7

Caminaba por Riverside Drive con pasos cortos y precisos, marcando el ritmo en el asfalto con la puntera metálica de su bastón. Estaba amaneciendo sobre el río Hudson. El sol teñía el agua de un color rosa aceitoso. En el aire frío del otoño, los árboles de Riverside Park no se movían ni hacían ningún ruido. Respiró hondo, y su sentido del olfato desmenuzó el bosque sin senderos de los olores urbanos: brea y gasóleo subiendo del río, la humedad del parque, el olor agrio de las calles…

Se metió por una calle corta, en la que se detuvo. La naciente luz del día no iluminaba ni a un alma. Oía el ruido del tráfico a una manzana, en Broadway, y veía el brillo lejano de las tiendas, pero en el lugar donde estaba reinaba un gran silencio. Casi todos los edificios de la calle estaban abandonados. De hecho, el suyo tenía al lado un solar que muchos años antes había estado ocupado por un pequeño picadero, lugar de reunión de las jóvenes más ricas de Manhattan. Naturalmente que del picadero ya hacía tiempo que no quedaba ni rastro, pero ahora el solar lo ocupaba una vía de servicio pequeña y sin nombre que daba al cuerpo central de Riverside, y que tenía la utilidad de aislar su edificio del tráfico. La isla formada por la vía de servicio tenía césped, árboles y una estatua de Juana de Arco. Era uno de los puntos menos conocidos de la isla de Manhattan; un punto que quizá él fuera el único en tener presente. Entre sus demás ventajas se contaba la de ser escenario de las correrías nocturnas de varias pandillas, y de tener fama de peligroso. Todo ello oportunísimo.

Se metió por una entrada de carruajes, y luego por una puerta lateral, hasta llegar a un espacio húmedo. A tientas (estaba oscuro, con las ventanas cerradas con tablones) recorrió un pasillo seguido por otro que le llevó a la puerta de un armario. La abrió. Estaba vacío. Entró e hizo girar un pomo en la pared del fondo. La puerta se abrió en silencio, y aparecieron unos escalones de piedra en sentido descendente.

Se detuvo al pie de la escalera y palpó el muro hasta que sus dedos encontraron el interruptor, viejísimo. Lo hizo girar, y se encendieron varias bombillas desnudas que iluminaron un antiguo pasadizo de piedra, frío y con regueros de humedad condensada. Colgó el abrigo negro en un gancho de latón, dejó el bombín al lado, en la percha al efecto, y, a continuación, introdujo el bastón en un paragüero. Sólo entonces, con pasos que resonaban por las superficies de piedra, recorrió el pasadizo hasta llegar a una puerta de hierro macizo, dotada en su parte superior de una mirilla rectangular.

La mirilla estaba cerrada.

Se quedó un rato fuera. Luego buscó una llave en el bolsillo, abrió la puerta de hierro y la empujó. La luz, al penetrar en la celda, hizo dibujarse un suelo manchado de sangre, y cadenas y grilletes arrojados de cualquier manera, formando un desorden de tiras de metal. La habitación estaba vacía. Naturalmente. Al mirarla, sonrió. Estaba todo listo para el siguiente ocupante.

Ajustó la puerta y volvió a cerrarla con llave. Luego, a través del pasadizo, accedió a una sala grande, subterránea. Tras encender la luz, que era potente, se acercó a una camilla de acero inoxidable. Encima había una cartera de estilo antiguo, y dos libros de contabilidad encuadernados en plástico rojo barato. Cogió el de encima y lo hojeó con sumo interés. ¡Qué espléndida ironía! En principio aquellos cuadernos deberían haber perecido tiempo atrás entre las llamas. En manos de la persona equivocada podrían haber sido altamente perjudiciales. Eso si él no hubiera aparecido en el momento justo. Ahora volvían a estar donde tenían que estar.

Dejó el libro y abrió la valija con mayor lentitud. Dentro, en un lecho humeante de hielo seco, había un recipiente cilíndrico de plástico gris, sencillo, de los de hospital. Se puso unos guantes de látex, sacó el recipiente del maletín, lo dejó en la camilla y lo abrió. Introdujo la mano y extrajo con cautela infinita algo alargado, gris y fibroso. De no ser por la sangre y el tejido que aún tenía adheridos, aquella masa habría recordado un cable grueso como los que aguantan los puentes, con miles de filamentos minúsculos en la capa externa veteada de rojo. Sus labios se curvaron un poco al sonreír, y le brillaron los ojos claros, que miraban sin parpadear. Levantó la masa hacia la luz, que la atravesó y la hizo brillar. Acto seguido se la llevó a un lavadero y la irrigó suavemente con una botella de agua destilada, para quitar los trozos de hueso y demás despojos. Lo siguiente fue introducir el órgano limpio en una máquina grande, cerrar la tapa y encenderla. Entonces, en la sala de piedra, sonó un zumbido agudo, señal de que los tejidos estaban siendo reducidos a una pasta.

A intervalos regulares consultaba una libreta, y luego, con movimientos diestros y precisos, añadía productos químicos a través de la tapa de la máquina. La pasta se hizo más blanca, y se aclaró. Entonces, con gestos igual de precavidos, la vertió en un tubo largo de acero inoxidable que dejó al lado, en un centrifugador. Cerró la tapa de este último y encendió un interruptor. El zumbido que produjo el aparato se agudizó muy deprisa, hasta acabar estabilizándose.

El proceso de extraer el suero por centrifugación duraría veinte minutos y medio. Sólo era la primera etapa de otro más largo. Había que mantener la más escrupulosa precisión. El mínimo error, en la etapa que fuera, se agravaría por sí sólo hasta volver inservible el resultado. No obstante, y como había decidido que en adelante toda la extracción se haría en el laboratorio y no in situ, estaba convencido de que la regularidad no sólo se mantendría, sino que mejoraría. Se colocó ante el lavadero, en cuyo interior había una toalla grande y enrollada con pulcritud. La cogió por el borde, la levantó y dejó que se desenrollara, permitiendo que cayeran en el lavadero media docena de escalpelos manchados de sangre. Empezó a limpiarlos sin prisa, con cariño. Eran de los antiguos, pesados y bien equilibrados; no tan prácticos, por supuesto, como los modelos japoneses actuales, pero agradables a la mano. Y con un afilado duradero. Los instrumentos viejos seguían teniendo su lugar, hasta en una época de máquinas secuenciadoras del ADN.

Tras dejar los escalpelos en un autoclave, para secarlos y esterilizarlos, se quitó los guantes, se lavó las manos muy a fondo y se las secó con una toalla de hilo. Echó un vistazo al centrifugador, a fin de vigilar la operación. Después se acercó a un armario pequeño, lo abrió y sacó un papel, que dejó en la camilla, junto al maletín. Tenía escritos cinco nombres en letra muy elegante:

Pendergast

Kelly

Smithback

O’Shaughnessy

Puck

El último nombre ya estaba tachado. Se sacó del bolsillo una pluma estilográfica de esmalte con incrustaciones, y pulcra, formalmente, con unos dedos largos y delgados, trazó una línea de hermosa precisión por toda la longitud del cuarto nombre, rematándola con una floritura.