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El Rolls-Royce, grande y sigiloso, recorría Little Governors Island por la carretera de un carril que cruzaba la isla. En los humedales y las depresiones del terreno se acumulaba una niebla muy densa que impedía ver East River y, al otro lado, la muralla de Manhattan. Primero la luz de los faros pasó por una hilera de castaños viejos, muertos desde hacía mucho tiempo; a continuación barrió una verja muy maciza de hierro forjado, hasta que, al frenar el coche, se detuvo ante una placa de bronce: HOSPITAL MOUNT MERCY PARA DELINCUENTES PSICÓTICOS

Un vigilante salió de la garita y se acercó al coche a la luz de los faros. Era corpulento, alto y con aspecto amigable. Pendergast bajó la ventanilla trasera para dejarle meter la cabeza.

—Se ha acabado el horario de visitas —dijo el vigilante.

Entonces Pendergast metió una mano en la chaqueta, sacó la cartera donde tenía la identificación, la abrió y se la enseñó. El vigilante la estudió a fondo y asintió como si fuera lo más normal del mundo.

—¿Qué quería, agente especial Pendergast?

—Vengo a ver a una paciente.

—¿Me dice su nombre?

—Pendergast. Cornelia Delamere Pendergast.

El silencio fue breve, violento.

—¿Es para alguna misión oficial?

El tono del vigilante ya no era tan amistoso.

—Sí.

—Bueno, pues ahora mismo aviso a los de la casa. Esta noche está de servicio el doctor Ostrom. Puede aparcar en la zona reservada al personal, a la izquierda de la puerta grande. En recepción sabrán quién es.

Pocos minutos después, Pendergast seguía al doctor Ostrom —muy acicalado, y con aspecto de maniático— por un pasillo largo y lleno de ecos. Delante iban dos guardias, y detrás otros dos. En el pasillo todavía podían apreciarse lujosos restos de artesonado y molduras, escondidas debajo de varias capas de pintura institucional. Un siglo antes, en la época en que la tisis hacía estragos en todas las clases de la sociedad neoyorquina, el hospital Mount Mercy había sido un sanatorio de lujo, con una clientela joven de tuberculosos de buena familia. Posteriormente, su situación en una isla, junto con otros factores, había provocado su conversión en un centro de alta seguridad destinado a aquellos que, pese a haber cometido crímenes atroces, habían sido declarados inocentes por demencia.

—¿Cómo está? —preguntó Pendergast.

La respuesta del médico fue un poco dubitativa.

—Más o menos igual.

Llegaron a una puerta de acero muy sólida, que tenía una ventanilla protegida con barras. Uno de los guardias que iba delante la abrió con una llave. Luego él y su compañero se quedaron fuera, y Pendergast entró seguido por los últimos dos guardias. Habían penetrado en una habitación pequeña, casi sin decoración. En las paredes, ligeramente acolchadas, no había ningún cuadro. El mobiliario se limitaba a un sofá de plástico, dos sillas también de plástico y una mesa, todo ello atornillado al suelo. Tampoco había reloj, y el fluorescente del techo, única fuente de luz, tenía una protección de tela metálica muy resistente. No había nada que pudiera usarse como arma o instrumento para suicidarse. En la pared del fondo había otra puerta de acero, todavía más gruesa que la primera y sin ventanilla. Encima ponía, en letras grandes: «Cuidado: peligro de fuga».

Pendergast tomó asiento en una de las sillas de plástico y cruzó las piernas. Los dos guardias desaparecieron por la puerta interior. La habitación quedó unos minutos en silencio, un silencio que sólo interrumpían algunos chillidos muy lejanos y unos golpes rítmicos aún más apagados. De repente, a una distancia mucho menor, se oyeron las protestas de una voz estridente de mujer. Entonces se abrió la puerta, y uno de los guardias introdujo una silla de ruedas en la celda. Bajo la gruesa capa de goma que cubría todas las superficies metálicas casi no se veían las correas.

La persona cuyos brazos, piernas y torso estaban firmemente sujetos por dichas correas era una mujer provecta y de gran dignidad. Llevaba un vestido negro de tafetán a la antigua, zapatos de botones victorianos y velo negro de luto. Al ver a Pendergast interrumpió de golpe sus quejas y ordenó:

—Levántame el velo.

Uno de los guardias se lo retiró de la cara y se lo colocó hacia atrás con cuidado de no acercarse. La anciana miraba fijamente a Pendergast con un leve temblor en la cara, marcada por la parálisis facial y las manchas de la vejez. Pendergast se volvió hacia el doctor Ostrom.

—¿Tendría la amabilidad de dejarnos solos?

—Tiene que quedarse alguien —dijo Ostrom—. Y le ruego que deje un poco de distancia con la paciente, señor Pendergast.

—En mi última visita me concedieron un momento a solas con mi tía abuela.

—Le recuerdo, señor Pendergast, que en su última visita… —empezó a decir Ostrom con dureza, pero Pendergast levantó una mano y dijo:

—Está bien.

—Es un poco tarde para visitas. ¿Cuánto tiempo le hace falta?

—Un cuarto de hora.

—Muy bien.

El médico hizo señas con la cabeza a los dos guardias, que se apostaron a ambos lados de la salida. En cuanto a él, se quedó al lado de la puerta del pasillo con los brazos cruzados y se mantuvo a la espera lo más lejos posible de la paciente.

Pendergast intentó acercar la silla, pero se acordó de que estaba clavada al suelo y lo subsanó inclinándose y mirando a la anciana fijamente.

—¿Cómo estás, tía Cornelia? —preguntó.

Ella se inclinó hacia él y susurró con voz ronca:

—Cariño, qué alegría verte. ¿Te apetece una tacita de té con leche y azúcar?

Uno de los guardias rio con disimulo, pero la mirada severa de Ostrom cortó su risa en seco.

—No, gracias, tía Cornelia.

—Mejor, porque desde hace unos años el servicio ha empeorado que es un horror. Hoy día es tan difícil encontrar alguien que te ayude y lo haga bien… ¿Por qué has tardado tanto en visitarme, cariño? Ya sabes que a mi edad no puedo viajar.

Pendergast se inclinó un poco más.

—No tan cerca, por favor, señor Pendergast —murmuró el doctor Ostrom.

El agente se echó un poco hacia atrás.

—Es que tenía trabajo, tía Cornelia.

—El trabajo es para las clases medias, cariño. Los Pendergast no trabajan.

Pendergast bajó la voz.

—Perdona, tía Cornelia, pero es que no tengo mucho tiempo, y quería preguntarte unas cosas. Es sobre tu tío abuelo Antoine.

La anciana apretó los labios en una mueca de reprobación.

—¿El tío abuelo Antoine? Dicen que se marchó al norte, a Nueva York, y que se hizo yanqui, pero fue hace muchos años. Antes de que naciera yo.

—Cuéntame lo que sepas, tía Cornelia.

—Seguro que ya te lo han contado, cielo. Además, piensa que es un tema que no nos gusta a nadie.

—Da igual. Me gustaría oírtelo contar.

—Pues… Heredó la tendencia a la locura que hay en toda la familia. Yo he tenido suerte de…

La anciana suspiró, compasiva.

—¿Qué clase de locura?

Pendergast conocía la respuesta, desde luego, pero necesitaba volver a oírla. Siempre había detalles y matices novedosos.

—De niño ya tenía obsesiones horribles. Era un crío muy inteligente: sarcástico, ingenioso… raro. A los siete años no había manera de ganarle al ajedrez ni al backgammon. Destacaba mucho en el whist, y hasta propuso algunos refinamientos que, tengo entendido, ayudaron a crear el bridge de subasta. Le interesaba muchísimo la historia natural. Empezó a llenar su vestidor con una colección de cosas que daban asco: insectos, serpientes, huesos, fósiles… Todo eso. Además, heredó el interés de su padre por los elixires, los reconstituyentes y todo lo químico. Incluidos los venenos.

Al mencionar los venenos, los ojos negros de la anciana brillaron de manera peculiar. Los dos guardias cambiaron de postura, incómodos. Ostrom carraspeó.

—¿Falta mucho, señor Pendergast? Preferiríamos no poner más nerviosa de la cuenta a la paciente.

—Diez minutos.

—Ni uno más.

La anciana siguió hablando.

—Después de la tragedia de su madre, se volvió muy huraño, y no salía. Casi siempre estaba solo, haciendo mezclas químicas. Claro que seguro que ya sabes por qué le fascinaban.

Pendergast asintió.

—Se había hecho una variante propia del escudo de armas de la familia. Parecía un letrero de farmacéutico: tres esferas doradas. La tenía colgada encima de la puerta. Dicen que para un experimento envenenó a los seis perros de la familia. Luego empezó a pasar mucho tiempo en… Abajo, vaya. ¿Me entiendes?

—Sí.

—Dicen que desde siempre estaba más cómodo con los muertos que con los vivos. Si no estaba abajo, estaba en el cementerio de Saint Charles, con aquella vieja odiosa, Marie LeClaire. Ya sabes, vudú cajún, y todo eso.

Pendergast volvió a asentir.

—La ayudaba a hacer pócimas, amuletos y unas muñecas de palitos que ponían los pelos de punta. También la ayudaba a hacer señales en las tumbas. Luego, al morirse ella, ocurrió aquello tan desagradable de su tumba, y…

—¿Desagradable? ¿El qué?

La anciana suspiró y bajó la cabeza.

—La profanación de la tumba y del cadáver de ella, con todos esos cortecitos tan horribles… Seguro que ya te lo han contado.

—Se me ha olvidado.

El tono de Pendergast era suave, afable, inquisidor.

—Creía que podía resucitarla. Había gente que decía que se lo había pedido ella antes de morir, y que le había encargado una especie de misión de ultratumba, algo horrendo. No llegó a aparecer ni un trozo de carne de los que faltaban. No, mentira; me parece que encontraron una oreja en la barriga de un caimán cazado una semana después, en el pantano. La identificaron por el pendiente, claro. —Se le apagó la voz y, girándose hacia un guardia, le habló con frialdad, autoritariamente—. Mi pelo. Hay que arreglarlo.

Se acercó el guardia que llevaba guantes de cirujano, y delicadamente, a distancia prudencial, le colocó los cabellos en su sitio. La anciana se giró hacia Pendergast.

—Aunque suene horrible, porque se llevaban sesenta años, esa mujer le tenía dominado sexualmente, como si dijéramos. —Se estremeció medio de asco, medio de placer—. Está claro que era ella la que le animaba a estudiar la reencarnación, las curas milagrosas y tonterías así.

—¿A ti qué te contaron sobre la desaparición de Antoine?

—Fue al cumplir los veintiún años y hacerse cargo de su patrimonio. Aunque la palabra exacta no es «desaparición»: le pidieron que se marchara de casa. Al menos eso es lo que me han dicho. Había empezado a hacer comentarios sobre que salvaría y curaría al mundo (supongo que para compensar lo que había hecho su padre), pero al resto de la familia no le hacía mucha gracia. Pasados unos años, cuando sus primos intentaron encontrar la pista del dinero de la herencia que se había llevado, parecía que había desaparecido. Se llevaron una decepción tremenda. Es que, claro, era tanto dinero…

Pendergast asintió, y su gesto fue el preludio de un largo silencio.

—Tengo otra pregunta, tía Cornelia. La última.

—¿Qué?

—Es una cuestión moral.

—Una cuestión moral. Qué raro. ¿Por casualidad tiene algo que ver con el tío abuelo Antoine?

Pendergast no contestó directamente.

—Hace un mes que busco a alguien. Es una persona que conoce un secreto. Me falta muy poco para averiguar dónde está, y que nos enfrentemos sólo es cuestión de tiempo.

La anciana no dijo nada.

—Si salgo vencedor del duelo, lo cual no está claro, es posible que me tenga que plantear la cuestión de qué hago con el secreto. Podría ser que me viera obligado a tomar una decisión con repercusiones muy profundas en el futuro del género humano.

—¿Y qué secreto es?

Pendergast bajó la voz, convertida en la sombra de un susurro.

—Me parece que es una fórmula médica por la que cualquier persona, siguiendo una dieta determinada, podría alargarse la vida como mínimo un siglo. No se evita la muerte, pero se retrasa de manera importante.

Hubo un momento de silencio. Los ojos de la anciana volvían a brillar.

—Oye, ¿y el tratamiento cuánto costará? ¿Será barato o caro?

—No lo sé.

—Aparte de ti, ¿cuánta gente tendrá acceso a la fórmula?

—Seré el único. Dispondré de muy poco tiempo para decidir cómo la uso. Puede que sólo sean unos segundos.

El silencio se alargó hasta contarse por minutos.

—Y esta fórmula de la que hablas, ¿cómo la han descubierto?

—Sólo te diré que ha costado muchas vidas inocentes. Y de una manera especialmente cruel.

—Eso le añade otra dimensión al problema. Aun así, la respuesta está muy clara. Cuando la fórmula llegue a tus manos, debes destruirla enseguida.

Pendergast la miró con curiosidad.

—¿Está segura? ¿Del todo? Siempre ha sido el máximo objetivo de la ciencia médica.

—Los franceses tienen una maldición que dice: ojalá se te cumpla lo que más desees. Si el tratamiento es barato y está al alcance de todos, destruirá el planeta por sobrepoblación. Si es caro y sólo pueden permitírselo los más ricos, provocará tumultos, guerras y la ruptura del contrato social. En cualquiera de los dos casos, conducirá directamente al sufrimiento humano. ¿Qué valor tiene una vida larga si está llena de miseria y de dolor?

—¿Y el aumento incalculable de conocimiento que comportaría ese descubrimiento, partiendo de la premisa de que los cerebros más brillantes dispondrían de cien o doscientos años más para aprender y estudiar? Tía Cornelia, piensa en lo que podrían haber hecho Goethe, Copérnico o Einstein para la humanidad con una vida de doscientos años.

La anciana se burló.

—Por cada persona sabia y bondadosa, hay mil brutales y estúpidas. Si a un Einstein le das dos siglos para perfeccionar sus conocimientos, les das el mismo tiempo a otros mil para perfeccionar su brutalidad.

Esta vez pareció que el silencio se prolongara todavía más. Al lado de la puerta, el doctor Ostrom cambiaba nervioso de postura.

—Cariño, ¿te encuentras bien? —preguntó la anciana, observando atentamente a Pendergast.

—Sí.

Pendergast miró sus extraños ojos negros, tan llenos de sabiduría, intuición y la más profunda vesania.

—Gracias, tía Cornelia —dijo. Se levantó—. ¿Doctor Ostrom?

El médico le miró.

—Hemos acabado.