Convencido de ser el centro de todas las miradas, O’Shaughnessy siguió a Pendergast por la alfombra roja de la escalinata que llevaba a las puertas del museo, grandes y de bronce. Así, uniformado, tenía la sensación de hacer el gilipollas. Dejó bajar la mano hasta la culata de la pistola, y le complació observar que a pocos metros un hombre con esmoquin le miraba nervioso. Otro consuelo fue acordarse de que por participar en aquel circo encopetado le pagaban un cincuenta por ciento más, lo cual, tratándose del capitán Custer, no era moco de pavo.
En Museum Drive estaba formándose una hilera de coches, de los que se apeaba gente guapa y no tan guapa. Los periodistas y fotógrafos, que eran pocos, ponían cara de desconsuelo, porque no les dejaban pasar de unas cuerdas de terciopelo. Los flashes eran escasos y esporádicos. De hecho, ya había una camioneta con el logo de una cadena de televisión local en el proceso de guardar los bártulos y marcharse.
—Veo que la inauguración de la nueva sala de primates es bastante más modesta que otras a las que he asistido —dijo Pendergast, mirando alrededor—. Será que están cansados de tanta fiesta.
—¿Primates? ¿A toda esta gente le interesan los monos?
—Yo diría que la mayoría ha venido a observar a los primates fuera de las vitrinas.
—Muy gracioso.
Cruzaron la puerta, y parte de la Gran Rotonda. Hasta hacía dos días, la última visita de O’Shaughnessy al museo se remontaba a su infancia. Comprobó que los dinosaurios seguían donde siempre, y, un poco más lejos, la manada de elefantes. La alfombra roja y las cuerdas de terciopelo seguían internándose en el edificio, entre dos filas de chicas sonrientes que les orientaron mediante gestos de las manos y la cabeza. Muy simpáticas. O’Shaughnessy pensó que no era mala idea volver algún día que no estuviera de servicio.
Atravesaron la sala africana por una puerta grande, enmarcada por colmillos de elefante, y accedieron a otro espacio de notables dimensiones, una especie de sala de recepción ocupada por innumerables mesitas, cada una con su vela. Había toda una pared ocupada por un bufet larguísimo y rebosante de comida, bufet cuyos extremos estaban ocupados por sendos y bien surtidos bares. Al fondo de la sala habían montado una tarima. Cerca de Pendergast y O’Shaughnessy, en una esquina, un cuarteto de cuerda se esmeraba con un vals vienés. El policía escuchó con incredulidad. Eran malísimos. Bueno, al menos no se cargaban nada de Puccini.
La sala estaba casi vacía.
En la puerta había un individuo con pinta de loco, clavel blanco en la solapa y, debajo, una etiqueta grande con su nombre. Al ver a Pendergast se acercó casi corriendo y le cogió la mano con una gratitud que lindaba con el histerismo.
—Harry Medoker, jefe de relaciones públicas. Gracias, muchas gracias por venir. Seguro que le encantará la nueva sala.
—El comportamiento de los primates es mi especialidad.
—¡Ah! Pues ha venido al lugar indicado. —De repente el relaciones públicas reparó en O’Shaughnessy e interrumpió el zarandeo de la mano de Pendergast—. Perdone, agente, ¿ocurre algo?
Su voz había perdido toda su cordialidad.
—Pues sí —contestó O’Shaughnessy, adoptando su tono más amenazador.
El relaciones públicas se acercó a él y le habló con la mayor frialdad.
—Agente, se trata de una ceremonia privada. Lo siento, pero va a tener que marcharse. No necesitamos seguridad externa.
—¿Ah, no? Pues mira, Harry, resulta que vengo por aquel asuntillo del tráfico de cocaína en el museo.
—¿Cocaína?
Parecía que Medoker estuviera a punto de sufrir un infarto.
—Agente O’Shaughnessy… —dijo Pendergast a guisa de suave advertencia.
O’Shaughnessy dio una palmadita en el hombro del relaciones públicas.
—Pero ni una palabra, ¿eh? ¡Imagínate cómo se cebaría la prensa! Piensa en el museo, Harry.
Medoker se quedó blanco y temblando.
—Me da mucha rabia que no respeten el uniforme —dijo O’Shaughnessy.
Al principio Pendergast se le quedó mirando muy serio, hasta que hizo una señal con la cabeza hacia el bufet.
—Una cosa es que estando de servicio no se pueda beber, y otra que no se puedan comer blini con caviar.
—¿Bli… qué?
—Unas tortitas de trigo sarraceno con crème fraîche y caviar encima. Deliciosas.
O’Shaughnessy se estremeció.
—No me gustan los huevos crudos de pescado.
—Sospecho que nunca ha comido los auténticos, sargento. Pruébelos, aunque sólo sea una vez: le garantizo que son mucho más agradables que un aria de La valquiria. Pero bueno, también hay esturión ahumado, foie gras, jamón de Parma y ostras del río Damariscotta. El museo siempre ha servido muy buena comida.
—Me conformo con los rollitos de frankfurt.
—Eso se compra en un puesto callejero de la esquina de las calles Setenta y siete y Central Park West.
Pese al goteo de gente, la asistencia seguía siendo escasa. O’Shaughnessy siguió a Pendergast hacia la mesa de la comida, y, evitando los montones pegajosos de huevas grises, cogió unos cuantos cortes de jamón, se cortó una porción de un brie entero y, con la ayuda de unos panecillos, se hizo un par de bocadillitos de jamón y queso. El jamón estaba un poco seco, y el queso tenía un regusto a amoniaco, pero el conjunto era aceptable.
—¿Verdad que ha tenido una entrevista con el capitán Custer? —preguntó Pendergast—. ¿Qué tal ha ido?
O’Shaughnessy sacudió la cabeza sin dejar de masticar.
—Regular.
—Supongo que había alguien del ayuntamiento.
—Mary Hill.
—Ah, claro, la señora Hill.
—El capitán Custer quería saber por qué no les había dicho nada del diario, del vestido ni de la nota, pero, como constaba todo en el informe, y Custer no lo había leído, al final he salido con vida de la reunión.
Pendergast asintió.
—Gracias por ayudarme a terminarlo. Si no, me habrían hecho un culo nuevo.
—Pintoresca expresión —Pendergast miró por encima del hombro de O’Shaughnessy—. Sargento, le voy a presentar a un viejo conocido, William Smithback.
Al girarse hacia el bufet, O’Shaughnessy vio a un individuo desgarbado, con un mechón que le sobresalía de la coronilla en abierto desafío a las leyes de la gravedad. El esmoquin le sentaba mal y parecía absorto en acumular el máximo de comida sobre el plato en el mínimo de tiempo. Al ver a Pendergast, no supo ocultar su sobresalto. Violento, buscó con la mirada alguna escapatoria, pero el agente del FBI le sonreía alentadoramente, y el tal Smithback se acercó con cierta prevención.
—Qué sorpresa, agente Pendergast —dijo con voz nasal de barítono.
—En efecto. Veo que tiene buen aspecto, señor Smithback. —Cogió su mano y la estrechó—. ¿Cuántos años hace?
—Muchos —dijo Smithback, con expresión de no considerar que fueran ni remotamente suficientes—. ¿Qué hace en Nueva York?
—Tengo un apartamento en la ciudad. —Pendergast le soltó la mano y le miró de pies a cabeza—. Veo, señor Smithback, que ha ascendido a la categoría Armani —dijo—. Bastante mejor corte que aquellos trajes que llevaba, esos en serie a lo calle Catorce. Ahora bien, si un día quiere dar un paso de verdad en el escalafón de la elegancia, yo, con su permiso, le recomendaría a Brioni o Ermenegildo Zegna.
Smithback abrió la boca para contestar, pero Pendergast conservó educadamente la palabra.
—Ah, oiga, tengo noticias de Margo Green; está en Boston, trabajando para la compañía GeneDyne, y me pidió que le diera recuerdos.
Smithback volvió a abrir y cerrar la boca.
—Gracias —logró decir al cabo de un rato—. ¿Y… y el teniente D’Agosta? ¿Todavía le ve?
—También se fue a vivir al norte. Ahora está instalado en Canadá, y escribe novelas policíacas con el seudónimo de Campbell Dirk.
—Pues tendré que comprarme algún libro suyo.
—Aún no ha tenido mucho éxito, a diferencia de usted, señor Smithback. Aunque debo reconocer que son novelas que se dejan leer.
Smithback ya estaba recuperado del todo.
—¿Y las mías no?
Pendergast inclinó la cabeza.
—Mentiría si dijera que las he leído. ¿Tiene alguna que me recomiende en especial?
—Muy gracioso —dijo Smithback, mirando alrededor con expresión ceñuda—. No sé si habrá venido Nora.
—O sea, que es el que ha escrito el artículo, ¿no? —preguntó O’Shaughnessy.
Smithback asintió y dijo:
—¿A que ha sido una bomba?
—Lo que está claro es que ha llamado la atención —dijo Pendergast, seco.
—Lógico: un asesino en serie del siglo diecinueve que raptaba a chicos y chicas de los asilos y los mutilaba en nombre de no sé qué experimentos para alargarse la vida. Piense que por menos de eso han dado el Pulitzer.
Empezaba a llegar gente a un ritmo mayor, y a aumentar el nivel acústico de la sala.
—La Sociedad Arqueológica ha exigido que se investigue la destrucción del yacimiento. Parece que el gremio de la construcción también hace preguntas. Falta poco para las elecciones, y claro, el alcalde está a la defensiva. Ya se imaginará que a Moegen-Fairhaven no le ha sentado precisamente bien. Y hablando del rey de Roma…
—¿Qué? —dijo Smithback, con patente sorpresa por el comentario.
—Anthony Fairhaven —dijo Pendergast, señalando la entrada con la cabeza.
O’Shaughnessy siguió la dirección de su mirada. El hombre que había en la puerta de la sala tenía un aspecto mucho más juvenil de lo que se esperaba. Se le veía en forma, con un cuerpo nervudo y atlético, como de ciclista o escalador. El esmoquin le caía en los hombros y el pecho con la misma suavidad que si lo llevara puesto de nacimiento, pero lo más sorprendente era la cara: una rostro abierto, sincero, sin nada que ver con el personaje de magnate codicioso de la construcción que retrataba el artículo del Times. Para mayor asombro, Fairhaven orientó hacia ellos la mirada, vio que le observaban y, antes de entrar en la sala, les sonrió efusivamente.
Hubo un chisporroteo por megafonía, y Cuentos de los bosques de Viena se quedó a medias. En la tarima había un hombre efectuando pruebas de sonido. Su partida hizo que reinara el silencio en la sala. Al poco rato subió otro hombre vestido de etiqueta y se acercó al micrófono. Era la viva imagen de la seriedad, la inteligencia, la buena posición social, la dignidad y la desenvoltura; todo, en suma, lo que odiaba O’Shaughnessy, que preguntó:
—¿Quién es?
—El honorable doctor Frederick Collopy —dijo Pendergast—, director del museo.
—Está casado con una chica de veintinueve años —susurró Smithback—. ¿A que parece mentira? No sé ni cómo tiene… ¡Ahí está, ahí está!
Señaló a una mujer joven y sumamente atractiva que ocupaba un lateral y, a diferencia de las otras mujeres de la sala, entre las que imperaba el color negro, llevaba un vestido verde esmeralda y una diadema de brillantes de muy buen gusto. La combinación era para tumbar de espaldas.
—¡Caray! —musitó Smithback—. ¡Está increíble!
—Espero que el marido tenga unas palas de esas para infartos en la mesita de noche —murmuró O’Shaughnessy.
—Me parece que voy a hablar con ella y a darle mi número de teléfono, por si una noche el viejo se le queda frito y hace falta un sustituto.
—Buenas noches, señoras y señores —empezó a decir Collopy. Tenía una voz grave y ronca, sin entonación—. En mi juventud emprendí la reclasificación de los póngidos, los grandes monos…
Las conversaciones bajaron de tono, pero sin interrumpirse del todo. O’Shaughnessy pensó que la gente parecía bastante más interesada por la comida y la bebida que por oír hablar de monos a aquel individuo.
—Y me encontré con un problema: ¿dónde clasificaba a la humanidad? ¿Somos póngidos o no? ¿Somos un gran simio, o algo especial? He ahí la cuestión con la que me enfrenté…
—Viene la doctora Kelly —dijo Pendergast. Smithback se giró con la ansiedad y los nervios pintados en la cara, pero la doctora, alta y de melena cobriza, pasó de largo sin mirarle ni siquiera de reojo, derecha hacia el bufet.
—¡Eh, Nora! ¡Llevo todo el día buscándote!
Tras ver alejarse en pos de ella al periodista, O’Shaughnessy volvió a concentrarse en sus bocadillos de jamón y queso. Se alegraba de no tener que ganarse así la vida. ¿Cómo lo aguantaban? Pasarse el día de pie, hablando por hablar con gente a la que ni conoces ni volverás a ver, esforzándose en aparentar un mínimo interés por opiniones insulsas, y todo con el bordón de fondo de discursos y más discursos.
Le parecía inconcebible que existiera gente que fuera a fiestas así por gusto.
—Nuestros parientes más cercanos entre los seres vivos…
Smithback ya volvía. Tenía la pechera del esmoquin manchada de huevas y crème fraîche, y se le veía destrozado.
—¿Qué, un accidente? —preguntó irónicamente Pendergast.
—Se podría llamar así.
O’Shaughnessy giró la cabeza y vio que Smithback, en su retirada, estaba siendo seguido por una Nora con cara de muy pocos amigos.
—Nora… —volvió a decir el periodista.
Ella le plantó cara con irritación.
—¿Cómo te has atrevido? Esa información te la di de manera confidencial.
—Pero si lo he hecho por ti, Nora. ¿No te das cuenta? Ahora no te pueden perju…
—¡Serás idiota! Has destrozado mi carrera a largo plazo en el museo. Después de lo de Utah, y del cierre del museo Lloyd, era mi última oportunidad. ¡Y vas tú y me la revientas!
—Nora, si lo vieras desde mi punto de vista…
—Me lo habías prometido. ¡Tonta de mí, por fiarme! ¡Estoy como una cabra! —Miró hacia otro lado, pero enseguida redobló la ferocidad de sus ataques—. ¿Qué ha sido, una venganza por no haber querido alquilar el piso contigo?
—No, no, Nora, lo contrario: quería ayudarte. Te juro que al final me lo agradecerás…
Se le veía tan desarmado, al pobre, que a O’Shaughnessy le dio pena. Saltaba a la vista que estaba enamorado de ella, tanto como que acababa de meter la pata hasta el fondo y sin remedio.
Ella, de repente, la tomó con Pendergast.
—¿Y usted?
Primero Pendergast arqueó las cejas, y luego, con cuidado, dejó el blini en su plato.
—Merodeando por el museo, forzando puertas, avivando las sospechas… ¡Es el responsable de todo!
Él hizo una reverencia.
—Doctora Kelly, lamento profundamente cualquier mal rato que haya podido pasar por mi culpa.
—¿Mal rato? Van a crucificarme. ¡Y encima sale todo en el periódico de hoy! ¡Os mataría! ¡A todos!
Su voz, que había cobrado fuerza, empezó a robar miradas al conferenciante y su rollo sobre la clasificación de los grandes simios.
—Sonría —dijo Pendergast—, que está mirando nuestro amigo Brisbane.
Nora giró lentamente la cabeza. Al seguir la dirección de su mirada, O’Shaughnessy vio que estaban siendo observados por un hombre alto, relamido, con buena planta y el pelo negro peinado hacia atrás. La expresión de su cara no era muy alegre. Nora negó con la cabeza y bajó la voz.
—Si hasta me tienen prohibido dirigirles la palabra. Me parece mentira que hayan sido capaces de meterme en esta situación.
—A pesar de todo, doctora Kelly, es necesario que hablemos usted y yo —dijo suavemente Pendergast—. Si le parece bien, quedamos mañana por la tarde en el Ten Ren’s Tea and Ginseng Company. A las siete. La dirección es calle Mott, setenta y cinco.
Nora le miró con rabia y se marchó. Brisbane no esperó ni un segundo para deslizarse hacia el grupo con sus largas piernas.
—Qué agradable sorpresa —dijo fríamente y en voz baja—. El agente del FBI, el policía y el periodista: la trinidad menos santa que recuerdo haber visto.
Pendergast inclinó la cabeza.
—¿Qué tal, señor Brisbane?
—¿Yo? En plena forma.
Me alegro.
—No me suena que estuvieran en la lista de invitados, y menos usted, señor Smithback. ¿Cómo se ha saltado el control de seguridad?
Pendergast sonrió y dijo afablemente:
—El sargento O’Shaughnessy y yo estamos de servicio. En cuanto al señor Smithback… sospecho que se alegraría mucho de que le sacaran de la sala cogido de la oreja. ¿Qué mejor segunda parte para su artículo en el Times de hoy?
Smithback asintió.
—Así es, gracias.
Brisbane se quedó callado y, con una sonrisa todavía más forzada, miró a Pendergast y luego a Smithback, cuyo esmoquin manchado escudriñó a fondo.
—¿Su madre no le enseñó que el caviar se mete en la boca y no en la camisa?
Se marchó.
—Imbécil —murmuró Smithback.
—No le subestime —contestó Pendergast—. Tiene detrás a Moegen-Fairhaven, al museo y al alcalde. Y de imbécil no tiene ni un pelo.
—Sí, muy bonito, pero resulta que yo soy periodista del New York Times.
—No cometa el error de considerarse invulnerable, aunque esté tan arriba.
—Y ahora, dejémonos de preámbulos y pasemos a descubrir la última creación del museo, la sala de primates…
O’Shaughnessy vio que cortaban una cinta al lado de la tarima con unas tijeras gigantes. Tras algunos aplausos, la gente empezó a circular hacia la puerta abierta de la nueva sala. Pendergast le miró.
—¿Vamos?
—¿Por qué no?
—Cualquier cosa era mejor que estar allí plantado.
—Conmigo no cuenten —dijo Smithback—. Con la de exposiciones que he visto en este tugurio, tengo para toda la vida.
Pendergast se giró y estrechó la mano del reportero.
—Seguro que volvemos a vernos. Y pronto.
O’Shaughnessy tuvo la impresión de que Smithback se ponía bastante nervioso.
Tardaron poco en pasar con los demás a la sala contigua, cuya gran superficie estaba sembrada de dioramas de chimpancés, gorilas, orangutanes, monos y lemures disecados, en un entorno que reproducía su hábitat natural. O’Shaughnessy quedó ligeramente sorprendido al darse cuenta de que los dioramas eran fascinantes, y de que hasta tenían su belleza. Parecían marcos mágicos con acceso a mundos remotos. ¿Cómo lo había conseguido aquella pandilla de memos? No, claro, no habían sido ellos, sino los conservadores y los artistas. La gente como Brisbane era la paja de encima. Quedaba confirmada la necesidad de ir más a menudo al museo.
Vio que una vitrina congregaba a más público que las demás. Dentro había un chimpancé colgado de una rama, en pleno acto de gritar. La gente susurraba, y reía con disimulo. A simple vista no se diferenciaba de las demás vitrinas, pero algún atractivo especial debía de ofrecer. O’Shaughnessy tuvo curiosidad por saber qué tenía el chimpancé de tan interesante. Miró alrededor. Pendergast estaba al fondo, en una esquina, examinando con grandísimo interés a un monito muy extraño. Para raro, él. De hecho, pensándolo bien hasta daba un poco de miedo.
Se acercó a la vitrina para echarle un vistazo, y se quedó en la última fila. La gente seguía murmurando; algunos aguantaban la risa, mientras otros hacían chasquidos de reprobación con la lengua. Una señora cargada de joyas le hacía señas a un vigilante. Al darse cuenta de que O’Shaughnessy era policía, la gente se apartó automáticamente.
Vio que la vitrina tenía una etiqueta muy trabajada: una lámina de roble muy nudosa, con las letras doradas y, en los bordes, negras. Decía:
ROGER BRISBANE III
VICEPRESIDENTE PRIMERO