Doreen Hollander, residente en el 21 de Indian Feather Lane, Pine Creek (Oklahoma), había dejado a su marido a veintiséis pisos de altura, farfullando y roncando en la habitación de hotel. Al contemplar Central Park West en toda su anchura, decidió que era el momento perfecto para ir al Metropolitan y gozar de los nenúfares de Monet. Desde que los había visto en un póster en casa de su cuñada, había tenido ganas de estar delante de los famosos cuadros. A su marido, técnico de Oklahoma Cable, el arte no le merecía el menor interés. Seguro que al volver le encontraría igual de dormido.
En su consulta al plano turístico (que el hotel había tenido la generosidad de facilitarle), se llevó la agradable sorpresa de que el museo quedaba justo al otro lado de Central Park. Se podía ir caminando. No hacía falta gastarse una fortuna en taxis. A Doreen Hollander le gustaba caminar; qué mejor manera, además, de quemar los dos cruasanes con mantequilla y mermelada que, imprudente ella, se había zampado para desayunar.
Emprendió la caminata y, a paso veloz, accedió al parque por la puerta Alexander Humboldt. Era otoño, hacía buen tiempo y los rascacielos de la Quinta Avenida brillaban por encima de las copas de los árboles. Nueva York. Maravillosa ciudad, a condición de no tener que residir en ella.
Había una ligera cuesta, que en poco tiempo le llevó a la orilla de un lago muy bonito. Miró al otro lado. ¿Qué era mejor, rodearlo por la derecha o por la izquierda? Consultó el mapa y decidió que el camino más corto era por la izquierda.
Volvió, pues, a poner en marcha sus fuertes piernas de granjera, y a respirar un aire que le sorprendió por su frescura. Por el camino, que seguía la curva del estanque, le adelantaron varios ciclistas y patinadores en línea. Después de recorrer un tramo corto se encontró con otra encrucijada. El camino principal viraba al norte, pero había un sendero que se metía por un bosque conservando la dirección inicial. Consultó el mapa. No recogía la existencia del sendero, pero ella sabía reconocer la mejor ruta, y la tomó.
El sendero se bifurcaba dos veces en pocos metros, y proseguía errático entre lomas y afloramientos rocosos de pequeño tamaño. De trecho en trecho, entre los árboles, Doreen seguía distinguiendo la hilera de rascacielos de la Quinta Avenida, que le hacían señas y le indicaban el camino. El bosque se espesó. Entonces Doreen empezó a verlos. Qué raro. Había varios chicos repartidos por el bosque, con las manos en los bolsillos y esperando sin hacer nada. Esperando… ¿qué? Tenían buen aspecto: bien vestidos, y con un buen corte de pelo. Más allá de los árboles se consolidaba una despejada mañana de otoño. Doreen no tenía nada de miedo.
Caminó más deprisa, por un bosque cada vez más frondoso. En su relativa desorientación, consultó el mapa y averiguó que estaba en una zona que se llamaba «el Ramble». Sin darse cuenta, ya había vuelto dos veces sobre sus pasos. Parecía que el diseñador de aquel pequeño laberinto de senderos hubiera tenido la intención de extraviar al caminante.
¿Sí? Pues Doreen Hollander no era de las que se perdían, y menos en un bosquecito de parque urbano, porque se había criado en el campo, dando largos paseos por los campos y bosques del este de Oklahoma. La caminata estaba convirtiéndose en una pequeña aventura, y a Doreen Hollander le gustaban las pequeñas aventuras. De hecho había arrastrado a su marido a Nueva York ni más ni menos que para eso: para tener una pequeña aventura. Le salió una sonrisa forzada.
¡Caramba! ¡Otra vuelta! ¡Parecía mentira! Rio resignada y volvió a mirar el mapa, pero el Ramble sólo figuraba como una mancha verde. Miró alrededor. Quizá pudiera orientarla uno de aquellos chicos con tan buen aspecto.
Por desgracia, el bosque se había vuelto más oscuro y más frondoso. Aun así, entrevió a dos personas al otro lado de una pantalla de hojas, y se acercó. ¿Qué hacían fuera del camino? Dio otro paso, apartó una rama y echó un vistazo, que se convirtió en mirada fija, y esta en rictus de susto.
Retrocediendo bruscamente, dio media vuelta y se apartó lo más deprisa que pudo. Ahora lo entendía. Qué asco, por Dios. Se moría de ganas de salir lo antes posible de aquella porquería de sitio. De golpe se le habían pasado todas las ganas de ver los nenúfares de Monet. Hasta entonces no había querido creérselo, pero era ni más ni menos que lo que contaban en aquel programa de la tele, 700 Club, Nueva York era la versión actual de Sodoma y Gomorra. Siguió apretando el paso, respirando deprisa y evitando mirar hacia atrás.
No oyó acercarse las pisadas. Estaba completamente desprevenida. Cuando le cayó en la cabeza la capucha negra y se la ajustaron al cuello, cuando el brusco olor a cloroformo le agredió el olfato, la última imagen que se le formó en la mente fue la de una columna de sal torcida reflejando la luz desolada de una llanura desierta, con una cinta de humo negro al fondo.