Tras la ofuscación inicial y tras vencer las ganas de superar eso como lo hubiera hecho en otras ocasiones, es decir, hasta las cejas de alcohol en un garito de mala muerte, Jorge llegó a dos conclusiones:
La primera, que había sido un gilipollas.
La segunda, un cabrón.
Así que ahora tenía que afrontar, sereno, esa prueba e intentar superarla, cosa harto difícil, pues él mismo se había encargado de poner las suficientes trampas en un camino ya de por sí minado.
Con su actitud, hipócrita y desproporcionada, no sólo había conseguido ofender a una mujer, sino a dos.
Todo un récord.
Sí, le deberían dar la medalla de oro en la olimpiada de la estupidez.
Humillar a la mujer que le había aguantado durante dieciocho años de infelicidad e infidelidad conyugal, a la que señalaban como la tonta por consentirle todo y a la que había arruinado… Tenía bemoles, ser tan hijo de puta y negarle su derecho a buscar, aunque sólo fuera por un instante, esos pequeños momentos de felicidad junto a otro hombre, uno, que, cayéndole gordo, por lo menos la había tratado como persona.
Y para rematar la jugada (aplausos, por favor), con su diatriba, sus quejas y lamentos había conseguido, además, ofender a la mujer por la que daría la vida, la única que era capaz de devolverle la paz mental y lograr sentirse mejor persona.
—Joder, es para darme de hostias —farfulló mientras conducía en dirección a la casa de Claudia.
Iba a tener que arrastrarse, no le importaba, para que ella lo perdonara.
Sentada en el jardín trasero de casa oyó el ruido del motor y supo en el acto quién llegaba a su casa a esas horas de la noche.
No podía dormir y había decidido quedarse un rato a la fresca, con la intención de olvidarse de todo; quería, aunque fuera breve, uno de esos momentos de paz y tranquilidad antes de acostarse.
Quedarse mirando el cielo estrellado sin que nada ocupase su mente.
La casa de nuevo estaba vacía, pues Victoria, tras un amargo enfrentamiento, había optado por marcharse a casa de su venerada Amalia.
Sólo quiso hablarle, prevenirla, para que no se mostrara tan confiada, pero la joven reaccionó mal y se quejó porque, al fin y al cabo, ella era la propietaria de las Bodegas Santillana y no entendía cómo podía cuestionar a una anciana que había dado su vida por ese negocio, así que en cuanto cumpliera la mayoría de edad se encargaría de efectuar algunos cambios, aseveró una Victoria cegada y sin escuchar los consejos de su madre.
Claudia no la presionó más y aguantó el chaparrón; su hija tenía derecho a pensar por sí misma, aunque le doliera.
La única conclusión evidente era que la buena mujer había jugado sus cartas y Victoria estaba de su lado.
Lo vio bajarse del coche, tan guapo y despeinado como siempre, y fruncir el cejo mientras se inclinaba para sacar de malos modos la americana de su traje y colocársela debajo del brazo.
Caminó hasta la puerta trasera y llamó con los nudillos.
—No hay nadie en casa.
Jorge se giró al oír su voz y la vio, allí sentada, vestida de azul, con un vaso entre las manos.
Porque ya había caído de rodillas ante ella, que si no…
—¿Qué haces ahí? —preguntó acercándose con pasos lentos.
—No pensar en nada —le respondió en voz baja.
—¿Funciona?
—No.
Jorge se sentó junto a ella en el banco de forja y le cogió la mano.
—Antes que nada quiero que sepas que te doy permiso para llamarme de todo, mi comportamiento de ayer fue injustificado.
—¿Te sentirías mejor si te insultara?
Él asintió.
—No hay nada que perdonar —susurró ella deshaciéndose de su mano.
—A pesar de lo que puedas pensar, me comporté como un energúmeno, un imbécil de toda la vida, vamos.
Ella lo miró de reojo y sonrió con ternura.
Un inconsciente, disparaba sin pensar, y ahora, al darse cuenta de su error, venía sumiso y dispuesto a todo.
—No podías evitarlo, te han educado así —apuntó levantándose para huir de esa conversación, no necesitaba disculpas.
Él la siguió al interior de la casa y al entrar por la puerta trasera accedieron a la cocina, donde él la encerró entre sus brazos, desde atrás, con fuerza, apoyando la barbilla sobre su hombro.
—Sí podía evitar ese comportamiento. No es una excusa que me hayan enseñado algo así, porque yo he tenido la gran suerte de salir de este país; sin embargo, me entró un jodido sentimiento posesivo que carecía de cualquier fundamento. —Se detuvo ahí para girarla en sus brazos y acunando su rostro continuar hablándole—: Lo eres todo para mí y, no obstante, te monto una escena porque mi mujer me pone los cuernos, ¿sabes a la altura de qué me deja eso?
—No tienes por qué…
Él colocó un dedo sobre sus labios para callarla.
—No me lo dijiste y ahora sé que hiciste bien. Siempre sabes mejor que yo lo que me conviene. Soy impulsivo y rematadamente estúpido, no calibré el daño que podía hacerte y sin embargo…
Claudia apartó el rostro, no podía seguir mirándole a los ojos, sus palabras le hacían daño, él podía pronunciarlas con la mejor intención, pero causaban el efecto contrario.
Pero más daño le hacía su propio silencio.
Él bajó la cabeza, buscando sus labios y la besó, de esa forma tan particular. Una mezcla de fuerza y agresividad al principio para después ir cediendo ante la ternura que sentía por ella.
La idea inicial de llevarla al dormitorio y demostrarle su arrepentimiento fue deshaciéndose como un caramelo en la boca a medida que sus labios recorrían su cuello y sus manos hurgaban bajo su falda.
Estaban en la cocina y a él no le importó en absoluto.
La sentó en la mesa de formica y se colocó entre sus piernas posando ambas manos sobre sus muslos para ir arrastrando hacia arriba la tela hasta arrugarla en su cintura, descubriendo cada centímetro de su piel desnuda.
—¿No irás a…? —balbuceó ella abriendo los ojos como platos al darse cuenta de que él no estaba simplemente ocupándose de los preliminares.
—¿Follarte en la cocina? —remató él sonriente, asistiendo.
Ella cerró los ojos, negando con la cabeza, y él se ocupó de aclarar sus dudas, pues la acarició por encima de la fina tela, palpando cómo se iba humedeciendo a la par que frotaba su clítoris con su dedo dejando como barrera la seda. En esa posición no podía deshacerse de su ropa interior con facilidad, así que optó por romperle las bragas y quedarse de rodillas frente a ella.
—¡Jorge! —chilló completamente escandalizada y jadeante al mismo tiempo cuando sintió unos dedos separando sus labios vaginales.
Ella, excitada y horrorizada a parte iguales, se dejó caer hacia atrás y se llevó la mano al cuello para darse cuenta de que no tenía su collar de perlas. Tragó saliva y separó aún más las piernas para darle completo acceso.
Jorge no iba a limitarse a un rápido toqueteo, quería, allí, de rodillas ante ella, dejarla totalmente saciada, antes de poder sincerarse.
Lástima que de momento no pudiera desvelar sus planes para poder, de una maldita vez, gritar a los cuatro vientos que ya nada los separaba.
La agarró de los tobillos y se los colocó sobre sus propios hombros y así sólo tuvo que echarse hacia adelante para volver a besarla, esta vez de la forma más íntima posible.
Mantuvo sus pliegues separados con los dedos y así pudo recorrer con su ávida lengua todos los puntos más sensibles, desde abajo hacia arriba, dejando para el final su endurecido clítoris.
Lo rodeó con los labios y succionó, consiguiendo que ella gimiera y se retorciera sobre la mesa de la cocina.
—Es increíble… —acertó a decir arqueándose para no perder el contacto. Ya no se mostraba tan horrorizada.
—Y no he hecho más que empezar —murmuró Jorge sin despegarse de su piel.
Le introdujo primero dos dedos y una vez bien anclados los curvó hacia arriba, tanteando, presionando hasta llegar donde quería para que ella se volviera loca.
Claudia quiso apartarse, había sentido como un leve malestar e inexplicablemente ganas de orinar, pero él no le permitió separarse, por lo que tuvo que ir asimilando esa extraña sensación, hasta que poco a poco fue convirtiéndose en placentera.
Echó los brazos hacia atrás, por encima de su cabeza, y aferrándose al borde se restregó descaradamente y ya sin ningún tipo de pudor sobre su cara, exigiéndole que pusiera fin a aquella delirante tortura.
—Claudia… —jadeó él conteniéndose para no desabrocharse los pantalones y masturbarse mientras continuaba lamiendo su coño, pues la presión de su bragueta lo estaba desconcentrando.
—No pares… por favor —suplicó ya sin control, perdiendo definitivamente las formas.
Estaba dilatada al máximo, pero no como él necesitaba, añadió un tercer dedo y dejó que el pulgar se impregnara de sus abundantes fluidos antes de colocarlo hacia abajo y lubricar su ano.
Ella respingó; sin embargo, no se apartó y permitió que le introdujera un dedo.
—No te corras, todavía —ordenó él preparándola, sabiendo que ese día no obtendría ninguna negativa por su parte. Pero del mismo modo sabía que la penetración anal exigía una lubricación extra y, por lo tanto, debía acostumbrarla antes de poder metérsela por detrás, a pesar de haber practicado antes sexo anal nunca estaban de más los preparativos.
Ella parecía haber perdido el sentido del oído, pues no le escuchaba, ya no. Únicamente podía oír su propia respiración y sus latidos. Algo en su interior avisaba de la imposibilidad de frenar a tiempo, iba de cabeza al precipicio y lo peor de todo era que no le importaba ni lo más mínimo.
Jorge dejó tan sólo un dedo en su vagina y se dedicó casi en exclusiva a prepararla, humedeciendo la zona anal y dilatándola.
Ella se arqueaba y él no podía más.
Se puso en pie y con una sola mano se desabrochó los pantalones, bajándoselos junto con la ropa interior hasta medio muslo.
Continuó penetrándola con un dedo en su sexo mientras acercaba la cabeza de su erección, primero a su coño para embadurnarse convenientemente; después la desplazó hasta quedar perfectamente alineada y empujó.
Traspasar los primeros músculos era siempre lo más doloroso, él lo sabía bien, pero no se detuvo, volvió a empujar.
Apretó los dientes y no se detuvo.
Tenía que metérsela hasta el final.
—¡No! —exclamó ella al sentir la invasión.
Deseaba que penetrara su sexo, sentía la necesidad de ello, por alguna extraña razón quería hacerlo de una forma más tradicional.
—Espera, tranquila —pidió él echándose hacia adelante para inmovilizarla con su peso y seguir avanzando.
Ella levantó los brazos a modo de escudo para quitárselo de encima, pero Jorge no cedió, aguantó y se impulsó de nuevo.
Otro empujón más y entró hasta el final.
El calor, la presión sobre su polla desafiaban su control.
Se quedó quieto, observándola antes de empezar a moverse.
Ella pareció rendirse ante la evidencia.
A diferencia de la penetración vaginal, en la que los movimientos podían ser todo lo rápidos que se deseara, en ese caso debían hacerse más contenidamente, había que dar más tiempo a que los músculos internos se acostumbraran y al no haber lubricación natural podía causar dolor.
Por ello se contuvo y consiguió establecer un ritmo cómodo, un vaivén constante.
—No puede creerlo —gimió ella una vez que el dolor inicial iba dando paso al placer, hasta ese momento desconocido.
Prohibido.
Conocer sus efectos no evitaba volverlos a experimentar como si fuera la primera vez.
—Pues hazlo, cariño. Es real.
Jorge se incorporó y de pie ante ella la agarró con una mano por detrás de la rodilla y así poder embestirla como él quería.
Sin perderse un solo detalle de su cara, de sus expresiones de placer…
Y con la otra mano penetró su sexo, estimuló su clítoris y jugó por toda su zona genital de modo que recibiera la máxima estimulación.
Ella se sentía completamente fuera de sí, extraña, colmada… Algo definitivamente inexplicable se estaba formando en su interior. Cerró los ojos con fuerza y dejó que su instinto, su cuerpo, tomara las riendas, nada de analizar, nada de cuestionar, que pasara lo que tenía que pasar.
—Vamos, cariño, córrete conmigo —gruñó él embistiéndola cada vez con más soltura, ya menos preocupado por lastimarla.
Doblemente estimulada, penetrada por dos lugares a la vez… aquello no podía ser real. Sin embargo, allí estaba, abierta de piernas en la cocina, gimiendo y retorciéndose como una posesa mientras su cuerpo absorbía todas y cada una de las sensaciones que él provocaba con sus dedos y con su erección.
—No puedo más —masculló él apretando los dientes al sentir una presión infernal sobre su polla, completamente constreñida en su recto.
Ella se mordió el labio, abandonando ya toda capacidad de raciocinio, pues, si tras aquello se sentaba a intentar describirlo, no encontraría jamás las palabras adecuadas para explicar lo que su cuerpo experimentaba.
Sólo podía dejar que el instinto más primario tomara las riendas de la situación.
Claudia llegó primero a ese punto de no retorno y se encargó de arquearse y de moverse desesperadamente antes de sentir un orgasmo que la dejó completamente exhausta y algo confundida, por lo extraño de todo aquello.
Con los deberes hechos, a él sólo le quedó sonreír como un tonto antes de correrse en su recto. Empujó unos instantes más, jadeando, sintiendo el sudor resbalar por su espalda y empapar su camisa.
Sintiéndose el más afortunado del mundo por tenerla con él.