La calle Doce Este era la típica calle del East Village, pensó O’Shaughnessy al meterse por ella desde la Tercera Avenida: una mezcla de punkis, aspirantes a poeta, reliquias de los sesenta y gente de toda la vida que no tenía ni fuerzas ni dinero para cambiar de barrio. Desde hacía unos años, la calle había mejorado un poco, pero entre las tiendas y los bares de fumadores de porros, y las de discos de segunda mano, seguían predominando las casas hechas polvo. Caminó más despacio, observando a los transeúntes: turistas de la cutrez con falsa pose de duros, punkis entrados en años con crestas rojas pasadísimas de moda, artistas con manchas de pintura en los vaqueros y lienzos bajo el brazo, skinheads equipados con ropa de cuero y colgajos dorados… Parecía que le esquivasen. En una calle de Nueva York, no había nada que destacara tanto como un policía de paisano, aunque estuviera suspendido de sus funciones y sometido a una investigación.
Vio la farmacia: minúscula, de ladrillos pintados de negro, y metida con calzador entre casas antiguas de piedra que parecían sucumbir al peso de innumerables capas de grafitis. El escaparate estaba casi tapado por el polvo, y lleno de cajas y expositores viejos, tan descoloridos por el tiempo y el sol que ya no se podían leer las etiquetas. Encima del escaparate, en letras pequeñas y sucias, se anunciaba NEW AMSTERDAM CHEMISTS.
O’Shaughnessy se detuvo y examinó el escaparate. Parecía mentira que sobreviviera una reliquia así, habiendo una Duane Reade a la vuelta de la esquina. No daba la impresión de que entrara ni saliera nadie. La farmacia New Amsterdam parecía muerta.
Siguió caminando y se acercó a la puerta. Había un timbre, y un letrero pequeño que decía SÓLO EN EFECTIVO. Pulsó el timbre y lo oyó sonar al fondo, muy al fondo. Tras una eternidad de silencio, se oyeron pasos arrastrados y el ruido de una cerradura. Entonces se abrió la puerta y apareció un hombre, o lo que a O’Shaughnessy le pareció que era un hombre: tenía la cabeza como una bola de billar, y llevaba ropa masculina, pero su rostro presentaba una neutralidad extraña que hacía difícil atribuirle un sexo.
El hombre se giró sin decir nada y volvió a alejarse arrastrando los pies. O’Shaughnessy le siguió, mirando con curiosidad a izquierda y derecha. Había pensado que se trataría de una farmacia antigua, con estanterías de madera llenas de aspirinas y linimentos, pero encontró una ratonera inverosímil, con montones de cajas, telarañas y polvo. Se aguantó la tos y, siguiendo un recorrido complicado, llegó al fondo, donde encontró un mostrador de mármol que casi tenía tanto polvo como el resto del local. La persona que le había abierto la puerta se había colocado detrás. En la pared del fondo había cajas amontonadas a la altura del hombro. O’Shaughnessy forzó la vista para leer las etiquetas de papel que tenía cada caja sobre una placa de cobre: amaranto, nuez vómica, ortiga, verbena, eléboro, hierba mora, narciso, zurrón de pastor y trébol. En la pared de al lado había centenares de vasos de precipitados de cristal, y debajo, varias hileras de cajas con símbolos químicos escritos con rotulador rojo.
El hombre —parecía más fácil considerarle así— observó a O’Shaughnessy con una mirada expectante en su cara blanca y fofa.
—O’Shaughnessy, asesor del FBI —dijo, enseñando la identificación que le había conseguido Pendergast—. Si no le molesta, me gustaría hacerle unas preguntas.
El hombre examinó la identificación, y O’Shaughnessy temió que fuera a cuestionarla, pero al final se limitó a encogerse de hombros.
—¿Qué tipo de clientela tiene? ¿Médicos, por ejemplo?
El hombre hizo una mueca.
—No, ninguno. Más que nada es gente rara. También vienen químicos, y gente aficionada. De los que compran suplementos nutritivos.
—¿Tiene algún cliente que vista a la antigua, o de manera rara?
El hombre, mediante un gesto vago, se refirió a la calle Doce Este.
—Por allá visten todos de manera rara.
O’Shaughnessy pensó un poco.
—Estamos investigando unos asesinatos de hace mucho tiempo más o menos de finales del siglo diecinueve. Quería saber si tiene algún registro antiguo que se pueda examinar, con listas de clientes o algo por el estilo…
—Podría ser —dijo el hombre.
Tenía la voz aguda, resollante. La respuesta pilló a O’Shaughnessy por sorpresa.
—¿Qué quiere decir?
—En mil novecientos veinticuatro se quemó del todo la farmacia, y después de reconstruirla, mi abuelo (que entonces era el titular) empezó a guardar los archivos en una caja fuerte antiincendios. Luego la farmacia pasó a mi padre, y la caja fuerte ya no se usó mucho. De hecho, a mi padre sólo le servía para guardar pertenencias de mi abuelo. Se murió hace tres meses.
—Lo siento —dijo O’Shaughnessy—. ¿De qué murió?
—Dijeron que de un derrame. Bueno, pues resulta que a las pocas semanas vino un anticuario, rondó por la farmacia y compró unos cuantos muebles. Al ver la caja fuerte me ofreció mucho dinero a cambio, pero sólo si dentro había algo con valor histórico. Hubo que taladrarla. —El dependiente se despejó la nariz—. Pero no había gran cosa. Yo, la verdad, esperaba que salieran… no sé, monedas de oro, o valores, o bonos antiguos… Se llevó una decepción, y se marchó.
—Entonces, ¿qué había dentro?
—Papeles. Libros de contabilidad, y esas cosas. Por eso le he dicho que podía ser.
—¿Me la dejaría mirar?
El dueño se encogió de hombros.
—Por mí…
La caja estaba al fondo, en una sala mal iluminada, entre montones de cajas mohosas y de cajones de embalar medio podridos. Llegaba hasta el hombro, y era verde, de un metal muy grueso. La perforación del mecanismo de cierre había dejado un agujero cilíndrico y brillante. El farmacéutico abrió la puerta y se apartó, dejando pasar a O’Shaughnessy, que se puso de rodillas y miró el interior de la caja. Flotaba tanto polvo que parecía un velo. El contenido se perdía en la oscuridad.
—¿Se podrían encender más luces? —preguntó O’Shaughnessy.
—Es que no hay más.
—Pues… ¿tiene a mano una linterna?
El dependiente negó con la cabeza.
—Aunque… Espere.
Se marchó arrastrando los pies, y volvió al minuto con una vela encendida, en un candelero de latón.
Esto es alucinante, pensó O’Shaughnessy. Sin embargo, cogió la vela musitando «Gracias» y la introdujo en la caja fuerte.
Teniendo en cuenta lo grande que era, estaba bastante vacía. Movió la vela e hizo inventario mental del contenido. En una esquina, periódicos viejos amontonados. Varios fajos pequeños de papeles amarillentos. Varias hileras de libros de contabilidad con aspecto de viejos. Dos libros más modernos, con encuadernación chillona en rojo. Media docena de cajas de zapatos con fechas escritas a mano en los costados.
Dejó la vela en el suelo de la caja y echó mano ansiosamente a los libros viejos de contabilidad. El primero que abrió era un simple inventario del año 1925: páginas y páginas de entradas con caligrafía fina y nerviosa. Los demás volúmenes se le parecían: inventarios semestrales que concluían en 1942.
—¿Cuándo se hizo cargo de la farmacia su padre?
El dependiente se lo pensó.
—Durante la guerra, no sé si en el cuarenta y uno o en el cuarenta y dos.
Todo encaja, pensó O’Shaughnessy. Volvió a guardar los libros y hojeó el montón de periódicos, pero el único fruto de su examen fue una nube de polvo. Menuda decepción se estaba llevando. A continuación movió la vela a un lado, y cogió los fajos de papeles. Se trataba de facturas y recibos de proveedores, correspondientes al mismo período: entre 1925 y 1942. Seguro que coincidían con los libros de contabilidad. En cuanto a los volúmenes de plástico rojo, saltaba a la vista que eran demasiado modernos para tener interés. Por lo tanto, sólo quedaban las cajas de zapatos. Ultima oportunidad. O’Shaughnessy cogió la de encima, sopló para quitar el polvo de la tapa y la levantó.
Contenía declaraciones de la renta antiguas.
Maldita sea, pensó al dejar la caja sobre las demás. Eligió otra al azar y levantó la tapa. Más declaraciones. Se apoyó en los talones con la vela en una mano y la caja de zapatos en la otra, pensando: No me extraña que el anticuario se marchara con las manos vacías. En fin, por probar…
En el momento en que se inclinaba suspirando con la intención de volver a guardar la caja, echó otro vistazo a los libros rojos. Qué raro. Según el farmacéutico, su padre sólo usaba la caja fuerte para guardar pertenencias de su abuelo. Pero el plástico se había inventado hacía relativamente poco, ¿no? Más tarde que 1942, seguro. Cogió uno de los libros por curiosidad y lo abrió. Se encontró con una página de renglones muy oscuros, cubierta de viejas anotaciones manuscritas. Tenía manchas de hollín y, como estaba un poco quemada, los bordes se deshacían.
Giró la cabeza. El dueño de la farmacia estaba lejos, buscando algo en una caja de cartón. O’Shaughnessy, nervioso, sacó de la caja tanto el primer libro rojo como el que le servía de pareja. Después apagó la vela y se levantó.
—Pues la verdad es que no hay nada muy interesante. —Enseñó los dos libros como si no tuvieran importancia—. Pero, bueno, me gustaría llevarme a la oficina este par. Serían uno o dos días, por cuestión de trámite. Y con su permiso, claro. Así los dos nos ahorramos papeleo, órdenes judiciales y todo eso.
—¿Órdenes judiciales? —dijo el farmacéutico, poniendo cara de preocupación—. Pues quédeselos hasta cuando quiera. Faltaría más.
Al salir a la acera, O’Shaughnessy hizo un alto para limpiarse el polvo de los hombros. Amenazaba con llover, y en los pisos y los bares de la calle se veía un parpadeo de luces encendiéndose. El redoble de un trueno venció en intensidad al zumbido del tráfico. O’Shaughnessy se subió el cuello de la chaqueta y se puso con cuidado los libros bajo el brazo, mientras caminaba a toda prisa hacia la Tercera Avenida.
En la otra acera, al amparo de la oscuridad del portal de una casa vieja, le observaba un hombre. Al verle marcharse, salió: llevaba un bombín muy calado, un abrigo negro largo y un bastón con el que daba golpes en la acera. Después de mirar con cautela a ambos lados, cruzó la calle lentamente en dirección a la farmacia New Amsterdam.