Custer observó al culpable —ya había empezado a llamarle así— con profunda satisfacción. Estaba en su despacho del museo, con las manos esposadas a la espalda, la corbata negra torcida, la camisa blanca arrugada, el cabello despeinado y unos círculos oscuros de sudor en las axilas. ¡Menudo espectáculo, el de la caída de los poderosos! Había resistido mucho rato, con su eterna fachada de arrogancia e irritabilidad, pero ahora tenía los ojos enrojecidos, y le temblaban los labios. No se había creído que pudiera pasarle aquello. Han sido las esposas, se dijo Custer. Ya lo había visto muchas veces, y con gente bastante más dura que Brisbane. Para mucha gente, el contacto frío de las esposas en las muñecas, y el darse cuenta de que se estaba detenido, sin poder hacer nada, era la gota que colmaba el vaso.
En el fondo, la labor policial había terminado, al menos en su sentido estricto. Ahora sólo quedaba recopilar todos los detalles que pudieran servir de prueba, y redondear la faena por la parte baja del escalafón. Ya no era necesaria la intervención personal de Custer.
Miró a Noyes de reojo y vio escrita la admiración en su cara de perro perdiguero. Entonces volvió a observar al culpable y dijo:
—¿Qué, Brisbane? ¿A que todo cuadra?
Brisbane le miró con cara de incomprensión.
—Los asesinos siempre se creen más listos que nadie. Sobre todo que la policía. Aunque, visto fríamente, Brisbane, no se puede decir que usted haya sido muy listo. Lo de tener el disfraz en el despacho, por ejemplo… Y ya no hablo de la cantidad de testigos, ni de que haya intentado esconder pruebas y engañarme sobre la frecuencia con que bajaba al archivo. ¡Y mira que matar a sus víctimas tan cerca de donde trabaja, y de donde vive! No sigo, porque la lista es muy larga.
Se abrió la puerta, y entró un policía que le entregó un fax a Custer.
—Otro pequeño detalle. ¡Hay que ver lo inoportunos que pueden ser los detalles! —Volvió a leer el fax—. Ah. Ya sabemos por qué tiene tantos conocimientos de medicina, Brisbane: porque hizo los primeros cursos en Yale. —Le pasó el fax a Noyes—. Luego, el tercer año, se pasó a geología, y al final a derecho.
Enfrentado a la insondable estupidez de los criminales, Custer volvió hacer un gesto de incredulidad con la cabeza. Brisbane recuperó el uso de la palabra y dijo:
—¡Yo no he asesinado a nadie! ¿Qué ganaba matándoles?
Custer se encogió de hombros con aire resignado.
—Eso ya se lo he preguntado; pero, en el fondo, ¿para qué matan los asesinos en serie? ¿Para qué mataba Jack el Destripador? ¿Y Jeffrey Dahmer? Le dejo la respuesta a los psiquiatras. O a Dios.
Dicho esto, se giró hacia Noyes.
—Organice una rueda de prensa para medianoche, en la jefatura de policía. No, mejor: que sea en la escalinata del museo. Avise al jefe de policía y a la prensa. Pero sobre todo que no se le olvide avisar al alcalde por el teléfono privado de Gracie Mansion. Por algo así, seguro que se alegra de que le saquen de la cama. Dígale que hemos cogido al Cirujano.
—¡A la orden! —dijo Noyes, dando media vuelta.
—Dios mío… La publicidad… —Brisbane hablaba en un tono muy agudo y forzado—. Capitán, haré que le degraden.
El miedo y la rabia ahogaron cualquier otro comentario. Custer, sin embargo, no escuchaba, porque acababa de tener otra idea genial.
—¡Un momento! —le dijo a Noyes—. Que sepa el alcalde que la estrella va a ser él. Le dejaremos dar la noticia personalmente.
Cuando se cerró la puerta, Custer pensó en el alcalde. Sólo faltaba una semana para las elecciones, y le convenía un espaldarazo así. Dejarle dar la noticia era una maniobra muy, pero que muy inteligente. Corría el rumor de que después de la reelección quedaría vacante el cargo de jefe de policía. Al fin y al cabo, de ilusión también se vive.