ha pasado el sargento O’Shaughnessy, como le comenté?

—No, no le he visto en toda la tarde.

Pendergast se quedó pensativo, y dejó pasar un largo intervalo de silencio.

—Ya. ¿El sobre lo ha recibido usted en mano?

—Sí.

—¿Le puedo preguntar quién se lo ha dado?

—Un hombre muy amable, como de otra época.

—¿Con bombín?

—Exactamente.

Pendergast examinó la dirección del sobre, escrita con muy buen pulso: «A la atención de A. X. L. Pendergast. Edificio Dakota. Personal y confidencial». Era un sobre hecho a mano con un papel de barba muy grueso, a la antigua; justo la clase de papel que la familia Pendergast se hacía fabricar en exclusiva. El sobre se había puesto amarillento con los años, pero la escritura era reciente. Se giró hacia el vigilante.

—¿Me dejaría los guantes, Johnson?

El portero era demasiado profesional para delatar sorpresa por lo que fuera. Pendergast se puso los guantes, se acercó a la zona de luz que rodeaba la garita y rompió el sello del sobre con el dorso de una mano. Después lo abombó con mucho cuidado y miró qué había dentro. Una hoja doblada por la mitad, con una fibra pequeña y gris en el pliegue. A un lego le habría parecido un trozo de sedal. Pendergast reconoció un filamento nervioso de ser humano, sin duda de la cola de caballo de la base de la médula espinal.

La hoja doblada no llevaba nada escrito. La orientó hacia la luz, pero no había ni filigrana. Justo en ese momento sonó su móvil. Depositó el sobre con precaución, se sacó el móvil del bolsillo del traje y se lo acercó al oído.

—¿Diga?

Su tono de voz era tranquilo, neutral.

—Soy Nora. Oiga, Smithback ya sabe dónde vive Leng.

—¿Y bien?

—Que me parece que ha ido. Me parece que ha entrado en la casa.