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Esa última frase lo dejó descolocado.

Y, por supuesto, intrigado.

¿Qué había estado pensando esa cabecita durante su ausencia?

¿A qué se refería exactamente?

—Tú eres el experto —lo alentó ella alzando la barbilla desafiante—. Yo puedo saber cómo levantar una… —miró su erección—… empresa; no obstante, en lo que a sexo se refiere, tú estás mucho mejor informado.

En lo que a ella concernía era más bien un poco tonto, pero no tanto como para caer en su treta: halagarlo no iba a surtir efecto, al menos no en esa ocasión.

Con sus palabras buscaba, evidentemente, provocarlo lo suficiente como para que llevara a cabo medidas contundentes.

—No me apetece contarte otra batallita —indicó haciendo una mueca—. Llevaba una semana sin tocarte y, pese al adelanto de antes, aún preciso mucho más para saciarme. —No estaba por la labor de hablarle de lo que había hecho, prefería pasar directamente a la parte práctica, ya que no tenía la cabeza precisamente para largas conversaciones.

Además, deseaba tocarla, besarla, penetrarla… cualquier cosa para sentirse completamente unido a ella y colmar sus ansias.

Si era del todo sincero, debería admitir que nunca iba a lograrlo, pues, a pesar de que aumentara la dosis, siempre desearía mucho más de ella.

—Dime lo que tengo que hacer —murmuró Claudia sin perder un ápice de su voz autoritaria interrumpiendo sus divagaciones.

Ello implicaba una sumisión muy curiosa, pensamiento que no compartió con ella para no entrar en absurdos debates.

Mientras pensaba en algo realmente bueno, tiró de ella y le metió la lengua hasta el fondo, besándola de esa manera tan suya, tan contundente, robándole el aliento, dejándola jadeante.

Un beso posesivo, dominante, pero sobre todo una declaración de intenciones de lo que se avecinaba.

Al mismo tiempo que saboreaba sus labios, logrando que gimiera contra su boca, comenzó una especie de sensual y lento baile por el dormitorio con un objetivo; bueno dos: poner las manos en cualquier punto de su anatomía y colocarla según sus necesidades.

Jorge, sin despegarse de su boca, tras un último beso aún más salvaje que los anteriores, la giró y pasó la mano desde la nuca hasta la separación de sus nalgas, conteniéndose para no adelantar acontecimientos; después, con ambas manos en sus hombros, le indicó que se agachara en la cama y, una vez de rodillas, puso la mano entre sus omóplatos para que se inclinara hacia adelante y apoyara la cara sobre la colcha.

Se agachó tras ella y, cogiéndola de los tobillos, como si fueran dos grilletes, le separó las piernas; Luego levantó sus brazos colocándoselos a ambos lados de su cabeza.

—Perfecto.

—No sé qué estás tramando —farfulló ella confundida con toda aquella puesta en escena, pero prefirió permanecer a la espera.

—Ya lo verás —murmuró él conteniéndose para no mandar a paseo todo ese ritual y follársela de una maldita vez.

Sonrió de medio lado; ahora tenía que concentrarse y buscar algo realmente bueno.

Claudia cerró los puños y se aferró al cobertor cuando él, tratándola con cierta actitud indolente, le acarició la espalda, aguantándose para no chillar presa de la impaciencia y exigirle que se dejara de tanta parafernalia.

Abrió y cerró los puños un par de veces para aliviar, sin éxito, su inquietud, rezando en silencio para que él se decidiera pronto.

Suspiró, nerviosa, impaciente, expectante… ¿qué se le había ocurrido esta vez?

—Tranquila —indicó poniéndose en pie un instante para admirar aquella pose, aquella estampa que ella le ofrecía, otra imagen, inolvidable, para almacenar en su archivo personal.

—Lo intentaré —prometió sabedora de que cumplirlo no estaba al alcance de su mano.

Claudia notó la sombra de él reflejada en la cama cuando se colocó de nuevo tras ella. Se agachó en silencio y la besó en cada una de sus nalgas, primero de forma bien sonora para acto seguido hacerlo de forma más sutil y cuando ella más despistada estaba, disfrutando de sus caricias, la mordió y después alivió con su lengua la marca del mordisco.

Ella se atragantó, tragó saliva e intentó permanecer inmóvil, pues a pesar del extraño dolor quería que se lo hiciera de nuevo, hecho del todo inexplicable.

¿Cómo era posible algo así?

—Me encanta ver cómo luchas por permanecer quieta mientras te acaricio —murmuró contra su piel abandonando el suave contacto de su trasero para ir ascendiendo y continuar así su recorrido dejando un rastro húmedo por su espalda.

Se fue acoplando encima de ella hasta poder susurrarle al oído lo que se le pasaba por la cabeza, lo que quería hacerle… cualquier palabra o idea que le viniese a la mente, por vulgar que fuera, por indecente que pareciera.

También mencionó el buen culo que tenía, las posibilidades de éste y, cómo no, que él se iba a encargar de demostrarle, punto por punto, cada una de esas opciones.

Claudia tembló; un escalofrío recorrió su cuerpo y sólo acababa de empezar. Recolocó sus rodillas sobre la colcha en un desesperado intento de morderse la lengua y no chillar.

Él puso una mano sobre su nuca, empujándola firmemente contra el colchón; sin aflojar la presión de sus dedos para que no se atreviera a mover ni un músculo, como si pretendiera decirle con ese gesto que ella no tenía ni voz ni voto, hizo un recorrido descendente con la otra mano por su columna vertebral hasta llegar a la separación de sus nalgas; cuando llegó al final se llevó una mano a los labios y humedeció su dedo índice para inmediatamente posarlo sobre su más que probable ano virgen, presionando apenas con la intención de observar su reacción ante lo que aquello significaba. Reacción, por supuesto, no vinculante, pues no iba a dar marcha atrás. Iría hasta el final, con o sin su aprobación.

—¿Qué… haces? —jadeó ella completamente subyugada, entregada a lo que fuera.

Ella le había pedido, casi exigido, algo diferente.

Jorge se limitaba a obedecer.

—Tocarte donde seguramente nadie te ha tocado antes —respondió de forma distraída continuando con su exploración.

Ella movió el culo inquieta, esperando que así desistiera, pero lo llevaba claro. Ese día quería jugar allí, por lo que era condición indispensable prepararla, dilatarla y para ello nada mejor que el lubricante natural.

Aunque de haberlo sabido se hubiera provisto de algún aceite apropiado para tales menesteres.

Claudia suspiró casi aliviada, sin saber realmente el motivo del cambio, cuando él abandonó ese punto que la inquietaba para acariciar sus húmedos labios vaginales, tan hinchados y sensibles que nada más rozárselos con la yema de los dedos dio un respingo, arrugando aún más la colcha entre sus dedos, presa de excitación y nerviosismo, aunque no podía negar que esa situación la había provocado ella misma y que, por lo tanto, debía aguantar; claro que tampoco resultaría una experiencia negativa.

Puede que complicada y hasta frustrante por no saber qué se proponía, pero en absoluto desagradable. O al menos eso quería pensar.

Él, ajeno a las más que razonables dudas femeninas, desde atrás insertó dos dedos curvados en su vagina, para, una vez bien adentro, girarlos para que cada terminación nerviosa recibiera la estimulación adecuada.

—Jorge… —jadeó ella siguiendo con sus caderas el movimiento de esos perversos dedos que estaban causando estragos en su interior.

Él, encantado con sus gemidos y aún a riesgo de su propio control, continuó un poco más penetrándola, dilatándola y dejando que se fuera gestando el orgasmo, pero con la precaución de que no lo alcanzara, sólo era preciso que llegara al límite, pero sin cruzarlo.

Ahora sus dedos estaban completamente impregnados de sus fluidos, lo que resultaba idóneo para sus propósitos más inmediatos.

Tanteó un poco más, presionando con el pulgar sobre su clítoris y abriendo los dedos para, con el meñique, buscar ese punto del cual no se había olvidado.

Con la humedad que resbalaba de sus labios vaginales se dirigió hasta su ano: podía empezar a estirarlo con un dedo sin causarle excesivo daño. Sabía que encontraría los músculos de esa zona mucho más tensos y menos proclives a adecuarse a la invasión y por ello cualquier ayuda venía bien.

Del mismo modo que sabía que la reacción natural de su cuerpo era, en primera instancia, el rechazo, por lo que debía tener paciencia.

No precipitarse; resultaba vital que ella intuyera lo bueno que ese tipo de penetración podía llegar a ser, pese a sus lógicos temores provenientes, con toda seguridad, de la ignorancia.

—No creo que… —balbuceó ella manifestando su inseguridad. No era desagradable; sin embargo, costaba asimilarlo.

—Según tus propias palabras, yo soy el experto, ¿verdad? —repitió sus palabras en beneficio propio sin el menor remordimiento—. Esto te va a encantar… —Esto último lo dejó caer en un tono tan bajo y ardiente que ella lo creyó.

Tras unos segundos vacilante, murmuró:

—De acuerdo —aceptó inspirando profundamente.

Su cuerpo avisaba de que aquello iba a superar cualquier expectativa previa y la tensión que se estaba acumulando en su interior empezaba a ser insoportable, quería liberarse ya, no esperar más.

Sentía sus pezones duros y, al estar desatendidos debido a la postura, comenzó a frotarse contra el cobertor de la cama, encantada con cualquier roce, por mínimo que fuera, lo que suponía un leve respiro.

—Me encanta ver tu bonito y tentador trasero contornéandose ante mí, pidiéndome que me lo folle —aseveró como si se tratara de una promesa, que iba a cumplir en breve.

El dedo meñique entró sin dificultad, pero era poco, debía dilatarla aún más, así que añadió otro, de tal forma que, separándolos en forma de tijera, lograba acostumbrarla para el grosor de su erección.

Continuó estirándola, pacientemente, respirando tanto o más agitadamente que ella, que no paraba de restregarse contra la cama.

Tensión, nervios, incertidumbre…

Claudia odiaba sentirse tan desesperada por liberar esa presión interna, pero al mismo tiempo la disfrutaba. Paladeaba cada segundo de sufrimiento que él le regalaba e incluso estaba dispuesta a rogarle más.

Él, por su parte, también sobrellevaba como podía un estado similar, ya que ansiaba llegar hasta el final y, aun sabiendo lo necesario de toda aquella preparación, empezaba a impacientarse. Su erección reclamaba atención, por lo que decidió dar el siguiente paso, el definitivo.

Igualmente de rodillas, se pegó aún más a ella y, agarrándose la polla con una mano, la posicionó para restregarla contra sus empapados pliegues para obtener toda la lubricación posible.

Invadió su sexo para así lubricarse al máximo antes de realizar la penetración anal.

—Hazlo de una vez —ordenó ella notando cómo su cuerpo se arqueaba ya sin control, ya sin voluntad propia, deseando que él actuara por fin, sin importar que lo que llegara fuera bueno o malo.

—Estoy tan impaciente como tú —dijo él con voz ronca mientras seguía empujando en su interior, de forma calculadamente lenta sin dejar de meterle los dos dedos en el ano.

—No me lo puedo creer —balbuceó al sentirse doblemente penetrada.

—Y esto… es sólo el principio —gruñó él sintiéndose en la gloria.

Sin embargo, no quería abandonar su primera idea, por lo que, costándole lo suyo, extrajo su erección y sus dedos para posicionar la cabeza de su pene, brillante y húmedo por los fluidos femeninos, en ese tenso anillo de músculos.

Con precaución, empujó, y ambos gimieron al unísono; apenas entró un par de centímetros y todavía quedaban bastantes más, por lo que cogió impulso y fue abriéndose camino, con toda la precaución posible, hasta estar totalmente enterrado en su recto.

—Oh… ¡Dios mío!

—Esto es mucho mejor de lo que esperaba —murmuró él con los dientes apretados, aferrándose a sus caderas para mantenerse bien adentro, y comenzó a moverse, con cierta cautela, pues ella no estaba acostumbrada al sexo anal, así que no podía embestirla con la misma celeridad e ímpetu que al practicar sexo más convencional, ya que los músculos no se dilataban de igual modo.

Claudia sintió la humedad en su mejilla, pues una lágrima había escapado: no de ese dolor que te hace querer salir huyendo, sino del que te sorprende, te engancha y te obliga a reconsiderar muchas cosas, entre ellas lo que creías saber y lo que realmente es.

Poco a poco los movimientos cautelosos fueron dando paso a otros más naturales, más cómodos, de tal modo que ambos pudieron perder ese miedo que los frenaba.

Él, miedo a causarle molestias, rechazo, y ella, a no poder soportarlo, a no estar a la altura de las circunstancias.

Pero todos esos lógicos temores se fueron diluyendo a medida que iban avanzando.

Aunque no por ello disminuyó la tensión interna, la sensación de estar yendo por un camino desconocido a la par que excitante. Un camino en el que iban de la mano, en el que experimentar, deleitarse y descubrir estaban unidos.

Del mismo modo que ambos.

—Por favor… —Claudia empujó hacia atrás, buscando el máximo contacto siguiendo su instinto, pues poco más sabía de todo aquello. Retorciéndose, aferrándose a la colcha desesperada, arqueándose sin saber muy bien cómo soportar aquello.

Él jadeaba al ritmo de sus propios empujones, clavándole los dedos en sus caderas con tal de no separarse, de sentirla al máximo; no quería separarse ni un milímetro de ella.

—No sabes lo que esto significa… —gruñó él sintiendo cómo el sudor le iba empapando la espalda. La presión sobre su polla lo estaba volviendo loco y debía hacer verdaderos esfuerzos para no correrse antes que ella.

—No puedo más —balbuceó Claudia cerrando los ojos, sin soltar el cobertor, sabedora de que ese contacto era lo único que conseguía convencerla de que aquello no lo estaba soñando. Era completamente real.

Su cuerpo lo aceptaba, lo reclamaba, sin ningún tipo de condicionamientos, como ya sabía desde hacía tiempo, aunque siempre se empeñara en esconderlo en lo más profundo.

—Un poco más, cariño. Sólo un poco más —pidió él tan al límite como ella.

Estiró un brazo hasta poder posar la mano sobre la parte superior de su espalda y acariciar su columna vertebral como si de un gato mimoso se tratara, una y otra vez, controlando su propia respiración para contenerse y retrasar lo máximo posible eyacular.

Y de repente observó cómo ella aflojaba las manos tras exhalar un suspiro casi agónico, soltando toda la presión acumulada, alcanzando un orgasmo tan devastador como liberador.

Ya no tenía sentido mantener ese cada vez más difícil control sobre sus instintos y les dio rienda suelta, para, unos instantes después, correrse sin ningún tipo de contención, derramándose en su interior para caer después sobre ella, rodeándola con sus brazos y respirando en su oído.