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—Debería irme ya, no puedo quedarme.

Justin controló sus impulsos de gritar o de a saber qué. Con esa mujer debía recurrir a dosis extra de paciencia.

Llevaba una jodida semana sin verla, ya que ella había estado enferma y después parecía tan asustada que optó por dejarla tranquila, hasta que ya no pudo más; ahora que por fin había conseguido acorralarla durante uno de sus paseos por la propiedad de los Santillana, ella quería irse…

—Joder… —se quejó pasándose la mano por el pelo—. Rebeca, estoy cansado de esperar. —La rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí para al menos poder besarla.

—Yo también te he echado de menos —murmuró contra sus labios—, pero tienes que comprenderlo. Esta situación es cada vez más insostenible.

Le acarició el rostro con ternura y una media sonrisa. Empezaba a darse cuenta de que querer a Justin era realmente fácil. Y no sólo por haber sido el primer hombre en mostrarse atento, sino por conseguir despertar su lado más femenino, por lograr que por una vez hubiera sido ella quien disfrutase, quien experimentase lo que para ella parecía vedado.

—Entonces, ¿por qué te muestras esquiva?, ¿por qué te niegas a acudir a una cita conmigo? —preguntó sin soltarla dando muestras de su frustración.

Recorrió su espalda con una mano, mientras que con la otra le desabrochaba los botones de su recatada blusa. Estaba siendo un imprudente y lo sabía, pues a media tarde, en la parte trasera de los almacenes, a pesar de haberse escondido tras unas viejas barricas destinadas a leña, cualquiera podía pasar por casualidad y oírlos hablar, y como la curiosidad mató al gato…

Sin embargo, la deseaba, y mucho; por ello se inclinó sobre su escote y recorrió la piel inmediatamente superior que dejaba libre su combinación con sus labios, haciendo más ruido del necesario, pero encantado de tener por fin la oportunidad de saborearla.

Lo que empezó como un aperitivo con el único objetivo de apaciguarlo, poco a poco fue cambiando a lo que podía ser todo un festín.

Ya le había levantado la falda y metido la mano entre sus piernas totalmente decidido a llegar hasta el final.

Rebeca ya no podía negar por más tiempo, siguiendo unas absurdas dudas, que lo deseaba con igual intensidad.

No sólo se dejó llevar. Tal y como él le había enseñado, comenzó a tocarlo, a palparlo hasta llegar a su erección, aún presa de cierta vergüenza por atreverse, pero decidida a no volver a ser esa ingenua y torpe mujer que se marchita día a día, sin ningún aliciente.

—Eso es, querida, tócame. Siente lo duro que me pones… —gruñó él a medio camino entre la satisfacción por tenerla entre sus brazos y el enfado por las dificultades logísticas.

—Te deseo, no voy a negarlo más —admitió ella ayudándolo para que pudiera bajarle las bragas y subirse después en una de las cubas para que la penetrara.

—Estoy loco por ti, Rebeca —aseveró liberando su erección y colocándose entre sus piernas para metérsela y acabar de una vez con esa agonía.

Unos pasos a su espalda hicieron que Justin se quedara inmóvil; se escuchaban demasiado cerca y, a pesar de que no se encontraba en la situación más idónea para pensar, giró la cabeza para cerciorarse de que pasaban de largo.

—Joder, Parker, pensé que eras más cuidadoso con tus líos…

En ese instante pasaron varias cosas simultáneamente.

Justin maldijo de forma muy creativa. Rebeca chilló y Jorge abrió los ojos como platos, atónito con lo que estaba presenciando.

El abogado ayudó a su amante a adecentarse y rápidamente la colocó tras él para protegerla de la más que probable ira de su hasta hace poco insensible marido.

—¡Hijo de puta! —estalló el esposo «ultrajado», acercándose de forma amenazadora con la más que probable intención de estamparle el puño en medio de la cara. Maldita fuera, su madre tenía razón, joder, es que era tan difícil creérselo…

—Jorge, por favor, cálmate —le suplicó ella.

—Tú cállate, zorra.

—No te atrevas a insultarla —intervino Justin verdaderamente cabreado y dispuesto a defenderla contra todos—. No sé cómo tienes la cara tan dura de decirle algo así.

—Es mi mujer —alegó como si eso lo explicara todo.

—Eres un jodido hipócrita, Santillana.

Rebeca empezó a llorar, avergonzada, humillada. Comenzó a sentirse mal y su estómago protestó por toda aquella tensión que estaba viviendo.

Se llevó la mano a la boca con la intención de contener las arcadas, pero no tuvo éxito y, apartándose de ellos dos, se dobló y acabó vomitando.

Jorge se la quedó mirando sin saber cómo reaccionar.

Sin embargo, Justin corrió junto a ella, se inclinó y la sujetó hasta que por fin ella se sintió mejor. Sacó su pañuelo y se lo entregó para que se limpiara.

—¿Estás bien, cariño? —inquirió Justin verdaderamente preocupado.

—No es nada —respondió limpiándose las lágrimas y la boca con el pañuelo de él, mirando de reojo a su marido, que permanecía extrañamente callado.

Quiso huir de allí y evitar aquella desagradable escena, sus peores temores se confirmaban y a partir de entonces tendría que soportar no sólo el abandono de su marido, sino el desprecio por ser una mujer adúltera. Y eso en el mejor de los casos, pues si decidía tomar medidas legales las cosas se pondrían muy cuesta arriba.

—Nos vamos inmediatamente al médico —ordenó Justin decidido a sacarla de allí.

No obstante, ella no era de la misma opinión y en cuanto se despistó salió corriendo de allí, dejándolos solos.

—Rebeca es una mujer sensible y tú un cabrón por aprovecharte de ella, sólo pretendías hacerme daño, ¿no es cierto?

Justin meditó muy bien lo que debía responder.

—Mira, puede que para ti ella siempre haya sido un estorbo, un mueble más de tu propiedad, y que siempre te haya traído sin cuidado lo que le pasara, pero, aunque te cueste creerlo, yo la quiero.

Jorge parpadeó atónito ante las palabras del abogado y no sólo por lo que significaban, sino por la vehemencia con la que las había pronunciado.

No quería entrar a discutir sobre las implicaciones de esas revelaciones, así que, cabreado pero sobre todo confuso, se dio media vuelta y se fue directo al garaje con la intención de salir de allí e intentar aclarar sus ideas, porque lo cierto era que jamás hubiera pensado que la, como decía su madre, mosquita muerta le pondría los cuernos delante de sus narices.

—Joder… —masculló arrancando su Pegaso de mala manera.

Nunca había estado a ese lado de la infidelidad.

Sólo había un sitio donde podía ir y desahogarse.

Para no perder la costumbre, la encontró encerrada en su despacho, rodeada de papeles y tan concentrada que ni tan siquiera lo miró cuando cerró la puerta tras él y la saludó.

—¿Te queda mucho? —preguntó él impaciente al ver que ella seguía a lo suyo.

—No —respondió distraídamente—. Pero si me interrumpes no acabaré nunca. —Dejó a un lado los papeles que tenía entre manos y cogió otro de los portafolios.

Jorge, que necesitaba desahogarse o acabaría explotando, empezó a pasearse por el despacho, haciendo el suficiente ruido con los pies como para que ella pusiera los ojos en blanco y decidiera atenderlo. Era eso o acabar desquiciada mientras intentaba, sin éxito, trabajar.

—Vaya, por fin te dignas mirarme —soltó él con sarcasmo.

—Pareces un niño enfurruñado —apuntó ella en tono maternal, cosa que le desagradó sobremanera.

—No me toques los cojones, que no está el horno para bollos —aseveró cortante; el tema que tenía entre manos no admitía ni una sola broma.

—Muy bien. —Se reclinó en su sillón e intentó mantener una expresión neutra para que no se enfadara—. Dime cuál es el motivo para que te presentes aquí tan pronto y de tan mal humor.

Él se pasó una mano por el pelo, nervioso, buscando las palabras exactas para soltar la bomba, ya que sabía la amistad que la unía al jodido Parker y, si no se mostraba cauto, ella se pondría del lado de su abogado.

—Tu querido Justin… —comenzó y ella arqueó una ceja ante tal inicio—… parece tener serios problemas para… ¡Joder! Es que cuando lo sepas… no vas a dar crédito.

—Sorpréndeme —indicó disimulando su regocijo por verlo tan nervioso; a saber sobre qué habían discutido ahora esos dos.

—… para tener las manos apartadas de…

A Claudia nada más oír eso se le activó una especie de alarma interior…

—… la mujer de otro —remató y, al darse la vuelta para caminar, pues era incapaz de permanecer sentado, no vio la expresión de ella, muy cercana al disimulo—, de la mía, para ser exactos.

Claudia se mordió la lengua, ¿cómo tenía la desfachatez de mostrarse ofendido?

Y no contento con ese ejercicio de hipocresía elevado a la máxima potencia, delante precisamente de su amante, o sea, ella misma.

—¡Los he sorprendido, in fraganti, follando detrás del almacén! —exclamó en su papel de hombre cornudo.

Y por si todo aquello no resultaba todo lo rocambolesco que deseaba, se indignaba como el que más, cuando resultaba que él llevaba años siendo infiel a su mujer con un nutrido grupo de mujeres.

—¿Estás seguro de lo que afirmas? —preguntó sólo para ganar tiempo.

—¿Me estás llamando loco? ¿Es que dudas acaso de lo que yo mismo he presenciado?

—Era una simple pregunta —murmuró intentando que al hablarle en tono pausado se calmase.

—Ella estaba encima de una de las cubas viejas, bien abierta de piernas esperando a que ese hijo de la gran puta…

—No me hacen falta más detalles —lo interrumpió y mantuvo su serenidad.

—Te lo estás tomando sospechosamente bien —la acusó al darse cuenta de que no se había sorprendido como cabía esperar.

—¿Y qué esperabas? —farfulló herida por su actitud.

—Es que si me pinchan no sangro, joder. ¡No me lo puedo creer! ¡Rebeca! Maldita sea, siempre tan callada, tan educada… No, si mi madre tiene razón, los tontos se meten hasta la cocina.

—¿Por qué te molesta tanto que ella tenga una aventura?

—¿Cómo dices? —preguntó mirándola entrecerrando los ojos.

—Siempre has dicho que no la querías, que te casaste con ella por obligación y, según tus mismas palabras, hace años que no la tocas… no entiendo por qué te enfadas si ella busca en otro lo que no tiene contigo.

Jorge no salía de su asombro.

—¿Encima la defiendes? ¿Tú, precisamente tú? —No era una simple pregunta, sino una acusación.

—Es una simple cuestión de lógica, Jorge. No puedes atreverte a acusarla de adulterio, ésa es una actitud demasiado hipócrita, incluso para ti —alegó ella suspirando; aquello no podía ser más absurdo.

—Pero ¡me ha puesto los cuernos! —exclamó cegado y sin posibilidad de darse cuenta de lo mojigato que sonaba aquello viniendo de él.

—¿Y? ¿Te importa acaso? ¿Deseas tener un matrimonio normal? —inquirió controlando su malestar por lo que estaba oyendo—. ¿Te atreves a cuestionar a tu mujer por algo que tú mismo haces? —No hizo falta añadir «conmigo».

—No, mi matrimonio es una farsa —apuntó al darse cuenta de que ella se sentía ofendida—, pero eso no le da derecho a follarse a tu abogado. Y en todo caso, las cosas son diferentes…

—Ya me he dado cuenta —masculló notando cómo su cabreo iba en aumento; Jorge se estaba pasando de la raya.

—¡Yo soy un hombre!

—¿Y eso te da carta blanca? —le espetó frotándose las sienes para no acabar con un dolor de cabeza ante lo que aquella discusión significaba.

Jorge maldijo por lo bajo, dando cuenta de su repertorio de palabrotas. No entendía la actitud de Claudia, se suponía que debía hacer leña del árbol caído y malmeter, no justificar su comportamiento.

Cualquier otra aprovecharía el error de su «contrincante» para hacer jaque mate y ganar la partida.

Algo no cuadraba.

Eso le hizo sospechar…

¿Por qué se lo estaba tomando con serenidad?

¿No se suponía que ella tenía una relación «muy estrecha» con su abogado?

Había tardado más de lo necesario en darse cuenta de un detalle de vital importancia.

—¿Desde cuándo lo sabes?