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Custer, que iba a la cabeza del improvisado desfile, cruzó una serie de salas largas y de techo alto hasta llegar a la Gran Rotonda y salir a la escalinata del museo, que quedaba al otro lado. Durante la media hora concedida a Noyes para avisar a la prensa, él había aprovechado para elaborar en detalle el orden ceremonial. El primero, cómo no, era él, seguido por dos polis de uniforme con el culpable en medio, y a continuación una falange de unos veinte tenientes y oficiales. Estos, a su vez, precedían a un puñado de trabajadores del museo, grupo en cuyo seno reinaban el desorden y la contrariedad. Eran el jefe de relaciones públicas, el de seguridad (Manetti) y una pandilla de ayudantes. Se les veía desorientados, histéricos. Si hubieran sido un poco más listos, si hubieran prestado su colaboración en vez de poner trabas a una buena labor policial, quizá no hubiera sido necesario tanto circo. En fin. Ya puestos, Custer pensaba darles una buena lección. Pensaba celebrar la rueda de prensa justo delante del museo, en aquella escalinata tan espectacular y usando como fondo la propia fachada, ancha y siniestra. Qué mejor imagen para el noticiario de la mañana. Pasto perfecto para las cámaras. Al cruzar la rotonda al frente de la comitiva, con un eco de pisadas mezclado con un murmullo de voces, el capitán irguió la cabeza y metió la barriga. Quería estar seguro de que el momento quedara grabado favorablemente para la posteridad.

Cuando se abrieron, majestuosos, los portones de bronce del museo, apareció Museum Drive convertido en un hormiguero de periodistas. A pesar de los preparativos, Custer no dejó de sorprenderse de que hubieran venido tantos, como moscas a la mierda. El bombardeo de flashes fue inmediato, y le siguió la luz cruda y continuada de los focos de las cámaras de televisión. Custer se vio acribillado por un sinfín de preguntas roncas, un fragor en el que las voces concretas se perdían. La escalinata estaba acordonada, pero, al ver salir a Custer con el culpable detrás, la marea humana se acercó impetuosa. Fue un momento de gran agitación, de gritos y empujones frenéticos, que sólo terminó cuando los policías recuperaron el control y obligaron a los periodistas a no franquear el cordón.

Ya hacía veinte minutos que el culpable no abría la boca. Estaba tan estupefacto, tan fuera de juego, que al abrirse las puertas de la rotonda ni siquiera se había molestado en taparse la cara. En cambio, al recibir la descarga de luz, y ver el mar de caras, de cámaras, de grabadoras en alto, se apartó de la multitud, encogido ante el estallido de flashes, y hubo que llevarle medio a rastras y empujones, medio en volandas, hasta el coche patrulla que esperaba. Al llegar al coche, los dos policías entregaron al culpable a Custer, siguiendo instrucciones de este último. De meterle en el asiento trasero se encargaba él personalmente, a sabiendas de que a la mañana siguiente no habría un sólo periódico en toda Nueva York cuya primera plana no recogiera el momento.

Sin embargo, recibir al culpable era como recibir un saco de mierda de ochenta kilos, y en sus esfuerzos por embutir a Brisbane en la parte trasera del coche estuvo a punto de caérsele. Por fin, justo en el momento en que lo lograba, se produjo una andanada de flashes. El coche patrulla encendió los faros y la sirena y arrancó.

Custer lo vio pasar entre la muchedumbre. Luego se giró hacia la prensa y pidió silencio levantando las dos manos, como Moisés. No tenía ninguna intención de robarle la primicia al alcalde (puesto que todos sabrían quién era el responsable de la detención, gracias a la foto en la que aparecía metiendo al culpable esposado en el vehículo), pero algo tenía que decir para que no se le alborotara el público.

—El alcalde ya está en camino —entonó con buena dicción y tono de autoridad—. Llegará en pocos minutos, y con algo importante que anunciar. De momento no hay más comentarios.

—¿Cómo le ha cogido? —exclamó alguien.

De repente todo eran preguntas, gritos desaforados, manos levantadas y micrófonos a su encuentro, pero Custer les dio la espalda, como maestro consumado que era en esos menesteres. Faltaba menos de una semana para las elecciones. Que diera la noticia el alcalde. Que se llevara el mérito. La recompensa de Custer era cuestión de tiempo.